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Autor: | Editorial:



Confesión Sacramental
Se sentía ligero

Me lo cuenta un amigo y tomo nota enseguida. Sorpresa al llegar a casa y encontrar un aviso telefónico de un sobrino de siete años, Juan, que es la primera vez en su vida que le llama. Marca el número de la casa y descuelga su padre:

-Sí, ahora te lo paso.

-Tío, hoy me he confesado.

-Muy bien, y ¿qué tal?

-Estoy muy contento; el cura era muy simpático, y... ahora lo estamos celebrando aquí, en casa, con una pizza.

Se queda sorprendido por todo lo que oye. Pero el chaval prosigue:

-¡Tío, voy más ligero!

Se pone la madre:

-Está contentísimo. Dice a todo el mundo que ha hecho su primera Confesión y que va muy ligero.

Confesión de niña

Debía de tener sólo seis años y fue a hacer su primera Confesión. Se llamaba Thérèse Martin; con el tiempo la conoceremos como Santa Teresa del Niño Jesús. En la catedral de Lisieux, ciudad a donde ya había ido a vivir la familia Martin, estaba sentado en un confesonario el sacerdote apellidado Ducellier, el cual abrió la ventanilla al notar que alguien se había acercado a recibir el sacramento, pero no vio a nadie. No vio a nadie, porque la niña era tan pequeña que no llegaba a esa altura. Tuvo que confesarse de pie.

Preparada cuidadosamente por su hermana Celina, se preguntaba si debería decir al sacerdote que le quería con todo el corazón, ya que él era el representante de Dios. De la alegría que le produjo la primera Confesión da buena fe esta anotación de la Santa: "A partir de entonces, volvía a confesarme en todas las grandes fiestas, y era para mí una verdadera fiesta cada vez que lo hacía".

Cfr. Mons. Guy Gaucher, Así era Teresa de Lisieux

Empezar de cero

Una de la mejores películas del año 1995, dirigida por Robert de Niro -su primera aventura como director cinematográfico- fue "Una historia del Bronx". De Niro, que se conoce bien el ambiente de ese barrio neoyorkino, porque él mismo se crió en los escenarios del film, presenta los recuerdos de un chico en la infancia y en la primera juventud. A la edad de nueve años, el pequeño Calógero -excelentemente interpretado por el niño Francis Capra- es testigo presencial de un asesinato cometido por un gángster de origen italiano, Sonny, amo y señor del barrio, pero no le delatará a la policía, cuando le piden que lo identifique, porque piensa que no debe convertirse en un soplón. Sin embargo le remuerde la conciencia, porque, miradas las cosas desde otro punto de vista, le resulta claro que no ha obrado bien.

El pequeño va a su parroquia a confesarse y, entre las pequeñas travesuras de las que tiene que acusarse, expone que ha sido testigo de un crimen y que no ha facilitado la labor de la policía. El sacerdote pone cara de sorpresa, pero ante el deseo del niño de no dar más detalles, no insiste en preguntar y le da la absolución tras imponerle unos padrenuestros de penitencia. Es todo un poema ver la cara de Calógero de alivio y felicidad cuando abandona el templo. La voz "en off" narradora de los acontecimientos, que es la del muchacho relatando sus recuerdos a la edad de diecisiete años, hace este ajustado comentario:

-Qué suerte ser católico, porque gracias a la Confesión puedes partir de cero.

La amaba más

Tiene Santa Catalina de Siena una cuñada llamada Lisa, casada con su hermano Bartolomé. Una mañana Lisa sin decir nada a nadie va a un templo apartado y hace confesión general. Cuando regresa a casa Catalina le dice:

-Lisa, eres una buena hija.

La cuñada se muestra sorprendida, pero Catalina le hace ver que no se le ha escapado el detalle -¿cómo podía saberlo?- y que está al tanto de lo que acaba de hacer. Y añade:

-Te amo de todo corazón y te amaré siempre, por lo que has hecho esta mañana.

Sin comentarios...

Cfr. G. Papàsogli, Santa Catalina de Siena, Reformadora de la Iglesia

Tenía que ser el obispo

En el mes de octubre de 1995 se abría en Madrid el Proceso de Beatificación y Canonización de Mons. José María García Lahiguera, que fue Obispo Auxiliar de Madrid desde 1950, luego Obispo de Huelva (1964) y finalmente Arzobispo de Valencia (1969). Falleció santamente en 1989. Un sacerdote de la diócesis de Madrid -D. Victoriano Rubio, párroco de Ntra. Sra. de la Concepción de Ciudad Lineal- ha escrito un testimonio bien interesante del valor que D. José María daba a la Confesión.

Cuenta que tenía un enfermo de la parroquia hospitalizado en el Sanatorio de San Nicolás (ahora de la Fuensanta), y que al ofrecerle los últimos sacramentos contestó que como no fuera el Obispo, él no se confesaba. La verdad es que hay gente curiosa: ¿qué mosca le picaría? ¿Sería una excusa? Vaya usted a saber. Pero así, como suena: tenía que ir el Obispo en persona. El caso es que se enteró D. José María y no lo dudó un segundo. Salió inmediatamente para el sanatorio y aquel buen hombre se emocionó como un niño cuando vio a un Obispo a su lado y dispuesto a atenderle con la mayor solicitud. Para D. José María aquella era un alma que merecía la pena cualquier esfuerzo y no dio al asunto mayor importancia.

Sobre la marcha

San Juan Bosco sabía como nadie ganarse a los muchachos y tenía a cientos de ellos a lado. Se divertían de lo lindo con él, pero no descuidaba el que los sábados por la tarde y los domingos se acercaran al sacramento de la Penitencia. Sabía muy bien que algunos se hacían los remolones y en estos casos tomaba la iniciativa y les lanzaba un cable. Por ejemplo, llamó un domingo a uno de los chicos, que no hacía más que jugar, a la sacristía, y le invitó a arrodillarse en el reclinatorio (la narración se debe a Don Bosco, en Memorias del Oratorio).

-¿Para qué me quiere?

-Para confesarte.

-No estoy preparado.

-Lo sé.

-¿Entonces?

-Entonces prepárate, y después te confesaré.

Don Bosco tenía confianza de sobra para actuar así y sabía que no violentaba la voluntad de su amigo.

El chaval exclamó:

-Bien, muy bien; lo necesitaba, me hacía falta; ha hecho bien en cogerme así; de lo contrario, aún no habría venido a confesarme por miedo a los compañeros.

A partir de ese día fue uno de los más asiduos penitentes de Don Bosco y solía contar a sus amigos la estratagema que el buen sacerdote había empleado para "cazarle".

Juan Pablo II y Vianney

El Papa Juan Pablo II recuerda en su libro Don y Misterio, aparecido con ocasión del quincuagésimo aniversario de su sacerdocio, muchos momentos de su dilatada vida. Cuando era joven sacerdote e iba haciendo estudios en Roma, pasó en un viaje por la aldea de Ars; era a finales de octubre de 1947.

Se emocionó al visitar la iglesia donde confesó tanto el Santo Cura, Juan María Vianney. Ya le había impresionado su figura en la época de seminarista, sobre todo con la lectura de la biografía de Trochu. Escribe el Papa: "San Juan María Vianney sorprende en especial porque en él se manifiesta el poder de la gracia que actúa en la pobreza de medios humanos. Me impresionaba profundamente, en particular, su heroico servicio de confesonario. Este humilde sacerdote que confesaba más de diez horas al día comiendo poco y dedicando al descanso apenas unas horas, había logrado, en un difícil periodo histórico, provocar una especie de revolución espiritual en Francia y fuera de ella. Millares de personas pasaban por Ars y se arrodillaban en su confesonario".

Y un poquito más adelante añade: "Del encuentro con su figura llegué a la convicción de que el sacerdote realiza una parte esencial de su misión en el confesonario, por medio de aquel voluntario hacerse prisionero del confesonario".
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