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TEMA 8 La madurez vocacional
Vocación universal a la santidad


Por: Mayra Novelo de Bardo | Fuente: Catholic.net




Vocación universal a la santidad

Para el desarrollo de esta sesión seguiremos el testo del padre José Maria Iraburu tomado del libro “Caminos laicales de perfección”. El texto hace continuamente referencia (+Síntesis) a la “Síntesis de Espiritualidad Católica” recomendada en la lección número 6 de este curso.

Esquema

A. Verdad fundamental de la fe: Vocación a la Santidad.
B. Santificación de los laicos
1. Matrimonio y trabajo
2. La renovación del orden temporal
3. Buscar la santidad en el mundo
4. Libres del mundo
5. Las tentaciones de la vida en el mundo
6. El bien dificultado y el mal facilitado
7. La armadura de Dios
8. Caminar rectamente por caminos torcidos
9. Rectificar los caminos torcidos
10. Por sus frutos los conoceréis
C. Renuncia final de los laicos al mundo: Plenitud de la vocación Cristiana.
D. Apéndice: El discernimiento de las vocaciones (sólo texto)

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A. Verdad fundamental de la fe

Cuando Jesús exhorta a todos sus discípulos: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), prolonga la norma antigua: «Sed santos para mí, porque yo, el Señor, soy santo» (Lev 20,26). Pero Cristo da ahora a ese imperativo un nuevo acento filial. En efecto, el Padre celestial nos «ha predestinado a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste [como nuevo Adán, cabeza de una nueva humanidad] venga a ser primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Así pues, ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos» (1Tes 4,3).

No quiere nuestro Padre divino tener unos hijos que inicien su desarrollo en la vida de la gracia, para quedarse después fijos en la mediocridad de una vida espiritual incipiente, limitada, crónicamente infantil. Por el contrario, Él quiere que todos, bajo la acción de su Espíritu Santo, vayamos creciendo «como varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos como niños» (Ef 4,13-14).

Con ese fin Cristo se hizo hombre, murió por nosotros, resucitó, ascendió a los cielos y nos comunicó el Espíritu Santo, para que tuviésemos «vida, vida sobreabundante» (Jn 10,10). Y no para que languideciéramos indefinidamente en una vida espiritual débil, sin apenas crecimientos notables. Así pues, «purifiquémonos de toda mancha de nuestra carne y nuestro espíritu, realizando el ideal de la santidad en el respeto de Dios» (2Cor 7,1).

«Éste es el más grande y primer mandamiento» (Mt 22,38): «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; +Dt 6,5). Ahora bien, si ése es el mandato fundamental que recibe todo cristiano, y la santidad consiste precisamente en la plenitud del amor a Dios, es bien evidente que todo los cristianos están llamados a ser santos, lo mismo los laicos, que los sacerdotes y religiosos (Vat.II, LG cp.V).

La santidad, fin único

La santidad es, pues, el fin único de la vida del cristiano: es «lo único necesario» (Lc 10,41). La enseñanza de Jesús insiste siempre en ese planteamiento tan absoluto: «Buscad primero de todo el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). «Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (13,44).

Según esto, para ser cristiano es preciso renunciar, o estar dispuesto a renunciar, a todo, padres y hermanos, mujer e hijos, y aún a la propia vida (Lc 14,26-33); es, pues, necesario condicionarlo todo a las exigencias del amor de Dios; o lo que es lo mismo, es preciso sujetarlo todo a la voluntad de Dios, sin límites restrictivos ni condicionamiento alguno, tal como ésta se vaya manifestando.

B. Santificación de los laicos en el mundo

Permaneciendo en el mundo, la vida entera de los laicos ha de ir haciéndose santificante para ellos. Y concretamente estas dimensiones, que son las coordenadas más peculiares de la vida laical: el matrimonio y la familia, el trabajo y la renovación del mundo secular.

1. Matrimonio y trabajo

«Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: «procread y multiplicáos y henchid la tierra [familia]; sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra»» (Gén 1,27-28). Este designio grandioso del Creador del universo va a cumplirse plenamente en Cristo, en la Iglesia, en los laicos cristianos.

En efecto, la familia, el trabajo y todo el orden secular se vieron degradados por el pecado, y quedaron sumidos en la sordidez de la maldad y del egoísmo (Vat.II, GS 37). Pero Cristo sanó todas esas realidades temporales, haciendo de ellas el marco de una vida admirable, santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección evangélica (38).

«Los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza, al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo, que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la familia son, por tanto, en este sentido, un estado de perfección.

E igualmente el trabajo, pues toda la actividad humana laboriosa, «así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo... Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad de Dios, sea conforme al auténtico bien del género humano, y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación» (GS 35; +Laborem exercens 1981, 24-27).

2. La renovación del orden temporal

Por otra parte, toda la actividad secular, que tan profundamente está herida por el pecado, ha de ser santificada por Cristo en los cristianos y a través de ellos. Según esto, «es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. Corresponde a los pastores manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (Vat.II, AA 7de).

Lo que Cristo Salvador hizo con el matrimonio, diferenciándolo de sus lamentables versiones mundanas, restaurándolo en su verdad primera, elevándolo por un sacramento, y haciendo de él una fuente continua de santificación para los esposos y padres, eso es lo que quiere hacer con todas las demás realidades temporales: el trabajo y la vida social, la escuela, la economía y la política, la filosofía y el arte.

3. Buscar la santidad en el mundo

Biblia y tradición nos enseñan que los tres enemigos de la obra de Dios en el hombre son mundo, carne y demonio. Y que en este combate, la ventaja del religioso sobre el laico viene principalmente en referencia al mundo, pues aquél, por la clausura monástica o la vida apostólica, al menos en buena medida, lo «ha dejado todo».

En efecto, cuando un cristiano busca la santidad en la vida religiosa, renuncia al mundo, y con otros hermanos animados del mismo propósito, avanza, aunque sea imperfectamente a los comienzos, por el camino perfecto trazado por una Regla de vida. Es un camino recto y bien determinado, y la autoridad apostólica de la Iglesia asegura que lleva a perfección —a quien lo sigue fielmente, claro—.

En cambio, cuando un cristiano busca la santidad en la vida laical, no deja el mundo, pues sigue teniendo familia, casa y trabajos. No suele tener en esa búsqueda de la santidad compañeros de marcha, ni tampoco un camino ya trazado por el que avanzar, sino que muchas veces ha de ir adelante como un explorador que se abre camino en la selva con su machete. En cualquier momento puede sufrir y sufre graves tentaciones, acometidas violentas de alguna fiera o continuos ataques de mosquitos capaces de enfermarle con su picadura... ¿Cómo podrá avanzar, en tales circunstancias, hacia la perfección evangélica, es decir, hasta el perfecto amor de Dios y del prójimo? Que podrá avanzar es algo cierto, pues está eficazmente llamado por Dios a la perfecta santidad. ¿Pero cómo podrá hacerlo? ¿Cómo actuará en él la gracia del Salvador?...

4. Libres del mundo

De los tres enemigos «el mundo es el enemigo menos dificultoso». Esta afirmación de San Juan de la Cruz la dirigía a un religioso, que ya por su género de vida había dejado al mundo (Cautelas a un religioso 2). Pero creo yo que él diría lo mismo a un laico: «el mundo es el enemigo menos dificultoso», también para los cristianos que viven en el mundo su vocación secular. La flaqueza de la carne, es decir, la propia condición de pecador, y las insidias del diablo son enemigos mucho más fuertes y duraderos que los lazos del mundo, con ser éstos tan peligrosos y continuos.

Pues bien, ¿cómo se produce la victoria de los laicos sobre el mundo? De varios modos fundamentales:

—Por el conocimiento de la verdad del mundo. «Ésta es la victoria que vence al mundo, [la verdad de] nuestra fe» (1Jn 5,4). Los laicos que tienden a la perfección, conociendo la verdad evangélica, descubren en seguida la mentira y el pecado del mundo. No hace falta apenas predicarles acerca de esto: ya lo saben de sobra. A medida que van conociendo los pensamientos y caminos de Cristo, ven que son contrarios en muchísimas cosas a los del mundo, y que «los pensamientos de los hombres son insubstanciales» (Sal 93,11). A medida que se van empeñando en dejar que Cristo viva en ellos, hallan resistencias, objeciones y burlas por todas partes.

Entre todos los cristianos que tienden de verdad a la santidad, son precisamente los laicos quienes conocen más de cerca y con un realismo más concreto la miseria del mundo secular, la sordidez de la vida de aquellos que andan «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Quizá, es cierto, tarden un poco más en descubrir la vanidad del mundo, atraídos por él en sus años jóvenes; pero su maldad y su falsedad las conocen en cuanto comienzan a vivir de veras en Cristo, aunque sean niños o adolescentes. Y cuando estos laicos ven el ingenuo optimismo rousseauniano de algunos ideólogos cristianos, no pueden menos de considerarlos con pena como alienados, como personas que están en las nubes de sus ideologías, sin pisar la realidad de la tierra.

—Por una gran libertad del mundo. Entienden bien estos laicos —repito, en la medida en que tienden sinceramente hacia la santidad—, que no podrán ir adelante si no vencen al mundo, liberándose de sus condicionamientos negativos. Y ahora es, precisamente, cuando conocen hasta qué punto estaban antes sujetos al mundo en mentalidad y costumbres. En efecto, ahora comprenden bien aquello del Apóstol: «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12,2).

Si un hombre está atado por cadenas a un rincón, y en él lleva años viviendo, termina por no darse cuenta de que está encadenado. Allí hace su vida. Pero el día en que intenta salir de su rincón, al punto experimenta la fuerza limitante de sus cadenas. Del mismo modo, el cristiano más o menos avenido con el mundo secular no se siente sujeto a éste por cadenas invisibles. Sólamente cuando intente, conducido por Cristo, salir de esa esclavitud mundana a la libertad de la vida evangélica, se sentirá atado, en expresión de Santa Teresa, a «esta farsa de esta vida tan mal concertada» (Vida 21,6).

—Por una vida renovadora del mundo secular. Los cristianos libres del mundo, dóciles al Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra, van desarrollando en sí mismos una vida nueva y santa en la familia, el trabajo, la vida social. Así viven el éxodo heroico que, sin dejar el mundo, va a permitirles salir de Egipto, adentrarse en el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. El mismo Cristo que vence al mundo en los religiosos, asistiéndoles con su gracia para que «no lo tengan», es decir, para que lo dejen, es el que con su gracia va a asistir a los laicos para que «lo tengan como si no lo tuviesen» (+1Cor 7,29-31). Y no es fácil decir cuál de las dos maravillas de gracia es más admirable.

Libres del mundo, los laicos que tienden a la perfección conocen sus engaños y maldades con facilidad, y poco a poco van conociendo también su vanidad. Van sabiendo a qué atenerse frente al mundo, ante el sexo, el trabajo, la acción política, y no incurren en las visiones ingenuas de quienes quizá saben de todo eso más por los libros que por las realidades concretas.
Y el mismo Salvador que les libra de respetos humanos y de fascinaciones seculares, les da amor al mundo visible, amor benéfico y compasivo, caridad abnegada, eficaz, ingeniosa, fuerza para hacer el bien en la familia y el trabajo, en la cultura y las instituciones, sencillez de palomas y prudencia de serpientes (Mt 10,16). Por eso, ante los males del mundo no están amargados o agresivos, ni asustados; no están tampoco a la defensiva, lo que sin duda trae consigo ceder un día un poco en esto, y otro poco en aquello, hasta quedar mundanizados. Al contrario, alegrándose siempre en el Señor (Flp 4,4), en quien tienen su fuerza y su esperanza, día a día van afirmando en sus vidas un mundo nuevo, distinto y mejor, y así es como «consagran el mismo mundo a Dios» (LG 34b): los padres cultivando sus niños, el funcionario o el comerciante con su gente, el trabajador en su huerto, oficina o taller, el enfermo en su cama, y todos, con no pocos aprietos, abandonándose siempre confiadamente a la guía de Dios providente, que les va enseñando y santificando cada día.

—Por el martirio. Y cuando esta vida cristiana, tensa hacia la santidad, han de vivirla en un mundo profundamente paganizado, entonces, inevitablemente, son mártires de Cristo, pues «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12). ¡Y qué persecuciones tan terribles sufren los laicos! Se diría que aún más duras, frecuentes e insidiosas, al menos en ciertos aspectos, que las que han de sufrir sacerdotes y religiosos. La búsqueda de la santidad suele encontrar en el mundo persecuciones muy especiales, que no se dan en el monasterio o en la vida sacerdotal y religiosa.

Por otra parte, al laico que tiende con fuerza hacia la santidad suelen afectarle muy especialmente las resistencias que, con frecuencia, halla «entre sus parientes y en su familia» (Mc 6,4), es decir, en «los de su propia casa» (Mt 10,36; +10,37; Miq 7,6; Lc 12,52-53; 18,29). Ellas constituyen las presiones hostiles más penosas y eficaces, pues si no las vence, con actitudes frecuentemente heroicas, no podrá ir adelante por el camino de Cristo.
Por eso, cuando algunos autores actuales intentan caracterizar la vida religiosa por el radicalismo de sus opciones evangélicas (J.M.R. Tillard, T. Matura, etc.), aunque haya parte de verdad en lo que dicen, no son en absoluto convincentes sus planteamientos. La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes muchas veces heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo, como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose inmediatamente al Reino.
Los laicos cristianos son mártires de Cristo precisamente por su inmersión en el mundo secular, en el que buscan la santidad. No sufrirían esos martirios si renunciaran a la vida perfecta, y se conciliaran, aunque sea un poco, con el mundo. Y tampoco los sufrirían, al menos del mismo modo, si vivieran en un monasterio o en un convento de vida apostólica.

Son laicos mártires, y lo son precisamente porque en el mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús», sin dejar que la Bestia diabólica ponga su sello en sus frentes o en sus manos (Ap 12,17; +13,15-17). A ellos, que son las primicias de la Nueva Creación, y que están en el mundo «como forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), Dios les ha asignado, como a los apóstoles, «el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres» (1Cor 4,9).

—Por un milagro continuo de la gracia. ¡Y qué espectáculo el de los cristianos que tienden a la santidad en el mundo! ¡Qué milagro permanente! Es algo tan prodigioso como la santificación de aquéllos a quienes Dios ha concedido dejar la vida del mundo. Ellos son como aquellos tres jóvenes que fueron arrojados al horno ardiente:
«El ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros, y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco. Y el fuego no los tocaba absolutamente, ni los afligía ni les causaba molestia. Entonces los tres a una voz alabaron y glorificaron y bendijeron a Dios en el horno: "Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos"» (Dan 3,49-52).

5. Las tentaciones de la vida en el mundo

Antes de describir los aspectos más positivos de la santificación laical, recordaré las tentaciones que los laicos han de sufrir de un modo peculiar. En efecto, «las preocupaciones de esta vida y el atractivo de las riquezas», y tantos otros «impedimentos», que pueden dejar el corazón «dividido», son peligros especiales, de los que Cristo avisa a los cristianos que viven en el siglo (Mt 13,22; 1Cor 7,34-35). Advierto, sin embargo, antes de analizarlos, que son, efectivamente, grandes y continuas tentaciones, pero que lo son sobre todo para aquellos cristianos que no buscan la santidad, es decir, que no intentan amar a Cristo y al prójimo con todo el corazón. Es decir, son peligros muy temibles para los cristianos en la medida en que éstos den culto al mundo, y estén arrodillados ante él con una o las dos rodillas. En cambio, como veremos, para quienes buscan la santidad, son peldaños ascendentes en la escala de la perfección. Señalaré, concretamente, algunos:

—Las añadiduras. Un grupo de laicos -una familia, por ejemplo- que, en la orientación de su conjunto, no tienda a la perfección, establece necesariamente en muchas cosas de su vida en común el primado práctico de las añadiduras sobre los intereses del Reino. Se invierte así en la mentalidad y en las costumbres la norma de Cristo: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Se hace entonces normal y no chocante que los cristianos reserven sus mayores esfuerzos para las añadiduras -unas oposiciones, un régimen dietético o gimnástico, aprender un idioma, etc.-, y se muestren torpes y débiles en la búsqueda del Reino. Es normal, según eso, que se diga: «Con este viaje de vacaciones, no sé si podremos asistir a los oficios de Semana Santa». Y lo que resulta raro es lo contrario: «Mejor será que renunciemos a ese viaje, pues no nos dejaría celebrar bien la Semana Santa».

—El desorden. En los grupos laicales, tanto la heterogeneidad de sus miembros, como el hecho de que en cuanto grupo no suelen tender a la perfección, producen un notable desorden. Por eso el orden personal ha de realizarse, por decirlo así, en el interior de un desorden crónico y en una cierta solidaridad de amor con él. También esto presenta riesgos peculiares. Los religiosos tienen un camino que ordena su vida, pero los laicos no.

—Los apegos a las criaturas. La tradición bíblica y la propia experiencia nos enseña que, dada la flaqueza del corazón humano, es más difícil tener los bienes de este mundo como si no se tuvieran, que no tenerlos. Poseer criaturas, y no estar apegado a ellas desordenadamente -aunque sea un poquito-, es más difícil que no poseerlas, y seguir a Cristo con el corazón libre. Es éste, sencillamente, el privilegio de la pobreza evangélica sobre la riqueza.

—La dedicación habitual a lo natural. Sobrenaturalizar en el espíritu las obras sobrenaturales -predicar, administrar los sacramentos- es de suyo más fácil que sobrenaturalizar aquéllas obras que en sí son naturales -arar un campo, llevar un comercio-. Pero los laicos han de dedicarse habitualmente a obras de suyo naturales (+Síntesis 199-201).

6. El bien dificultado y el mal facilitado

Es cierto así que en la vida religiosa las obras mejores —la oración, la pobreza, el apostolado, etc.—, suelen verse facilitadas, y se practican sin especiales obstáculos exteriores. Y también es cierto que esas mismas cosas, por el contrario, se ven en la vida laical tan dificultadas, que en ocasiones están casi impedidas. Y así, cosas buenas que los religiosos realizan sin mayor esfuerzo pueden resultar heroicas para los laicos.

El religioso, por ejemplo, habría de realizar un esfuerzo para no ir a la oración con la comunidad, mientras que el laico para retirarse a rezar un rato ha de ir normalmente a la contra de su ambiente. Y con lo malo ocurre, lógicamente, lo contrario: males que para los religiosos se ven lejanos e impedidos, están próximos y facilitados para los laicos. Para hacer un gasto superfluo, por ejemplo, el religioso ha de hacer un esfuerzo contra la Regla, la costumbre y el juicio de la comunidad, mientras que al laico, para incurrir en gastos innecesarios, le basta con dejarse llevar por el estilo de vida familiar, por la costumbre mundana y por la propaganda comercial. Y así en tantas otras cosas.
Todo esto es cierto: es revelado y comprobado por la experiencia. Se trata de dificultades tan reales que a los apóstoles, cuando aún no habían recibido el Espíritu Santo, les llevó a dudar: «¿entonces, quién puede salvarse?». Pero a nosotros, enseñados por el Espíritu Santo y por los apóstoles, nos lleva a afirmar con toda seguridad: «para los hombres esto es imposible; pero para Dios, todas las cosas son posibles» (Mt 19,25-26). Toda santificación cristiana es obra sobrenatural de la gracia, y si los religiosos pueden, por milagro de la gracia, «no tener» el mundo, los laicos, por milagro también de la gracia, pueden «tenerlo como si no lo tuvieran». Y no podría decirse que un milagro sea mayor que el otro. Pues bien, veamos cómo se produce en los laicos el milagro de la santificación en el Espíritu de Cristo.

7. La armadura de Dios

Tanto como los religiosos, los laicos necesitan una vida ascética vigorosa, y en cierto modo la necesitan aún más. Viviendo con frecuencia los cristianos seglares en medios tan difíciles, han de ayudarse con toda la armadura de Dios que describe San Pablo (Ef 6,12-18).

Echemos a un lado, ya desde el principio, el engaño de estimar monásticas o propias de religiosos aquellas armas y herramientas espirituales que son simplemente evangélicas. Toda la ascética-mística cristiana pertenece a los laicos, tanto como a los religiosos, aunque con otros modos. A ellos se dirigen todas las enseñanzas de Jesucristo y de los grandes santos, tanto aquéllas que solemos llamar, aunque impropiamente, ascesis negativas -sacarse el ojo que escandaliza, o el pie y la mano, ayunar, asociarse a la Cruz con penitencias, expiar por los pecados propios y ajenos, etc.-, como las ascesis positivas -oraciones y limosnas, obras de misericordia, de apostolado, etc.-.

Han de hacer los laicos todo lo que Cristo les dé hacer, todo lo que su Espíritu Santo, como he dicho, quiera hacer en ellos. En nada deben frenar al Espíritu alegando que son laicos, y que «eso no va con la vocación laical» o «con la condición secular». Si Dios les da ayunar o hacer grandes limosnas, háganlo con acción de gracias. Si les da rezar la Liturgia de las Horas, háganlo sin dudar, y agradezcan al Señor tal privilegio. Si los mueve Dios a no tener televisión, renuncien a tenerla en buena hora («sáquense el ojo» si les escandaliza). Todos los santos laicos canonizados han hecho cosas semejantes. Hagan, pues, ellos concretamente como Dios les dé hacer, incondicionalmente, sin que su condición laical les justifique la más pequeña resistencia, y sin tener nunca miedo a parecer raros a los ojos del mundo.

8. Caminar rectamente por caminos torcidos

Es verdad que los laicos muchas veces se ven obligados a recorrer caminos imperfectos, que, objetivamente considerados, no tienen la rectitud de los caminos propios de la vida religiosa. Unos se ven constreñidos a dedicar al trabajo mucho más tiempo del que sería ideal, otros han de aceptar una lamentable vida de riquezas, que viene exigida por sus familiares, otro... Y este caminar por «sendas tortuosas», por una u otra razón, viene a ser muchas veces lo normal en el laico. ¿Cómo podrá, pues, «andar en rectitud» (Prov 14,2) el que ha de caminar por caminos tan torcidos?

La posibilidad en los laicos de esa rectitud perfecta de vida ha de ser afirmada y defendida con la absoluta convicción de lo que pertenece a la fe. Recuerdo aquí, en primer lugar, que la santidad consiste en la perfección de la caridad, y que es, pues, algo interior, que puede desarrollarse en condiciones exteriores sumamente imperfectas. Pero a este principio añadiré solamente dos de las claves fundamentales de la santificación laical.

a) Con actos intensos

Las virtudes crecen por actos intensos, no por actos remisos, apenas conscientes y voluntarios.
Ahora bien, los actos intensos que acrecientan las virtudes, de hecho, no se realizan, al menos en los comienzos de la vida espiritual, sino ante las pruebas de la vida, que la Providencia divina dispone con tanto amor (+Síntesis 151-155).
Pues bien, siendo esto así, hemos de afirmar que las virtudes hallan en la vida laical ocasiones innumerables para ejercitarse en actos intensos, no pocas veces heroicos.

Dar una limosna, ir a confesarse, apagar el televisor a tiempo, cualquier obra buena impulsada en un momento por el Espíritu Santo en el laico, puede requerir en él para salir adelante actos espirituales sumamente intensos. Que un joven, por ejemplo, para mejor vivir la pobreza evangélica, siga trasladándose en bicicleta, cuando todos sus compañeros tienen grandes motocicletas, rápidas y elegantes, es una pobreza comparable en mérito a la de San Francisco de Asís, con el complemento de que resulta mucho menos admirable, y bastante más humillante. Pues bien, por éstos y tantos otros actos semejantes el cristiano seglar, asistido siempre por la gracia divina, crece de día en día en la virtud, y se va configurando a Cristo.

El seglar, pues, tiene que ver la vida de su hogar o de su lugar de trabajo como un gimnasio espiritual inapreciable, dispuesto por la Providencia divina con todo amor, para que en él ejercite los músculos espirituales de la paciencia -¡cuántas ocasiones, viviendo entre imperfectos!-, la oración -la oración continua, estimulada por tantas alegrías, problemas y penalidades-, la abnegación de los gustos personales ante quienes afirman los suyos con apego, la caridad y el perdón de las ofensas, etc. ¡Cuántas y cuántas ocasiones!...

Esto nos recuerda aquello que San Juan de la Cruz le decía a un religioso: «no ha venido a otra cosa al convento sino para que le labren y ejerciten en la virtud, y que es como piedra, que la han de pulir y labrar antes que la asienten en el edificio... Y todas estas mortificaciones y molestias debe sufrir con paciencia interior, callando por amor de Dios, entendiendo que no vino a la Religión para otra cosa sino para que lo labrasen así y fuese digno del cielo» (Cuatro avisos 3). Una vez más comprendemos que la espiritualidad religiosa y la espiritualidad laical, aunque diversas en algunos aspectos modales, en el fondo son muy semejantes.

«Todas las cosas colaboran al bien de los que aman a Dios» (+Rm 8,28). En efecto, todos los «impedimentos», las «dificultades» y «obstáculos» para el crecimiento de la caridad, cuando el laico busca de veras la santidad en el mundo (atención a esto: cuando el laico busca sinceramente la perfección evangélica), se transforman al punto en peldaños ascendentes, y se convierten en ocasiones privilegiadas para los actos intensos de las virtudes. El desorden ajeno, por ejemplo, que en el curso de las actividades ha de padecer un laico, de suyo tan enojoso y peligroso, se hace entonces, si lo sabe sufrir como una cruz, un estímulo continuo para la paciencia y para una abnegación de sí mismo muy profunda. Y así sucede con todo.

b) Con la cruz a cuestas

Hay una Cruz muy grande en «las tribulaciones de la carne».
San Pablo, el teólogo del matrimonio (Ef 5,22-33), advierte a los casados: «tendréis que estar sometidos a la tribulación de la carne, que yo quisiera ahorraros» (1Cor 7,28). Pues bien, nada santifica tanto como la cruz de Cristo, y el cristiano laico que de verdad busca la santidad ¡cuánto ha de sufrir a causa de aquellos con quienes convive y trabaja, no apasionados éstos normalmente en ese mismo empeño de perfección! En esto casi habría que dar la vuelta a las palabras de Cristo -guardando su sentido, claro-: ¡qué angosto es el camino que ha de llevar el laico hacia la perfección, y qué ancho el que lleva hacia la misma meta al religioso! (+Mt 7,13-14). Hablo, insisto, de aquellos laicos que están en el mundo buscando la perfección evangélica. De ellos decía Santa Teresa: tengo «lástima de gente espiritual que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es terrible la cruz que en esto llevan» (Vida 37,11).

Pues bien, estas penas de la vida hacen participar directamente de la pasión de Cristo. Y qué grandes y numerosas suelen ser en los que viven en el mundo... ¡Cuántas cosas de la tierra desilusionan, y no eran como se deseaban! ¡Cuántas separaciones y resistencias, cuántas demoras y frustraciones inevitables! ¡Cuántas y qué dolorosas imperfecciones en personas tan próximas y queridas!... Todo eso va implícito en la misma condición de la vida secular, y más aún si ésta, al menos en su ambiente medio, no es vivida a la luz del Evangelio. Ni los mismos laicos santos se dan plena cuenta de lo que sufren... Muchas de esas cosas, por supuesto, dejarían de aflijirles si ellos abandonaran su pretensión de santidad.
Por eso, todo cuanto se diga de la virtualidad santificante de estas penas de la vida, si son bien llevadas, y de su capacidad para acrecentar la abnegación, la humildad, la paciencia y la caridad, es poco (+Síntesis 282-284). También, pues, en este sentido el camino laical, aunque no tiene ni puede tener la perfección objetiva del camino trazado por una Regla religiosa, puede hacerse por la gracia de Cristo una maravilla de santificación continua.

9. Rectificar los caminos torcidos

Andando por los caminos torcidos del siglo, el cristiano laico habrá de hacer dos cosas: o caminar por ellos rectamente, cuando no es posible enderezarlos, o aplicarse a rectificarlos, si se puede. He hablado hasta aquí de lo primero. Veamos brevemente lo segundo.

«Vino nuevo en odres nuevos» (Mt 7,19). El laico que intenta vivir con perfección el Evangelio en el mundo necesariamente intenta rectificar el imperfecto camino secular que recorre; se entiende, cuando esto es posible. Y si no lo intentara, es que no sigue fielmente a Jesucristo, y que alegando su condición laical, se hace cómplice, más o menos, de los males del mundo. Entonces, cuando el vino nuevo que los cristianos han recibido del Espíritu de Cristo es volcado en odres viejos, es decir, en las viejas costumbres seculares, todo se echa a perder: el vino y los odres.
Los cristianos, por tanto, en un esfuerzo personal, familiar y también comunitario y social, han de empeñarse en rectificar los caminos seculares vigentes, aquellos caminos que ellos mismos están andando. Eso mismo, por ejemplo, que con la gracia de Cristo han hecho con el matrimonio mundano, sanándolo de abortos, divorcios, adulterios y concubinatos, y restaurándolo en su sagrada monogamia original, ha de hacer con todas las realidades seculares que han de vivir. En efecto, ellos deben purificar, transformar y elevar el noviazgo y las vacaciones, los modos de disponer la casa, el vestido, el uso del dinero y del horario cotidiano, la proporción entre el gasto y la limosna, entre el ocio y el trabajo, el sueño y la vigilia, la maneras de celebrar bodas, nacimientos, defunciones: todo, y más que todo eso, el pensamiento y el arte, el orden social y económico, todo ha de ser renovado por la vida y la acción de los cristianos laicos. «Vino nuevo en odres nuevos».

Y si en esas cosas, o en algunas al menos, se dejan llevar por lo usual en el mundo, no podrán ir muy lejos por los caminos de la perfección evangélica. «Vino nuevo en odres viejos». Los laicos han de vivir, por fidelidad a su propia vocación, una vida secular, pero según una santa secularidad cristiana, que es indeciblemente diferente de una secularidad mundana. «No os unáis en yunta desigual con los infieles? ¿Qué tiene que ver la rectitud con la maldad? ¿Puede unirse la luz con las tinieblas? ¿Pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo? ¿Irán a medias el fiel y el infiel? ¿Son compatibles el templo de Dios y los ídolos?» (2Cor 6,14-16).

Ha de intentar el laico una vida cristiana secular integralmente sana, -digo intentar-. Pero eso está pidiendo a gritos «odres nuevos». No es bastante, pues, que los laicos lleven en tantas cosas una vida secular mundana, al menos en sus formas exteriores, considerándola como un tributo inevitable o incluso conveniente a la condición secular, y que luego, semanal o mensualmente, traten de sanearse con una misa, un retiro o una convivencia. Al hombre, por ejemplo, que se abandona a su gusto en el comer, y que está peligrosamente grueso, en lugar de comer habitualmente con exceso y realizar luego curas de adelgazamiento periódicas, más le valdría sin duda llevar una dieta continuamente sana. De modo semejante, lo que los laicos deben pretender con sus retiros periódicos, convivencias y otras prácticas tan convenientes, es ir logrando una vida interior y exterior continuamente evangélica, sana y vigorizante en todo y para todos los miembros de la comunidad familiar, libre de cuanto pueda intoxicar la mente, el corazón o el cuerpo.

Muchos cristianos no parecen darse cuenta del grado de mundanización que padecen, y, como dice San Juan de la Cruz, «entienden que basta con cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas» (2Subida 7,5). En este sentido, se puede hacer mucho mal a los cristianos laicos cuando se les insiste, sin las matizaciones debidas, en las grandes posibilidades de santificación que hay viviendo según los modos ordinarios seculares, y llevando una vida perfectamente normal.

En realidad, «los modos usuales de la vida en el mundo» suelen ser profundamente embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están urgiendo siempre a la conciencia cristiana ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles. Por otra parte, si a ese culto a la normalidad secular se añade luego el correspondiente temor a parecer raros, se cierra ya con ello definitivamente a los laicos el camino hacia la santidad. Lograrán una perfecta secularidad secular, pero no alcanzarán aquella santa secularidad cristiana a la que están llamados por el Señor, que es muy distinta. «Vino nuevo, odres nuevos».

10. Por sus frutos los conoceréis

Caminando con rectitud por caminos torcidos, y aplicándose siempre que es posible a rectificarlos, los laicos que buscan la santidad crecen en ella día a día, y todo lo transforman en ocasiones de santificación propia y ajena. Pues bien, que esta afirmación no es mera teoría, que no es una simple hipótesis casi nunca confirmada por la experiencia, se puede comprobar en la vida real del pueblo cristiano. Pocas personas llegan a la perfección cristiana, es cierto; son «tan pocas que me da vergüenza decirlo» (Sta. Teresa, Vida 15,5; +S.Juan de la Cruz, 1Noche 8,1; 11,4; Llama 2,27); pero entre los cristianos santos, los laicos ocupan una proporción no pequeña.

Hallamos, sin esforzarnos mucho en la búsqueda, seglares cristianos admirables, dóciles en todo al Espíritu Santo, abnegados y pacientes, fieles a la enseñanza y la disciplina de la Iglesia. Ignorantes muchas veces de su propia perfección, se muestran sacrificados en el amor al prójimo en formas muchas veces heroicas, sin darle mayor importancia a su heroicidad, ya que les viene exigida por las circunstancias -«y estando así las cosas ¿qué otra cosa hubiera podido hacer yo?»-. No se trata aquí muchas veces, por ejemplo, de la religiosa que se va a cuidar leprosos a un país pobre, sino de la madre que durante tantos años cuida de un hijo sinvergüenza o de un anciano inaguantable. Estos laicos fieles, por ejemplo, cuando tienen familia numerosa, abandonándose sin miedo a la Providencia divina, acogen para siempre en su casa a media docena de hijos, es decir, de pobres... Son heroicos con toda sencillez y normalmente sin saberlo.

Estos laicos santos son a veces santos ejemplares, que están realmente en su ambiente social como luz, sal y fermento. Pero otras veces son santos no-ejemplares, cuando la perfección de su vida interior se ve constreñida a ocultarse en formas exteriores imperfectas (+Síntesis 167-169). En todo caso, son santos curtidos en las luchas con el mundo, que quizá tienen cicatrices en el alma, pero éstas, una vez sanadas, serán verdaderas condecoraciones de guerra. Estos santos laicos con facilidad se sienten pequeños, y así se atienen a lo que la Iglesia enseña, alegrándose siempre de la doctrina católica, sea la Familiaris consortio o el Catecismo universal. En ellos pueden encontrarse verdades de la fe -hacer penitencia en Cuaresma, ofrecer misas por los difuntos, tener devoción a ciertos santos, etc.- que en otros ambientes más altos y distinguidos quizá se perdieron. Y las mismas imperfecciones inevitables de su vida exterior les ayudan a ser humildes.

C. Renuncia final de los laicos al mundo

La maravillosa sabiduría del amor de Dios hace que, al final de su vida secular, en la ancianidad y la muerte, también los laicos, lo mismo que los religiosos, renuncian al mundo. En este sentido, es normal que en los cristianos laicos que han tendido sinceramente hacia la perfección, antes de morir, crezca una inclinación cada vez más apremiante a abstenerse del mundo visible, para prepararse mejor a gozar sólo de Dios.

Así es la vida cristiana. En ella, la plena madurez en la vida de gracia coincide con el deseo de morir, renunciando así totalmente al mundo. Y la Iglesia nos enseña a ejercitarnos en este deseo, por ejemplo, en la oración litúrgica de Completas, que viene a ser un ensayo diario de la propia muerte.

Cualquier cristiano que ha llegado ya a la madurez de su vida, en años y en gracia, podrá hacer suyos los sentimientos de San Ignacio de Antioquía: «Ahora os escribo con ansias de morir, porque mi amor está crucificado, y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva, que murmura en mí y me dice: "ven al Padre"» (Romanos VII,2).

Consideraciones semejantes, dirigidas a todos los cristianos, hace San Cipriano: «Hemos de pensar y meditar sobre esto: que nosotros hemos renunciado al mundo, y que vivimos aquí durante la vida como extranjeros y peregrinos. Abracemos, pues, aquel día [el de la muerte] que a cada uno señala su domicilio, que nos restituye a nuestro Reino y paraíso, una vez escapados de este mundo y libres de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apresura para volver a su patria?... Nosotros tenemos por patria el paraíso» (Tratado sobre la peste 26).

1. La santidad perfecta de una ofrenda permanente

Así transcurre muchas veces, sencillamente, la vida de los cristianos laicos hasta su muerte. Su hogar y su trabajo, con tantas cosas más, han sido un permanente gimnasio espiritual, donde, bajo la acción del Espíritu Santo, han ido purificándose de sus vicios y desarrollándose día a día en todas las virtudes cristianas. Y aquéllos, sobre todo, que han vivido bien centrados en la Eucaristía, han consagrado sus vidas como «una ofrenda permanente», grata a Dios y merecedora de la vida eterna. Al paso de los años, todo lo han ido haciendo, de palabra o de obra, «en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,17).


De este modo, explica el Vaticano II, «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, gratos a Dios por Jesucristo (+1 Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen con toda devoción al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34b).

2. ¿Y es éste un camino suficiente para la perfección?

-¿No habrá que añadir algo más a todo eso para que la vida de los cristianos laicos sea realmente «un camino de perfección»?

No. El camino que hemos descrito es, de suyo, bajo la acción de la gracia divina, indudablemente suficiente para conducir a la santidad, a la perfección cristiana. ¿Cómo no va a ser bastante para llevar a la santidad, si es vida en Cristo, y él es «el Camino» que lleva al Padre?

Pero aún habrá alguno que se pregunte si se puede acudir en la vida cristiana laical a otros medios especiales para favorecer el crecimiento en la santidad.

Por supuesto que sí.
Pueden los laicos, e incluso deben en muchos casos, hacerse de la Adoración Nocturna, servir en Cáritas o en la Catequesis parroquial, afiliarse a uno de los muchos Movimientos y Asociaciones que hoy existen para ayudar la vida cristiana de los seglares, y para estimular su actividad apostólica.

D. Apéndice: El discernimiento de las vocaciones

Entre las funciones que debe ejercitar el sacerdote, el concilio Vaticano II enuncia la ayuda válida prestada a los fieles para que vivan su propia misión en la Iglesia:


«Toca a los sacerdotes... cuidar, por sí o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y operante y a la libertad con que Cristo nos liberó. Sean instruidos a no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias evangélicas, cada uno administre la gracia como la ha recibido, y así todos cumplan cristianamente sus deberes en la comunidad de los hombres». «Probando si los espíritus son de Dios, descubran con sentido de fe los multiformes carismas de los seglares, humildes o altos; reconózcanlos con gozo, foméntenlos con diligencia» 12.

Esta función recomendada por el concilio se ejercita de manera particular en el ministerio de la dirección espiritual.
El discernimiento de las vocaciones


Este capítulo se refiere al discernimiento de las vocaciones en la vida del seminario (los criterios son aplicables a la vida religiosa o consagrada en general). Se recomienda la lectura del Capítulo IV de Pastores dabo vobis que trata más en general sobre la pastoral vocacional.

Dios llama, la Iglesia debe discernir

El sacerdocio es un don libérrimo de Dios. Nadie puede dictarle a quién debe llamar y a quién no. En principio, las puertas del seminario están abiertas a todos los que se sienten llamados. No hay discriminación o gratuita selección.

Pero el sacerdocio es un ministerio eclesial, y, como tal, algo que la Iglesia debe "atar o desatar" (cf. Mt 18,18). No necesariamente todos los que llaman a la puerta del seminario tienen de verdad vocación. Se impone una labor de discernimiento.

El respeto que cualquier joven merece exige que se le invite o admita al seminario únicamente si hay indicios claros de que es ése el camino de su vida.
Sería injusto darle el pase a la ligera para luego tener que decirle que no es ése su lugar, con los traumas, retrasos en su carrera, etc., que esa experiencia pudiera acarrearle.

Un seminarista que se siente desubicado, que no se identifica con la vocación sacerdotal, puede ser un elemento negativo en el seminario. Si son numerosos los candidatos inseguros, reticentes o sin las debidas cualidades, será difícil lograr el ambiente formativo.

Discernimiento, pues, serio y atento. También cuando se tiene la impresión de que escasean las vocaciones. Lo que hace falta entonces es encontrar jóvenes con verdadera vocación, no jóvenes que empiezan, sin ella, un camino que no deberían iniciar. Porque no se trata simplemente de llenar unas plazas vacantes en una institución humana, sino de dar acogida a quienes son llamados por el Señor. La pregunta de fondo, por tanto, será siempre: este joven ¿habrá sido de verdad escogido por Dios?

Criterios para un correcto discernimiento vocacional

La respuesta a esa pregunta la conoce solamente el dueño de la mies. No hay sistemas para detectar infaliblemente la presencia de una vocación sacerdotal. Por eso, el primer deber de quienes tienen la delicada responsabilidad de admitir al centro formativo es la oración. Pedir con humildad la luz del Espíritu divino para que ilumine sus mentes y la del joven que se presenta al seminario.

Sin embargo, se pueden tener siempre delante algunos criterios que ayuden a descubrir el querer de Dios, en cuanto humanamente esto es posible. En cada circunstancia diversa, según los tiempos y lugares, habrá que tener en cuenta ciertos factores concretos y específicos. Pero se puede también hablar de algunos criterios generales que se derivan de la naturaleza misma de la vocación y misión sacerdotales, y de las exigencias de la formación necesaria para esa vocación y misión.

Podemos agruparlos en relación a dos juicios globales íntimamente relacionados: el juicio sobre la idoneidad del candidato, y el juicio sobre la existencia real de la llamada divina.

Discernimiento de la idoneidad del candidato

No hay vuelta de hoja: si la persona no es apta para el sacerdocio, Dios no puede haber pensado en ella para esa vocación. Dios no se contradice.
Conocimiento del candidato


Por tanto, lo primero que hace falta es conocer bien la índole del joven que pide su ingreso al seminario. Eso significa que quien está encargado de la admisión debe hablar con él calmadamente, y, si es posible, varias veces. Mucho ayuda también el conocimiento de su familia y de su entorno social. En ocasiones pueden ser sumamente reveladores. Conocer al candidato es conocer también su historia: la educación que ha recibido, su trayectoria espiritual y humana, algunos eventos o situaciones que puedan condicionar su futuro...

La psicología puede asimismo dar una mano en este campo. No parece exagerado considerar que siempre que fuera posible se debería hacer un buen examen psicológico antes de decidir definitivamente una admisión. Un examen serio y científico, realizado e interpretado por un psicólogo que, además de su competencia profesional, muestre conocimiento y aprecio de la vocación sacerdotal. Si él mismo es sacerdote, mejor. En algunos casos especialmente dudosos o difíciles, podría ser aconsejable también la entrevista personal con un psicólogo que reúna las condiciones que acabamos de mencionar.

Todo ello indica que la admisión de un aspirante no puede ser precipitada. Se requiere un tiempo suficiente para conocerlo, e incluso para que él mismo se conozca mejor en relación al paso que piensa dar. A veces ese tiempo se ha extendido a lo largo de todo el período del seminario menor. Otras ha consistido en un proceso de maduración de la idea vocacional a la sombra de algún sacerdote conocido o aun frecuentando el mismo seminario. En algunos lugares se suelen realizar cursillos vocacionales, útiles también para esta necesaria labor de discernimiento.
Salud física y mental

La idoneidad para el sacerdocio comprende diversos aspectos de la persona. Ante todo se requiere una salud física suficiente para poder sobrellevar las exigencias de la vida de formación en el seminario y colaborar después como obrero diligente en la viña del Señor. Podría haber algunas excepciones en casos singulares. Pero deberían ser efectivamente excepciones, y ser motivadas por razones de peso.

Más difícil de evaluar pero no menos decisiva es la idoneidad psicológica. No es el caso de detenernos aquí a comentar los diversos aspectos implicados en ese campo. Bastará recordar que se requiere una psicología sana para que se pueda pensar en la existencia de la vocación. El sacerdote es llamado a orientar y guiar a los demás. Se podría aplicar aquí, extendiendo un poco el sentido, la pregunta de Pablo en su primera carta a Timoteo: «si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios?» (1 Tm 3,5).

Algunas virtudes fundamentales

Sería absurdo pretender que quien ingresa al seminario posea las virtudes y cualidades del sacerdote ideal. No haría falta el seminario. Se requiere, sin embargo, que posea una base humana y cristiana suficiente para que se pueda construir sobre ella el edificio de la formación sacerdotal. Lo principal, por tanto, no es que tenga ya las virtudes del buen sacerdote, sino que posea la capacidad de adquirirlas.

Por otra parte, hay una serie de virtudes y cualidades que se hacen necesarias para que el joven que inicia el camino de la vocación sacer dotal pueda seguirlo con provecho hasta llegar a la ordenación. Pensemos, por ejemplo en la sinceridad. Una persona marcadamente doble e insincera difícilmente podrá madurar adecuadamente. Se someterá quizás a unas normas externas mientras no le vean, pero nunca vivirá el necesario proceso de autoformación. Algo parecido habría que decir de la capacidad de vivir comunitariamente y de colaborar con los demás. Si un joven, por su temperamento o su educación, es radicalmente incapaz de convivir, compartir, dialogar, colaborar, es difícil pensar que logrará formarse debidamente en un ambiente que es comunitario, y que el día de mañana, como sacerdote, sabrá abrirse a los demás para servirles en el ejercicio de su ministerio.

Conviene también que haya un fundamento sobre el cual construir la identidad espiritual del candidato. Se requiere en él al menos un mínimo de conocimiento y vivencia de su fe, y la capacidad de vivir con coherencia la vida de gracia: el sacerdote es el hombre de Dios, el ministro que acerca a los hombres a la vida divina y la restituye con el perdón cuando la han perdido. Si un joven se presenta con hábitos de pecado tan arraigados que parecen realmente insuperables, habrá que pensar seriamente antes de dejarle seguir adelante. No hay que desconfiar de la potencia divina, pero tampoco hay que tentar a Dios.
Capacidad intelectual

Será necesario también analizar la capacidad intelectual del aspirante. Llamado a ser maestro y guía, tendrá que prepararse a fondo en campos que requieren una dedicación académica seria, como la filosofía y la teología. La historia de la Iglesia nos habla de casos elocuentes de sacerdotes santos con escasos dotes intelectuales. Sin embargo no se puede menospreciar este requisito. Sería injusto admitir a un joven que pudiera después sentirse frustrado ante la dificultad de los estudios sacerdotales, o al recibir la invitación a dejar el seminario porque no tiene la suficiente capacidad para completar los estudios.

En cuanto a la formación académica previa, normalmente hay que procurar que quien ingresa al seminario mayor esté dotado de la formación humanística y científica con la que los jóvenes de su propia región se preparan para realizar los estudios superiores.
Ausencia de impedimentos canónicos

Un último parámetro necesario para medir la idoneidad del aspirante será la atención a los impedimentos perpetuos o simples que el derecho canónico establece para acceder a las órdenes. Sería inútil e irresponsable admitir al seminario a alguien que no podrá llegar a la meta a la que conduce ese camino.

Discernimiento de la existencia de la llamada

La presencia de las cualidades requeridas para el sacerdocio es necesaria pero no suficiente. No basta constatar que un joven tiene las cualidades y condiciones necesarias para admitirlo al seminario. Hay que ver si de verdad existe una "vocación". Porque aquí el término "vocación" no se refiere a una tendencia humana hacia una u otra ocupación profesional. Aquí el sentido de la palabra es estricto: se trata de una llamada divina histórica y personal.

Ahora bien, si es difícil discernir la idoneidad objetiva del candidato al sacerdocio, mucho más lo es comprender si existe o no la llamada divina. Allí se trata del misterio del hombre; aquí estamos ante el misterio de Dios.
Recta motivación

Lo primero que habrá que tomar en cuenta es la motivación que induce al joven a hacer su petición para poder comprender si la hace porque considera que ha sido llamado, o por alguna otra razón.

Es necesario que su gesto sea completamente consciente y libre. La existencia de un condicionamiento serio, externo o interno, debe llevar a la cautela. Si faltara libertad habría que evitar que diera ese paso.

Hay que constatar, por tanto, que el aspirante sepa bien, en la medida de lo posible, lo que significa y entraña la vocación y la vida sacerdotal. Y comprobar que no pide ingresar al seminario empujado por alguna presión -por ejemplo de un familiar- o a causa de una frustración o desengaño amoroso, o movido por el miedo al mundo y a la batalla de la vida que en él le espera.

No sólo: se dan casos -hoy muchos menos, pero existen- de jóvenes que piden entrar al seminario para hacer carrera. Hay que estar atentos, de modo particular, cuando los padres de un muchacho están empeñados en que su hijo ingrese al seminario menor: podría tratarse solamente del intento de hacerle estudiar en un centro bueno y económico. Permitirlo sería desvirtuar el sentido del seminario y disminuir su eficacia formativa en relación con los que están ahí pensando en el sacerdocio; y quizás también se causaría un grave perjuicio al mismo joven, que se vería forzado a vivir en una situación de engaño y en un ambiente para el que no habría sido llamado y con el que nunca se sentiría identificado.
La voz de Dios

Suponemos ya que el joven viene con recta intención: quiere ser sacerdote porque cree que Dios así lo quiere. Un primer consejo indispensable es sugerirle que intensifique su vida de oración, para después analizar con él sus inquietudes y motivaciones. Servirá para detectar posibles fenómenos de autosugestión, presión ambiental, etc. Y servirá también para ayudar al futuro seminarista a profundizar en su experiencia de escucha de la voz de Dios. Una experiencia que podrá ser definitiva en el resto de su vida seminarística y sacerdotal. A veces Dios se hace oír en el interior de la persona, de modo íntimo y directo. Otras habla sobre todo a través de circunstancias, llamativas o aparentemente insignificantes. En unas ocasiones su voz resuena vigorosa e insistente en el corazón d







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