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Salmo 67: "Dios da libertad y riqueza a los cautivos"

Domingo Ordinario - Mesa de hermanos XXII
Meditación al Evangelio 31 de agosto de 2025 (video)


Por: Mons. Enrique Díaz | Fuente: Catholic.Net



Los hombres son como los árboles: hay árboles que crecen libremente y alcanzan las alturas, dan frescura, sombra, flores y hasta frutos. Otros que necesitan de otras plantas para crecer, pero al mismo tiempo que se nutren de ellas las adornan, las protegen y las tonifican. En cambio, hay plantas parásitas que no conformes con nutrirse de otro árbol, lo ahogan, lo estrangulan y acaban secándolo. Igual que las personas. A mí me agradan las plantas del café, no sólo por su exquisito fruto sino por su estilo de vida. Pequeños y sencillos necesitan de árboles más grandes que les den la protección y la temperatura necesarias, que les nutran y los protejan de los vientos, sol y plagas. Siempre necesitan un árbol cercano, no para treparse en él, sino para juntos dar vida. Son bellísimos en flor, es rico el café, es admirable su forma de crecer, de vivir. Así también son muchas personas.

 

Jesús observa y critica la conducta contraria. Quizás a nosotros, nos parecería lo más ordinario. Nos cuesta ceder el paso, dar atención al otro, buscar un lugar a quien lo necesita. La vida es una competencia desenfrenada por conquistar lugares, por subir a lo más alto, no importa que se tenga que aplastar a los demás. La máxima griega: “más alto, más fuerte, más veloz…” es una consigna de nuestra existencia. Pero no en su sentido más profundo de verdadera superación, sino como una expresión de un egoísmo y ambición desmedida. Nada sacia el corazón del hombre, nada le satisface y la persona se torna un saco agujerado que nunca se llena y siempre está deseando más y más, y a costa de los hermanos. A tal grado se ha ilusionado con tener más y poder más, que con frecuencia lleva una vida hueca, triste y vacía porque nunca tiene bastante. En su afán desmedido de más posesiones y poder, muchos terminan llevando una existencia desabrida, inmersos en sus ambiciones, insatisfechos por no alcanzar los logros, siempre anhelando lo que no se tiene. Y se buscan entonces los primeros lugares y la ostentación y la apariencia.

 

Los valores de nuestra sociedad son puestos en evidencia por los convidados que luchan por los primeros puestos, en clara oposición a los valores que Jesús propone: una comida para todos y un banquete de hermanos. Jesús invierte la escala de valores de nuestro mundo y ofrece una mesa de servicio, de apertura y de atención. Enseña que hay que buscar los últimos lugares, no para eludir responsabilidades, sino como participación de iguales. Mientras la sociedad alaba y enseñorea a los grandes, Jesús nos dice lo contrario: “el que se engrandece será humillado; y el que se humilla será engrandecido”. Así el signo del Reino se torna más evidente: todos son hermanos, comparten la comida porque comparten la misma vida, se hacen cercanos, buscan establecer intimidad y la participación. Jesús no busca la mediocridad o el apocamiento que muchos cristianos buscan con falsa humildad; todo lo contrario: nos lanza a ideales insospechados y propone alturas no conocidas, pero no trepando a costa de los demás, no arrebatándoles lo que les pertenece, no despreciando a los hermanos. El signo del banquete es la señal más cercana al Reino de los Cielos, pero no podemos pervertirlo con privilegios, acaparamientos, individualismos y discriminaciones.



 

Jesús nos clarifica aún más sus enseñanzas: no utilizar la comida e invitaciones para manipular los beneficios. Jesús no critica la amistad, las relaciones familiares ni el amor gozosamente correspondido, pero nos invita a reflexionar sobre la verdad última que mueve nuestras acciones. Jesús propone unas relaciones humanas basadas en la semejanza con nuestro Padre Dios, gratuitas, en libertad y amor. La relación y la amistad siempre deben hacernos crecer, nunca debemos manipular a las personas. ¿Qué provecho puedo sacar de esta persona? Es el pensamiento del mundo y con mucha frecuencia las relaciones que se establecen tienen fines utilitarios y es difícil vivir de manera desinteresada. Muchos se preguntan cuánto han recibido y de quién esperan un reconocimiento, por el contrario, Jesús enseña que lo importante no es recibir, sino dar, dar con alegría, dar con prontitud, dar con gratuidad.

 

El afán de recibir, aparecer, adquirir notoriedad, se anida en el corazón del hombre. Juntamente con los ídolos del dinero y del poder, el hombre se esclaviza al afán de honores y búsqueda de prestigio. Por ello lucha y se esfuerza. Tiene miedo a una vida desapercibida y termina ahogándose en una pobre vida, mezquina, sin sentido, llena de egoísmo y de sí mismo. Se olvida que el verdadero valor de la persona es dar más que recibir, al igual que la luz o el calor que necesitan consumirse. Si por el contrario se quiere acumular y esconder reteniendo todo egoístamente, se corre el riesgo de acumular cosas, prestigio y dinero, pero se termina siendo una piedra fría, un cirio hermoso pero apagado, una semilla estéril. La ley evangélica de perder para encontrar, de dar para ser feliz, de morir para vivir, es dura en seguimiento, pero la única que nos permite tener una vida plena y feliz. Sí, el hombre es como las plantas hay algunas que dan vida, frescura y felicidad, y hay otras que en su afán de crecer ahogan el árbol de donde tomaban vida. Hay hombres que cuya generosidad hacer crecer a los demás y otros que en su lucha por encumbrarse terminan solos y abandonados.

 



La imagen de una mesa compartida, donde todo se ofreces gratuitamente, donde podemos participar con alegría, donde todos somos hermanos, requiere la generosidad, la pequeñez y el servicio que sólo pueden vivirse en el amor al estilo de Jesús. ¿Cómo vivimos nuestra relación con los demás? ¿Cómo compartimos lo poco o mucho que tenemos? ¿A quiénes invitamos a la mesa de la vida y a quiénes hemos rechazado? ¿Qué nos dice Jesús?

Dios, Padre bueno, que por amor nos has creado gratuitamente, danos un corazón grande para amar, fuerte para luchar y generoso para entregarnos como regalo a tu familia humana como lo hizo tu hijo Jesús. Amén.

 







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