Los pecados son como un peso que nos impide amar, una carga que nos entorpece en el camino, una culpa que nos acusa continuamente. Cuesta caminar con el pecado que limita nuestro corazón, que ofusca nuestros pensamientos, que hiere hasta los mejores deseos. Deseamos librarnos del peso de esos pecados que no podemos borrar, pero que quisiéramos dejar en las manos del único que puede perdonarlos: Dios.

Librarse de los pecados es posible cuando, con la gracia de Dios, tenemos la valentía de identificarlos, y llegamos a un sincero arrepentimiento por haberlos cometido. Para quien no ha recibido el bautismo, tras un camino de catequesis hacia la fe y hacia la luz, la liberación llega en ese magnífico sacramento, que abre las puertas de la Iglesia, que permite ser recibido como hijo de Dios.

Para los que ya estamos bautizados, la liberación llega cada vez que nos arrepentimos de esos pecados que tanto nos dañan y que ofenden a nuestro Padre Dios, y corremos a recibir, bien preparados, el sacramento de la penitencia. Cada confesión se convierte, entonces, en un momento maravilloso de limpieza, de libertad, de paz. Se nos quita ese peso terrible del pecado, y se nos devuelve, por la misericordia de Dios, la vida de la gracia y del amor.

Existe siempre el peligro de rendirse ante el pecado, de pensar que nunca podremos romper con faltas que se han convertido en vicios, incluso de justificar ciertos pecados como una necesidad psicológica o una imposibilidad del propio carácter. Pero la gracia de Dios es capaz de curar el alma de quienes, humildemente, piden ayuda, se abren al amor misericordioso de Dios Padre, y acogen la Sangre redentora de Jesucristo. Luego, cuando el pecado ha sido perdonado, la liberación nos da alas para reemprender el camino que permite amar con gratitud: amar a Dios, que nos ha perdonado con ternura, y amar a quienes nos hayan ofrecido ayuda y consejos para acudir a pedir ese perdón que tanto nos consuela y llena de esperanza.