«Jesús, fijando en él su mirada, le amó»
Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net
«Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende TODO lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme”. Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10,21-22).
En este domingo del Tiempo Ordinario vuelve el Señor con una Palabra estupenda de ayuda para su seguimiento, ya que expresa con toda claridad lo que el Señor desea de cada uno de nosotros y de toda persona que quiera ser cristiana, que no es sino entregarle la totalidad de nuestras vidas a Él.
Mientras rezo y medito con este pasaje del Evangelio me vienen a la mente las palabras que decían muchos de los que seguían a Cristo después de lo que Él les dice tras la multiplicación de los panes: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60) Porque realmente es exigente el Señor para quien quiere seguirle.
Sin embargo, me ayuda mucho en este momento hacer memoria de lo bueno y grandioso que ha sido el Señor conmigo a lo largo de mi vida, y cómo Jesucristo no es uno que exige cosas que no cumple sino que es Él el primero en realizar lo que pide a los demás y, cómo, con el Espíritu Santo, ayuda a llevar a cabo lo que pide cuando hay rectitud de intención en quien se decide a seguirle. Así, dirá San Pablo: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9); «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y lo que dirá San Agustín: «Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras».
El Señor ha sido el primero en darlo todo. Así, cuando dice en el libro del Deuteronomio: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy» (Dt 6,4-6), el Señor anteriormente ha amado a Israel con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas. El Señor nos ha amado desde siempre y no cesa de hacerlo: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,10.19).
Así, el Señor expresa que el amarle a Él es algo más que tener un mero sentimiento religioso sino que amarle a Él supone realizar actos voluntarios para configurarse con Él; supone querer ser UNO CON ÉL, supone entregarle TODO a Él, sin reserva alguna. La tristeza que embarga al «joven rico» cuando toma conciencia de su idolatría contrasta con las palabras que dice el Señor: «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días en el suelo que vas a tomar en posesión al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que el Señor juró dar a tus padres Abraham, Isaac y Jacob» (Dt 30,15-20).
Es la paradoja que se experimenta al seguir a Cristo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,24-26). ¡Cuántas veces no experimenta uno la tristeza al caer en los engaños de la idolatría del mundo, que te ofrece la felicidad y lo único que te proporciona es un placer efímero y luego un vacío infernal!
Así, el Señor hoy habla con una exquisita claridad: «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30); «Ahora, pues, temed al Señor y servidle perfectamente, con fidelidad; apartaos de los dioses a los que sirvieron vuestros padres más allá del Río y en Egipto y servid al Señor. Pero, si no os parece bien servir al Señor, elegid hoy a quién habéis de servir, o a los dioses a quienes servían vuestros padres más allá del Río, o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis ahora. Yo y mi familia serviremos al Señor» (Jos 24,14-16).
Así, resuenan en mi mente y en mi corazón las palabras que dice Dios a través del profeta Isaías y que posteriormente dirá el mismo Jesucristo: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos - oráculo del Señor-. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,8-9); «Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,22-23).
En una sociedad que vive arrastrada por el afán de dinero, de poder, de SER EL PRIMERO, de disfrutar al máximo de modo irresponsable y desordenada, de aprovechar a tope, Jesucristo dice con claridad absoluta: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35); : «Una cosa te falta: anda, vende TODO lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10,21); «Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a TODOS sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33).
Así, el Señor no cesa de invitarnos a vivir para Él, a hacernos tesoros en el Cielo: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21). Porque en el fondo lo que el Señor desea es nuestro corazón. De nada sirve dar un culto superficial al Señor si no le entregamos el corazón. Por eso, en la Eucaristía, sacramento de las Nupcias con el Señor, en el que nos unimos a Él en su Cruz con nuestra cruz, y experimentamos la resurrección, cuando el Presidente dice en la liturgia eucarística: «Levantemos el corazón» y respondemos: «Lo tenemos levantado hacia el Señor», el Señor nos invita a tener el corazón puro y responderle con honestidad que sinceramente queremos estar en el Cielo con Él, SER UNO CON ÉL; que queremos combatir contra toda la idolatría y los engaños que el maligno nos presenta cada día, por medio de la oración, de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, la escucha de la Palabra de Dios, y con actos de caridad. Porque el Señor dice en un pasaje de la Escritura: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6).
Por tanto, el Señor hace hoy una llamada a amarle y a seguirle, sabiendo que es siempre un ir contracorriente pero que es lo que verdaderamente concede una vida plena y dichosa, a pesar de los sufrimientos inherentes al seguimiento de Cristo, porque, tal y como dice el mismo Cristo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3); y a seguirle por amor a Él, no por otra razón, por muy noble que pueda ser. «Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?» Jesús les dijo: «Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna» (Mt 19,27-29). Porque el Señor no se queda con nada. Pero lo único importante es tener vida eterna: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).
Por eso, que el Señor nos conceda encarnar las palabras que dice San Pablo: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gal 6,14); «Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3,7-8). «Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5,14-15). Feliz domingo.