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El eterno adiós
Con la muerte, los grandes se doblan, las almas se abren y se comprende lo que llevan los hombres en lo profundo del corazón.


Por: Martín Maldonado, L.C. | Fuente: Gama - Virtudes y Valores






No estamos acostumbrados a pensar en la muerte como algo cercano. Pensamos en la muerte de los otros, y ese “otros” lo arrojamos lo más lejos posible del “nosotros”.

Las despedidas siempre son duras. Cuesta despedirse de la madre el primer día en la escuela. Salir a otro país, estudiar fuera, pueden sacarnos una pequeña lágrima. ¿Cuánto más no costará dar el “eterno adiós”?

La muerte nos la encontramos con frecuencia a nuestro lado: una embolia, un infarto, un cáncer, un accidente en la calle, una avería de la bombona de gas…

Con la muerte, los grandes se doblan, las almas se abren y se comprende lo que llevan los hombres en lo profundo del corazón. Estos profundos versos los escribió el poeta español Jorge Manrique ante la muerte de su padre.
 

“Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte
tan callando”.


La muerte nos recuerda qué poco valor tienen las cosas que tanto nos afanamos en conseguir, de frente a los bienes eternos. Un coche, ropa, collares, incluso el dinero, todo se llena de polvo, ceniza y nada. La vida del multimillonario termina exactamente igual que la del pobre que no tiene con qué vestirse. Tal vez un mármol reluciente haga la diferencia, pero ¿dentro? Así la muerte visita a todos, sabios y ricos, pobres e ignorantes.
 

“Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdemos”


Y cuando Dios visita tu casa… “No, ahí no. Dios no lo puede permitir… porque no sería Dios. ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho mal?”. Y pedimos el milagro. El corazón explota en un torbellino contra Dios y con un gigante “¿Por qué?” nos atrevemos a pedirle cuentas.

Esperamos que Dios devuelva lo que “nos robó”: nuestro ser querido. Buscamos en la tierra porque no queremos aceptar el cielo. Podemos acusamos a Dios como injusto y seguir viviendo en nuestro terrible egoísmo. Reclamamos la creatura al Creador: “¡Dame lo que es mío!”. Pero precisamente allí descubrimos que nuestro ser querido no nos pertenece. Ni su vida ni su muerte.

Ya no nos pertenece. Nunca nos perteneció. Sin embargo, Dios nos dio un tiempo hermoso para gozar de un ser querido. Con la muerte, lo llama porque quiere darle algo más grande que nosotros mismos. Quiere darse Él mismo en el Cielo. ¿Es justo impedírselo?

Esta rebelión contra Dios brota del corazón, porque amamos a nuestro ser querido. Pero tal vez nos olvidamos de que Dios es Amor y quiere darnos lo mejor: la felicidad eterna, el Cielo. Aunque para alcanzarlo tengamos que beber un cáliz amargo, la separarnos de los nuestros. Pero, para el que tiene fe, esta no es una separación total, pues confiamos en que nos reuniremos de nuevo en la vida eterna.

Por eso no podemos recriminar a Dios, y si lo hemos hecho, volvamos como el hijo pródigo, lloremos y pidamos perdón. Dios nos perdona siempre. Aunque le hayamos enjuiciado y exigido. Aunque le hayamos gritado, Él nos comprende. No tengamos miedo en reconciliarnos, en acercarnos al creador y dueño de la vida. Luego, el camino es más sencillo: aceptar lo que Dios quiere, porque precisamente eso es lo mejor para mí.

¡No lo olvidemos! La felicidad en el Cielo nunca termina, allí no existe el adiós. El mundo terreno no es eterno. Aquí todo pasa, incluso nuestros seres queridos. Dejémoslos ir donde ya no se pasa. Donde estaremos con ellos. ¿Para qué exigir tenerlos aquí cuando también nosotros iremos allá?

“Gracias, Dios, porque visitas mi casa. Te pido que no te separes y no permitas que me separe de ti”.



 




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