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Juan Pablo II y la fiesta de la Divina Misericordia
Si algo necesita el mundo es esa ternura que salva.


Por: Llucià Pou Sabaté | Fuente: Catholic.net



Hoy, 2 de abril, es el aniversario de la muerte de Juan Pablo II. El año de su fallecimiento, esta fecha caía en la víspera de la fiesta de la Divina Misericordia, que él instauró siguiendo la devoción impulsada por Santa María Faustina Kowalska, la monja polaca que recibió esa misión de Jesús.

Al igual que la fiesta de Santa María Madre de Dios completa la octava de la Navidad, ahora esta Fiesta de la Divina Misericordia se celebra al final de la octava de la otra Pascua, la de Resurrección. Es lo que subraya el Papa Francisco como base de la reforma que está acometiendo en la Iglesia (por ejemplo en la acogida de los que no tienen una situación regular en la Iglesia).

Así recogía santa Faustina las palabras que recibió de Jesús: “Mi Misericordia es mas grande que tus miserias y de aquellas del mundo entero. ¿Quién ha medido mi bondad? Por ti he bajado del cielo a la tierra, por ti me he dejado poner en la Cruz, por ti he permitido que fuera abierto con una lanza mi Sagrado Corazón y he abierto para ti una fuente de Misericordia. Ven y toma de las Gracias de esta fuente con el recipiente de la confianza. No rechazaré jamás un corazón que se humilla, tu miseria será hundida en el abismo de mi Misericordia” (Diario, n. 1485).

Esta devoción señala que cuanto más fuertes sean nuestros pecados, más grande es la misericordia divina. Enlaza muy bien con el lema esperanzador del Papa Wojtyla: “¡No tengáis miedo!”, y decía también que “el hombre no tiene necesidad de nada tanto como de la Divina Misericordia - de aquel amor que quiere bien, que compadece, que realza al hombre sobre su debilidad hacia las infinitas alturas de la santidad de Dios… oír en el profundo de su alma cuanto oyó la Beata [Faustina]: «No tengas miedo de nada. Yo estoy siempre contigo». Y si responde con corazón sincero: «Jesús, ¡confío en Ti!», encontrará la fortaleza en todas sus angustias y miedos. En este diálogo de abandono, se establece entre el hombre y Cristo una particular unión que exhala el amor. Y «en el amor no hay temor -escribe san Juan- al contrario, el amor perfecto echa fuera el temor» (1 Jn 4,18)”.

Precisamente es la misericordia lo que fue el título de la Encíclica de Juan Pablo II sobre Dios Padre: Rico en misericordia (Dives in misericordia) mostrando el corazón de Dios que se expresa a través de Jesús en la parábola del padre misericordioso (y el hijo pródigo): “El mensaje de la Divina Misericordia ha sido para mí siempre querido y cercano. Es como si la historia lo hubiese inscrito en la trágica experiencia de la segunda guerra mundial. En aquellos años difíciles, fue un particular sostén y una inagotable fuente de esperanza, no sólo para los habitantes de Cracovia, sino para toda la nación. Esta fue también mi experiencia personal, que llevé conmigo a la Sede de Pedro y que, en ciento sentido, forma la imagen de este pontificado”. Y resume: “Desde el comienzo de mi pontificado he considerado este mensaje como mi cometido especial. La Providencia me lo ha asignado”.



Por eso, pienso que Juan Pablo II dejó a la humanidad de este siglo XXI una mayor comprensión de la Divina Misericordia. El siglo XX había dejado una devoción al Sagrado Corazón, con una jaculatoria que resume esa larga tradición de la oración del corazón, que va al ritmo de la respiración: “Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío”. Podemos decir que del Sagrado corazón de Jesús en la Cruz manan el agua salvadora (bautismo, confesión) y la sangre redentora (Eucaristía, alimento de salvación). Y esta misma oración, más resumida, es la que propone la Divina misericordia, de un modo confiado y más sencillo todavía: “Jesús, en ti confío”, con la imagen de Jesús resucitado con el costado abierto y saliendo dos rayos de luz, los mismos de la Pasión pero en la gloria. Además, de algún modo veo que esta devoción hace eco de la espiritualidad (sencillez confiada del santo abandono) de santa Teresita.

Este sería el mensaje que para mí resume la labor de San Juan Pablo II, y que Francisco quiere desarrollar para todos, pues si algo necesita el mundo es esa ternura que salva.







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