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Decido, luego no existes
Si un ser humano ya no puede sentirse seguro en el seno de su madre, no tenemos derecho a esperar paz para este mundo.


Por: P. Eugenio Martín, LC | Fuente: Catholic.net



¿Cómo hemos llegado del “pienso, luego existo” al “decido, luego no existes”? El día 4 de marzo del 2024 el Parlamento francés incluyó en su Constitución el derecho legal del aborto. Ya desde el 1975 se dio a las mujeres francesas este pseudo-derecho con la aprobación de la llamada ley Veil.  Las disposiciones de esta normativa fueron plasmadas en 1979 a través de la así llamada ley de interrupción voluntaria del embarazo. Pero ahora se ha querido consagrar y blindar de forma definitiva en la Carta Magna, en un país donde el índice de natalidad se asemeja al del período de la postguerra.

Nunca mejor que en estos tiempos modernos, el cogito cartesiano, bien representado en la escultura del Pensador de Rodin, podría colocarse en su proyecto arquitectónico original de la dantesca puerta del infierno. El hombre entendido como “res cogitans” pone de relieve la importancia del yo, “que dice mucho” -según afirmaba Leibniz- y se impone como puerta y llave de toda filosofía. Pero a través del “yo trascendental” de Kant ha perdido toda conexión con la verdad objetiva y sus contenidos, convirtiéndose en una forma vacía. A partir de ahí, sólo se podrá mantener una relación con el ser a través del imperativo moral. Al renunciar a la búsqueda de una verdad que coincida con ese ideal clásico de la “kalokagathía” (la bondad y la belleza), puede Nietzsche llegar a afirmar que la verdad es fea, e imponer la propia voluntad de poder.

Ya denunciaba el gran pensador Urs Von Balthasar en la introducción de su magna obra, Gloria: “En un mundo sin belleza, (…) porque ya no es capaz de verla, (…) el bien ha perdido su fuerza de atracción, la evidencia de su deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante él y se pregunta por qué ha de hacer el bien y no el mal. (…) También los argumentos demostrativos de la verdad han perdido su contundencia, su fuerza de conclusión lógica. Los silogismos funcionan como es debido, al ritmo prefijado, a la manera de las rotativas o de las calculadoras electrónicas que escupen determinado número de resultados por minuto, pero el proceso que lleva a concluir es un mecanismo que a nadie interesa, y la conclusión misma ni siquiera concluye nada”.

La propuesta de Balthasar va por una vía diversa: Reconocer la gratuidad esencial de la belleza del ser, que es el resplandor de la verdad. Es bello que tú existas:

“El hombre no existe más que en el diálogo con su prójimo. El niño es evocado a la conciencia de sí mismo por el amor, por la sonrisa de su madre. El horizonte del Ser infini­to se abre para él revelándole cuatro cosas: que él es uno en el amor con su madre al tiempo que no es su madre; que este amor es bueno y, por tanto, todo el Ser es bueno; que este amor es verdadero y, por consiguiente, el Ser es verdadero; y que este amor provoca alegría y gozo, así que todo Ser es bello”.



Cuando habla de la sonrisa de la madre, me parece escuchar el eco de ese famoso verso de Virgilio en su égloga IV: "Incipe parve puer risu cognoscere matrem" (comienza, niño a conocer a tu madre a través de su sonrisa). Así comenzamos a conocer el ser y la verdad de la vida, en el contexto del amor incondicional de quien nos acoge y nos lleva nueve meses en su seno, dos años en sus brazos y toda la vida en su corazón. Pero en un mundo donde se niega al “nascituro” un rostro, pretendiendo eliminar toda evidencia científica e intersubjetividad; donde se afirman los derechos del individuo por encima de cualquier vínculo con los demás o con el bien común; donde se exalta la libertad absoluta del individuo despersonalizado, el otro se convierte en una amenaza contra mí. Se olvida que la propia libertad termina donde empieza la de los demás seres con los que compartimos la existencia. Se pierde la ilusión de hacer partícipe a otro de la propia fortuna y alegría. Se convierte el hombre en un lobo para el hombre.

Si un ser humano ya no puede sentirse seguro en el seno de su madre, no tenemos derecho a esperar paz para este mundo. Porque “el aborto es el mayor destructor del amor y de la paz. Si una madre puede matar a su hijo en su propio seno -como afirmó la Madre Teresa de Calcuta en su discurso en Oslo por el Nobel de la paz-, ¿qué impedirá que nos matemos unos a otros?” ¿Cómo es posible que para afirmar este nuevo presunto derecho haya que negar el más fundamental, sin el cual no podríamos hablar de ninguno? ¿Es justo sobreponer la libertad de elección sobre el derecho de vida de un inocente? ¿Dónde queda la igualdad de una niña por nacer que no es deseada? ¿Entonces este es el tipo de fraternidad reivindicada por la revolución francesa?

Simone de Beauvoir, madre del feminismo, y heredera de los argumentos filosóficos de Jean Paul Sartre, propone la sexualidad como un instrumento de poder, que se emplea como una expresión de la propia voluntad y deseo. La estructura humana en dos sexos complementarios expresa y manifiesta precisamente la naturaleza interpersonal del ser humano. Pero sobre todo su apertura constitutiva a la alteridad y la trascendencia. Por eso la filósofa Edith Stein llegó a la conclusión de que “el alma de la mujer está moldeada como un refugio donde otras almas puedan desarrollarse”. El aborto, en cambio, es una decisión de negar la sola posibilidad a este don maravilloso, que es su maternidad. Al final, se termina presentando como un derecho y un acto de liberación precisamente a aquello que contradice su excelsa vocación. Y esto es posible porque el ser actual y finito es sólo una semejanza de su Arquetipo, que en cambio permanece siempre fiel a su don.







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