II Domingo de Adviento. Enderecen los senderos del Señor
Por: Mons. Enrique Díaz | Fuente: Catholic.net
No es difícil encontrar graves situaciones de angustias, desconsuelos y pobrezas en nuestra patria. El dolor se une al hambre, y las injusticias y los engaños van de la mano con la escasez. En todo nuestro territorio mexicano, tan golpeado en estos tiempos por la pobreza y las violencias, se multiplican las situaciones graves que nos hacen gritar al cielo, buscando un verdadero consuelo. ¿Qué palabras le podemos dirigir a una madre que se desgarra y clama por la muerte de su pequeño inocente? ¿Cómo consolar a quien llora por su adolescente sumido en las drogas y cooptado por las bandas criminales? Hoy se escuchan muy cercanas las palabras del profeta Isaías: “Consuelen, consuelen a mi pueblo”. No son tan distintas las situaciones del pueblo de Israel que se encuentra en el destierro y que, con angustia, ve cómo se destruyen las familias, cómo se corrompen las costumbres, cómo se diluye la esperanza. Y a ellos pretende el Señor, con la palabra de Isaías, ofrecer una inyección de fe y reavivar la llama de la esperanza que ya se estaba extinguiendo. En este segundo domingo de Adviento resuenan estas mismas palabras como un rayo de esperanza para todos aquellos que se encuentran en la oscuridad, para quien ha perdido la fe y para quien se siente abandonado: “Consuelen, consuelen a mi pueblo”.
Atención, mucha atención porque este Domingo es para nosotros y trae buenas nuevas. No nos equivoquemos, no pensemos que las palabras del profeta ofrecen consuelos artificiales, ni esperemos soluciones fáciles y simplonas. El mensajero de Buenas Nuevas que sube a lo alto del monte no pretende cambiar lo superficial sino ofrece un verdadero cambio interior al reconocer que está presente en medio de nosotros el Señor: “Alza tu voz y anuncia: ‘Aquí está su Dios’”. No es milagrería ni felicidades compradas, lo que promete el Señor a través de su profeta, es la presencia de Dios en medio de su pueblo que sufre.
Sí, Dios está con aquella niña que la brutalidad del alcohol y las drogas mantiene en estado vegetativo; Dios se asoma a la miseria de nuestras casas; Dios camina con el migrante que, acorralado por las necesidades, se aventura en busca de mejores condiciones de vida; Dios se hace sacrifico y sangre en las incontables víctimas de la violencia y la ambición que a diario caen en nuestros campos y ciudades. Dios se hace presencia en todas esas situaciones absurdas de desprecio a la dignidad de la persona y comparte con los pequeños su dolor. Y entonces el dolor, el hambre y la injusticia tienen otro sentido, porque están en manos del Señor que no quiere que nadie perezca sino que todos se salven. No, no es conformismo ni postergar soluciones amparándonos en un providencialismo para excusarnos de nuestros compromisos. Todo lo contrario, es asumir estas situaciones como no queridas por Dios, pero que claman respuestas y compromisos serios. Por eso Isaías, al mismo tiempo que proclama esperanza, exige: “Preparen el camino del Señor en el desierto”. Parecería absurdo hacer veredas y caminos en el desierto, pero es la única forma de cambiar las situaciones: en donde parece que no hay esperanza tenemos que darle su lugar y espacio a Dios, tendremos que abrirle camino y dejarlo actuar conforme a sus designios. Se requiere un verdadero cambio, una conversión interior, para abrir una brecha al Señor que ya llega.
San Pedro, en su carta, también nos anima a esa esperanza dinámica y activa de quien se sabe en manos de Dios, y despierta nuevas ilusiones en quien se siente perdido: “Confiamos en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en qué habite la justicia”. No es una promesa cualquiera, ni es una preparación superficial, sino un cambio verdadero que nos lleve hasta la creación de un cielo nuevo y una tierra nueva. La base no serán las comodidades y las indiferencias, no será la apatía frente al hermano desamparado, ni el cerrar las cortinas para no contemplar las desgracias; se sustenta en la construcción de un espacio donde habite la justicia. No habrá verdadera felicidad mientras nuestros consuelos pasen por las injusticias; no encontraremos la fraternidad mientras reine la mentira; y no tendremos paz en el corazón mientras lo llenemos de egoísmo. Y continúa San Pedro: “Por tanto, queridos hermanos, apoyados en esta esperanza, pongan todo su empeño en que el Señor los halle en paz con Él, sin mancha ni reproche”. No se admiten ambigüedades, ni se pueden encontrar otras soluciones, la presencia de Dios está condicionada a una verdadera paz
San Marcos también pone su granito de arena, o sus toneladas de optimismo, al anunciarnos su propuesta al inicio de su escrito: “Este es el principio del Evangelio (Buena Nueva) de Jesucristo, Hijo de Dios”. La gran Buena Nueva, el gran comienzo de toda noticia, es Jesucristo que se hace presente en medio de nosotros. No hay noticia más grande ni más maravillosa. Sólo Él, que asume nuestros dolores y miserias, puede darle sentido a una vida llena de absurdos y contradicciones. Sólo Él es capaz de transformar nuestras vidas sin sentido en vidas plenas. Pero igualmente, San Marcos al presentarnos el gran Regalo del Padre, nos exige, con las mismas palabras de Isaías, preparar el camino. Así que manos a la obra: empecemos a abrir camino, rompamos esas enormes rocas de egoísmo que tapan nuestros encuentros; llenemos de cariño y compromisos esos enormes hoyos que han dejado nuestras omisiones e indiferencias; enderecemos bien la mira y dirijámonos a la meta de la fraternidad y la comprensión; quitemos las espinas que están lastimando a los hermanos… ¡Abramos el camino al Señor! Y el camino del Señor pasa por el rostro concreto del hermano que sufre.
Segundo domingo de Adviento nos invita a convertirnos en pregoneros de Buenas Noticias pero al estilo de Isaías y Juan Bautista. Escuchemos las palabras de consuelo pero también las exigencias de verdadera conversión. Cierto es que estos días el ambiente se torna dulzón y delicado, pero no se solucionan los problemas. Jesús para llegar a nosotros nos pide que nuestra proclama vaya respaldada por un compromiso serio, por una esperanza grande y por una fe inquebrantable. ¡Ven, Señor, Jesús!
Padre Dios, cuyos oídos están atentos a nuestros dolores y nuestras angustias, consuela a tu pueblo que se prepara para la Venida de tu Hijo, renovando su esperanza y fortaleciendo su fortaleciendo su fe. Amén.