Obispo de la Diócesis de El Espinal (Colombia)
Se acaba la vida, no el amor
Por: Mons. Miguel Fernando González Mariño | Fuente: Conferencia Episcopal de Colombia
Una antigua lápida decía: “terminus vitae, non amoris”. Se acaba la vida, no el amor. “Para este fin de amor hemos sido creados", dice San Juan de la Cruz.
Cada año en el mes de noviembre nuestra santa madre la Iglesia, muy pedagógicamente nos recuerda la realidad más evidente de nuestra vida: que un día tendremos que morir. A pesar de ser tan evidente, el mundo se empeña por evadirla, desconocerla o desfigurarla, y en el peor de los casos, jugar con ella de las más diversas formas, queriéndole arrebatar a Dios su soberanía como el único Señor y dador de vida. Algunos científicos se creen con el derecho de fabricar, manipular y matar embriones humanos. Hay también, magistrados que, con aberrante soberbia, les conceden a las madres el derecho de matar a sus hijos antes de que nazcan. Es tan insidiosa la insistencia de “la cultura de la muerte” que hoy en día atentan contra sus vidas o directamente piden la muerte ya no solo adultos desesperados por graves problemas o enfermos terminales en gran sufrimiento, sino también adolescentes y cada vez más niños y jóvenes, que están comenzando a vivir y por cualquier contrariedad les parece que no vale la pena vivir. Lo cierto es que hoy, son cada vez más los imbuidos por la cultura del descarte que demuestran que, quien no valora la muerte, es porque no valora la vida.
Cuando san Pablo escribió “Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1,21) no padecía de ideación suicida, ni mucho menos. El suicida es el que quiere erróneamente escaparse de la vida, huir, evadirlo todo. En cambio, para tener la convicción de Pablo, se requiere estar enamorado de Cristo. Para ver la muerte como una ganancia, Pablo primero asumió a Cristo, no solo como un maestro, o como un modelo a seguir, sino como su vida misma, la razón de su existencia, y entonces toda su vida en esta tierra, cada día y cada momento los utilizó para asimilarse más a Cristo, para tener sus mismos sentimientos, su misma forma de pensar, de tratar al prójimo, y a sí mismo como hijos de Dios. En fin, preparó su alma para encontrarse cara a cara con Él, para vivir en Él eternamente.
“La muerte es el final de la vida terrena” dice el Catecismo de la Iglesia Católica (1007) y agrega que “el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida.” Y en qué puede consistir “llevar a término nuestra vida” sino en aprender a amar y, como dice el Papa Francisco, como dice el Papa Francisco en términos futbolísticos: la vida terrena es como el campo de entrenamiento para el gran partido. Estamos aquí para “entrenarnos en el amor. La vida eterna que nuestro Padre Dios nos ofrece es vivir no junto a Él sino en Él, que es Amor absoluto, o sea que para estar en el cielo ciertamente tenemos que ser “expertos en amar.” Todo el evangelio es una continua exposición de cómo Jesús ama, me ama, incluso hasta dar su vida por mi salvación.
“Qué bonita que es la vida” dice la conocida canción. Pero toda su belleza sólo se reconoce cuando la asumimos como el único medio que Dios nos presenta para llegar al cielo, cuando vivimos con los pies muy en la tierra pero el corazón en el cielo, puesto en Dios, cumpliendo a cabalidad los deberes de cada día, queriendo ayudar a hacer más feliz la vida de nuestros hermanos, ayudándoles a conocer, ya aquí en este mundo una muestra del infinito amor de Dios. Cuando valoramos así la vida, en su justa medida, valoramos entonces la muerte, como lo que es: el momento del abrazo del Padre que nos acoge en su casa. Entonces sí entendemos porque hay que morir para vivir. Mortem, terminus vitae, non amoris.