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La libertad como aceptación
Sólo al que es verdaderamente “señor” de sus actos se le puede llamar un hombre o una mujer “libres”.


Por: Felipe de Jesús Rodríguez, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores



 

 

Muchas veces pensamos que la libertad se reduce al mero hecho de elegir de entre un abanico de posibilidades que se nos presentan. Pero, ¿qué pasa con tantas realidades con las que nos topamos y no tenemos ni una mínima capacidad de elegirlas? ¿Qué sucedería si mañana nos levantáramos con una fiebre que nos impide realizar los planes programados? ¿O qué pasa si a nuestro jefe se le ocurre recortar el personal y entre ese recorte entro yo? Más aún, ¿qué pasaría si un cáncer invadiese a una persona conocida o si muriese algún ser querido? ¿Podemos decir que somos seres verdaderamente libres o esclavos de una marea de contrariedades que no podemos elegir?

Si consideramos la libertad como mera posibilidad de elegir entre diversas opciones, entonces tendremos como respuesta un “no” tajante, pues muchas cosas no las elegimos. Hay enfermedades, desgracias o infortunios ajenos a nuestro obrar, que escapan a nuestra capacidad de elección. Sin embargo, nos atrevemos a defender una tesis afirmativa: “siempre, en cualquier momento y en cualquier circunstancia, incluso en las circunstancias más externas, somos y seremos libres”.

¿Cómo puede ser esto posible?

Santo Tomás de Aquino comenta: “Cuando decimos que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, entendemos por imagen, como dice el Damasceno, un ser dotado de inteligencia, libre albedrío y dominio de sus propios actos”. La esencia de la libertad consiste en esto: “ser dueño de mí mismo”. Sólo al que es verdaderamente “señor” de sus actos se le puede llamar un hombre o una mujer “libres”.

Entendiendo así la libertad, podemos decir que la elección es una consecuencia más de nuestra libertad. El joven que elige una carrera es libre, la muchacha que elige casarse con este chico también es libre, los esposos que eligen emprender un negocio de computadoras, o quien elije su lugar de vacaciones está ejercitando su libertad. Sin embargo, la libertad no se reduce sólo a elegir esto o aquello, aunque en sí mismo es un hecho bueno y maravilloso. Hay muchos elementos de nuestra vida que no elegimos y, al fin de cuentas, suelen ser más y de mayor importancia que los que podemos elegir. No elegimos a nuestros padres, ni nuestro temperamento, ni nuestra lengua materna, ni la cultura en la que comenzamos a crecer. Por eso podemos decir que la libertad no sólo es elegir, sino también, y sobre todo, aceptar lo que no hemos elegido. Este aceptar es un acto de libertad más profundo, más radical, más interno y más libre, pues soy yo mismo quien elige aceptar la realidad que se me viene impuesta.

Vista con ojos humanos, la aceptación puede parecer una especie de masoquismo interior, una mera resignación o un simple aguantarse, un “tragarse” una medicina agria, sobre todo cuando se trata de dificultades y sufrimientos diversos. Pero no. El soldado que quiere defender su patria se lanza a la guerra a pelear con valor; si lo hieren, seguirá luchando. El que se resigna a ir, peleará con miedo, tratará de esconderse y su mismo miedo le hará ser más vulnerable. Aceptar es un pleno acto de nuestra libertad. La diferencia radica en esto: no me resigno a sufrir lo que no puedo elegir, sino que soy yo el que elijo sobrellevarlo con humildad, paciencia, fortaleza y confianza.

Aceptar las contrariedades nos ayuda a reflexionar más, a sacar lecciones del sufrimiento o de nuestros errores, nos hace más humanos y más comprensibles con los demás y con nosotros mismos.

“Señor, dame paciencia para aceptar lo que no puedo cambiar, fuerza para cambiar lo que puedo cambiar y voluntad para seguir luchando”.

 

 



 

 

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