La vida cristiana es precisamente eso, vida en Cristo. Y como toda vida, hay muchas situaciones que nos presentan los valores distintos, contrarios al plan que Dios ha propuesto para la felicidad del hombre. La vida no se compone sólo de las poses que se le muestran a los demás, no es una imagen llena de filtros que exprese belleza, orden y extrema pulcritud. Lo cierto es que la vida de todos es una vida llena de imperfecciones. Los errores están a la puerta, las equivocaciones nos muestran que somos seres humanamente falibles. Por eso, la conversión es una buena dosis que siempre será conveniente tomar, es el lugar al que siempre es importante volver.

Todos los días se nos ofrece la oportunidad de convertirnos, de ser mejores, de cambiar, de aspirar siempre a lo más alto, porque finalmente, el esfuerzo constante de la vida de todos consiste en tratar de hacer realidad el plan y el proyecto que Dios ha tenido para la vida de cada uno. Como dice el Papa Francisco, se trata de llevar a la realidad el sueño tan grande con el que Dios ha soñado nuestras vidas. La llamada a la conversión es una invitación que cruza, como una línea transversal, la Escritura en toda su extensión. Por esto, de diferentes modos, en voces de tantos personajes de la Escritura está la insistencia de Dios para abandonar el camino que conduce al mal y tomar el camino que lleva al bien propio y de los demás, de aquellos con los que se comparte la vida. Por medio del profeta Ezequiel el Señor es clarísimo: “si el malvado se aparta de la justicia, comete el mal, muere a causa del mal que ha cometido”, en este sentido está clarísimo, quien no se aparta del mal muere a causa de la obstinación de sus actos. Por el contrario, “si el malvado se aparta del mal para practicar la justicia y el derecho conservará su vida”. Y ahí está, la eterna y siempre nueva llamada de Dios a la vida, a la conversión.