Esperanza sobrenatural y fortaleza cristiana
Por: Pbro. Jacinto Rojas Ramos | Fuente: Semanario Alégrate
La fortaleza y las virtudes, al entrar en el organismo moral cristiano, cuya cabeza son las virtudes teologales, adquieren una nueva dimensión. El cristiano no solo trata de alcanzar la perfección y el bien humanos, sino el fin sobrenatural; no busca únicamente la construcción de la ciudad terrena, sino el Reino de Dios. En el camino que recorre para llegar a su destino sobrenatural hay peligros, obstáculos, dificultades internas y externas. La esperanza, apoyada en las virtudes humanas, a las que transforma dándoles un vigor sobrenatural, protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento. Gracias a la esperanza, el hombre supera la tristeza y el desaliento: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (1 Tesalonicenses 5,8).
En la misma tribulación, el cristiano no pierde la alegría. La esperanza dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad. Evita que el hombre se reduzca a la mera consecución de metas inmanentes.
En la filosofía griega, la fortaleza se entendía como fuerza de ánimo frente a las adversidades de la vida, como desprecio del peligro en la batalla (andreía); dominio de las pasiones para ser dueño de uno mismo (kartería); virtud con la que el hombre se impone por su grandeza (megalopsychía). En todo caso, se partía de que el hombre solo posee sus propias fuerzas para librarse de los males y del destino. Frente a la fortaleza griega, la característica distintiva de la fortaleza cristiana es su carácter cristocéntrico.
El Nuevo Testamento muestra que la fortaleza reside plenamente en Cristo, que muestra su poder obrando milagros, revelación tangible de la potencia divina presente en él. Poder que concede a los apóstoles ya d es de su primera misión (cf. Lucas 9, 1).
El modelo de fortaleza es Cristo. Por una parte, a lo largo de su vida en la tierra, asume y experimenta la debilidad humana, que se manifiesta de modo especial durante su oración en Getsemaní (cf. Mateo 26, 38ss). Pero, por otra, Cristo se mantiene firme en el cumplimiento de la voluntad del Padre y se identifica con ella. Demuestra el grado supremo de fortaleza en el martirio, en el sacrificio de la cruz, confirmando en su propia carne lo que había aconsejado a sus discípulos: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno” (Mateo 10, 28).
El discípulo de Cristo, sabe que “el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan” (Mateo 11, 12), que ha de seguir a su Maestro llevando la cruz, que tiene que esforzarse por entrar por la puerta angosta, permanecer firme en la verdad y afrontar con paciencia los peligros que proceden del enemigo y que necesita la virtud de la fortaleza. Pero se trata de una fortaleza sobrenatural. No bastan las fuerzas humanas para alcanzar la meta a la que está destinado.
Es el mismo Cristo quien comunica gratuitamente esta virtud al cristiano: “Todo lo puedo en aquél que me conforta” (Filipenses 4, 13). Después de su resurrección y ascensión al cielo, Cristo envía el Espíritu Santo a sus discípulos y, con él, reciben la fuerza divina que los fortalece interiormente (cf. Efesios 3, 16) y les proporciona la valentía necesaria para proclamar el Evangelio, incluso a costa de la vida.