Jesucristo el Señor, se hace presente en medio de la Iglesia como Pontífice supremo, por medio de los obispos. A través del servicio paternal de ellos, Jesús, que está sentado a la diestra del Padre, está cerca de la comunidad de creyentes. En este sentido podemos comprender el valor incomparable que adquiere la persona del obispo pues, a través de su persona, Cristo mismo se hace presente en medio de su Iglesia, cumpliendo de este modo, su promesa de estar todos los días con nosotros, hasta el final de los tiempos.

Por medio del servicio delicado de los obispos, es Jesús mismo quien predica la Palabra de Dios a todo el pueblo, y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes. También agrega nuevos miembros a su Cuerpo y a su pueblo elegido, por medio del bautismo. Así pues, la misión del obispo consiste, nada menos que en hacer lo que hace Cristo, quien obra en la Iglesia a través de los ministros ordenados.

Es, a través de su sabiduría y prudencia que orienta al pueblo de la Nueva Alianza en su peregrinación hacia la eterna felicidad. En este sentido, se puede afirmar que el obispo es un pastor que ha sido elegido para guiar el rebaño del Señor, son los ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios (cfr. 1 Cor. 4,1). A ellos se les ha encomendado ser testigos del evangelio de la gracia de Dios, así como ser servidores atentos del Espíritu y de la justicia.

A los obispos se les atribuye el primado del sacerdocio, pues gracias a su consagración episcopal, reciben la plenitud del sacramento del Orden, el sumo sacerdocio, la cumbre del ministerio sagrado.

Es por la consagración episcopal, por la que recibe la función de santificar, enseñar y gobernar.

Como sostienen los santos padres, los obispos de forma eminente y visible, hacen las veces de Cristo, Maestro, Pastor, y Pontífice, y actúan en su persona. (cfr. LG 21, citando a San Cipriano, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, entre otros).