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La vida que brota de la fuente
¡Qué sería de nuestro ministerio sin la oración de intercesión! Muchas veces es la llave que abre los corazones a la salvación.


Por: P. Eugenio Martín Elío, LC | Fuente: Catholic.net



Una de las pruebas más duras que experimentamos los sacerdotes en nuestro ministerio consiste en tocar las limitaciones que nosotros mismos y las almas cercanas ponemos a la acción de la gracia. El amor de Dios, que ha brotado del costado abierto de Cristo traspasado por la lanza, en símbolo de “sangre y agua” (Jn 19, 34), es esa fuente inagotable de la que “manarán ríos de agua viva” (Jn 7, 38). A la samaritana Cristo le prometió que se convertiría en un “surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14). Su abundancia es como la de ese río de agua que describe el profeta Ezequiel, que discurre por el lado derecho del templo (Ez 47, 1) inundándolo todo con su crecida y dando vida por donde pasa.

Introducirse a la vida cristiana es entrar a ese flujo de amor entre el Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo. Cuando dejamos espacio al amor de Dios nos hace semejantes a Él, partícipes de su misma caridad. Sin embargo, muchas veces se topa con las barreras que vamos levantando a su paso o con “cisternas agrietadas, que ya no son capaces de retener el agua” (Jer 2, 13). Lo constatamos a diario en el silencio del examen personal de conciencia, mientras compartimos unos consejos en el confesonario o en el acompañamiento matrimonial, ante la inesperada llamada de la enfermedad o de la muerte en una UCI.

“Cuando el Espíritu comienza su trabajo en nosotros y con nosotros, no encuentra la tierra primera y pasiva de la que formó al primer Adán, ni la tierra virgen y amasada de fe con la que concibió al segundo Adán; encuentra un fondo de gloria, un Icono del Hijo, incansablemente amado, pero roto y desfigurado” (Jean Corbon).

El poder de la oración consiste precisamente en esa virtualidad que tiene para poner a un alma en contacto con la fuente, para establecer los canales que permitan el flujo de su gracia, para restaurar la imagen desfigurada o incluso rechazada de sí mismo, como hijo amado del Padre.

“La oración es, en cuanto a su naturaleza, la conversación y la unión del hombre con Dios y, en cuanto a su eficacia, la conservación del mundo y su reconciliación con Dios, un puente elevado para pasar por encima de las tentaciones, una muralla contra las tribulaciones, la extinción de las guerras, la alegría futura, la actividad que no cesa jamás, la fuente de las gracias, el proveedor de los carismas, la iluminación del espíritu, el hacha cercena la desesperanza, el destierro de la tristeza, la reducción de la cólera, el espejo del progreso la manifestación de nuestra medida, la prueba del estado de nuestra alma, la revelación de las cosas futuras, el anuncio seguro de la gloria.” (San Juan Clímaco)



En la tradición oriental, los santos padres explicaban el proceso de “divinización” (théosis, theopoíesis) a partir de la expresión del Génesis “el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1, 26-27). La distinción entre ambos términos les servía para mostrar el carácter dinámico de nuestra identificación con lo que hemos recibido por gracia. En el bautismo habríamos recibido la “imagen”, mientras que la “semejanza” indicaría nuestra colaboración humana. Y dentro de dicha tradición, la contemplación de los iconos nos permite ser mirados y llegar a identificarnos con lo que contemplamos.

¡Qué sería de nuestro ministerio sin la oración de intercesión! Muchas veces es la llave que abre los corazones a la salvación. Permite a las almas valorarse a sí mismas, restaurando en ellas la imagen del “Hijo amado del Padre”. Rasga el velo de los cielos, como lo hizo al traspasar su corazón, para realizar el verdadero culto del nuevo templo inaugurado por Cristo resucitado, “en espíritu y verdad”. “La oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría” decía Santa Teresita del Niño Jesús.

Otra mística y doctora de la Iglesia, santa Catalina de Siena, nos invita a perseverar espacios más largos a los pies del Señor. Si queremos llenar de amor a este mundo, es mejor que nos quedemos quietos debajo del chorro del amor de Dios, en vez de ir corriendo a tratar de aliviar, una a la vez, las necesidades que vamos descubriendo en nuestros hermanos. Cuando estemos repletos de su amor, lo iremos desbordando por donde pasemos. Lo esencial de nosotros, creaturas, no es la de fecundar sino más bien de ser fecundados por su gracia. A ejemplo de la Santísima Virgen, primera creatura surgida de Su poder redentor, nuestra mejor colaboración comienza con la oración, con una acogida activa y rebosante de su gracia. En ella, la “llena de gracia”, se cumplió lo que recita el salmo: “La acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales” (Salmo 64,10). No hay duda de qué acequia se trata, pues dice el salmista: El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios. Y el mismo Señor dice en los evangelios: El que beba del agua que yo le daré; de sus entrañas manarán torrentes de agua viva, que salta hasta la vida eterna. Y en otro lugar: El que cree en mí; como dice la Escritura, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Así, pues, esta acequia está llena del agua de Dios. Pues, efectivamente, nos hallamos inundados por los dones del Espíritu Santo, y la corriente que rebosa del agua de Dios se derrama sobre nosotros desde aquella fuente de vida. También encontramos ya preparado nuestro alimento. ¿Y de qué alimento se trata? De aquel mediante el cual nos preparamos para la unión con Dios, ya que, mediante la comunión eucarística de su santo cuerpo, tendremos, más adelante, acceso a la unión con su cuerpo santo. Y es que el salmo que comentamos da a entender, cuando dice: Preparas los trigales; porque este alimento ahora nos salva y nos dispone además para la eternidad.

A nosotros, los renacidos por el sacramento del bautismo, se nos concede un gran gozo, ya que experimentamos en nuestro interior las primicias del Espíritu Santo, cuando penetra en nosotros la inteligencia de los misterios, el conocimiento de la profecía, la palabra de sabiduría, la firmeza de la esperanza, los carismas medicinales y el dominio sobre los demonios sometidos. Estos dones nos penetran como llovizna y, recibidos, proliferan en multiplicidad de frutos. (S. Hilario de Poitiers, Tratado sobre los Salmos) P. Eugenio Martín Elío, L.C. "El pozo de Sicar" Boletín 8. Septiembre 2021.









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