En la barca de la fraternidad
Por: Mons. Enrique Díaz | Fuente: Catholic.net
Hay días en la vida en que todo mundo es consciente de que está asistiendo a momentos importantísimos de la historia. Fragmentos que permanecerán indelebles para siempre, capaces de despertar emociones días y años después. Así fue el extraordinario momento de oración en tiempo de pandemia presidido por el Papa Francisco que no se olvidará nunca. No lo olvidarán quienes lo vivieron, en directo, viendo las imágenes de una Plaza de San Pedro desierta o escuchando la voz del Santo Padre. También lo conocerán los que aún no habían nacido aquel 27 de marzo, y aquella tarde de hace más de un año ya es conocida por todo el mundo como uno de los acontecimientos centrales de un año, el 2020, que ha marcado la historia de este siglo. Haciendo alusión al pasaje de este domingo, el Papa exclamaba: "Desde hace semanas parece que ha caído la tarde. La espesa oscuridad se ha adueñado de nuestras plazas, calles y ciudades; se ha apoderado de nuestras vidas, llenándolo todo de un silencio ensordecedor y de un vacío desolador, que lo paraliza todo a su paso: se siente en el aire, se siente en los gestos, lo dicen los ojos. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que los discípulos del Evangelio, fuimos sorprendidos por una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en el mismo barco, todos frágiles y desorientados, pero al mismo tiempo importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de consuelo. Todos estamos en este barco...". De una experiencia terrible el Papa encendió una luz de esperanza y motivos de caridad y fraternidad.
El miedo es una experiencia de nuestra vida humana que todos nosotros en mayor o menor escala hemos sentido. Nos hace tomar conciencia de ser criaturas frágiles y amenazadas de muchas maneras. Al miedo es muy fácil confundirlo con el instinto de conservación que nos lleva a proteger nuestra propia vida frente a los peligros que el medio nos presenta. Hay miedos en cada época y en cada edad, hay miedos razonables que nos ayudan a superarnos, pero hay miedos que paralizan y entorpecen, que provocan accidentes o dejan que sucedan las cosas desagradables. Hay miedo a la vida, a arriesgarse, a lanzarse al compromiso. Hay miedo a dejar las seguridades y después nos queda la duda: “Si me hubiera arriesgado…” El evangelio de este día hace una distinción muy especial entre el miedo y la fe o confianza en Jesús.
Se inicia este pasaje con la intención de Jesús de cruzar el lago de Genesaret para ir a la otra orilla, es decir, ir hacia el espacio dominado por las fuerzas malignas según la mentalidad judía. La principal oposición la encuentran en la tormenta que les impide seguir adelante y amenaza con hundirlos en las aguas. El mar es considerado por los israelitas de ese tiempo no solamente con sus peligros naturales, de un lago con fuertes y violentas tormentas, diferentes a las del mar abierto pero capaces de volcar las frágiles barcazas; sino que el mar es considerado también como símbolo de todas las fuerzas oscuras, de lo desconocido, de lo que traga y doblega. Entonces produce mucho más miedo que el que pueden superar unos experimentados pescadores. Pasar a la otra orilla con Jesús, implica dejar la orilla de las seguridades y de la tranquilidad, anunciar su Reino, seguir sus huellas. Dejar comodidades, confort y bienestar. Es arriesgarse, aventurarse a buscar un mundo diferente. Y esto nos causa miedo, miedo al fracaso, miedo al dolor y al sufrimiento. Pero ahí está la invitación de Jesús: “Vamos a la otra orilla”.
Seguir a Jesús es aventurarse en un mundo nuevo, cierto, lleno de peligros, pero siempre en su presencia. Hoy podemos poner delante de Jesús todos nuestros miedos, incluidos aquellos que nos resulta humillante reconocer: nuestro miedo a la verdad, al fracaso, a lo desconocido, a los sentimientos, al cambio. Jesús, el aparentemente dormido, sabe de nuestros miedos y limitaciones y aún así nos invita a seguirlo y nos hace partícipes de su aventura. Nos da miedo la verdadera pobreza, el hambre, la enfermedad, el ridículo y tantas otras cosas que nos atan y nos mantienen inactivos. La pregunta de Jesús, después de apaciguada la tormenta a sus discípulos, va también para nosotros: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Jesús pide confianza absoluta en Él. No tanto en su poder, ya que no ha venido a ejercer poder. Quien cree en Él participa de su experiencia de amor, de pobreza, de perdón y de entrega. Éste es quien vence a las fuerzas que parecían invencibles del pecado, del egoísmo y de la muerte.
Ser discípulo de Jesús implica embarcarse con Él en la misma aventura, romper las amarras, a pesar de nuestros miedos y emprender la travesía con Jesús a bordo. Estar bien conscientes de quién está a nuestro lado y seguir navegando para que podamos llegar a la otra orilla. Tenemos que reflexionar y descubrir la raíz de nuestros miedos, sobre todo aquellos que nos mantienen inactivos e indiferentes ante los problemas de los hermanos. Aquellos miedos que nos han impedido arriesgarnos en la construcción del Reino, las amarras que nos atan y nos dejan anclados en la orilla. Debemos romper las amenazas que están destruyendo la comunidad: la injusticia, la violencia y la corrupción. Con Cristo venceremos la tentación de caer en el pesimismo y de abandonarnos a los vientos de la resignación. Debemos dar rumbo a la barca de nuestra Iglesia y de nuestras comunidades. También para nosotros hoy Jesús se hace presente en medio de la tormenta y nos lanza a remar juntos en la barca de la fraternidad.
¿Qué nos dicen las palabras de Jesús en estos días, en nuestros tiempos y circunstancias? ¿Cómo podemos fortalecer nuestra esperanza?
Padre Bueno, que has enviado a Jesús para que nos acompañe en nuestro camino, te pedimos que nos hagas sus apasionados discípulos, de modo que podamos vencer nuestros miedos y sepamos transmitir a nuestros hermanos, con la palabra y con las obras, la esperanza que Él nos ha dado. Amén.