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Sencillez (y VII)
¿Se puede sentir amor y aversión al tiempo por una misma persona?


Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net



Séptima pregunta: ¿Se puede sentir amor y aversión al tiempo por una misma persona?

En este camino que estamos recorriendo en busca de la sencillez (bien porque la hemos perdido, bien porque nunca la habíamos descubierto), vamos a volver al corazón, que fue de donde arrancamos en “Sencillez (I)” y al que dedicamos la segunda entrega completa: “Sencillez (II)”. Decíamos entonces, y lo reiteramos ahora, que “la sencillez útil, la que hace bien, la que merece la pena, y por eso hay que buscarla, es la del corazón”, y establecíamos como argumento mayor que una vida complicada “acaba modelando un corazón complicado y en un corazón complicado no hay sitio para Dios”.

Vamos a volver al corazón, como digo, para sacar a la luz uno de los más graves dramas que hacen problemática la vida diaria de muchas personas. El corazón humano, que ya es de por sí bastante complicado, se encuentra a menudo con situaciones que lo enmarañan aún más. El corazón es la sede de la vida afectiva y de todas sus vivencias, entre ellas, los sentimientos y las pasiones. Por su parte, estas vivencias afectivas presentan como una de sus características esenciales la dualidad. Tanto los sentimientos como las pasiones se dan siempre en términos de atracción o rechazo, siendo el caso que si algo no atrae ni rechaza, entonces es que no hay afecto, no pudiendo hablarse, por tanto, de experiencia afectiva. Si la atracción es muy fuerte, puede desembocar en amor y cuando ocurre lo mismo con el rechazo, podemos llegar al odio. En este punto hay que situar la pregunta de la línea de salida: ¿Se puede sentir amor y aversión al tiempo por una misma persona? En principio parece que la respuesta tendría que ser no, puesto que amor y aversión son incompatibles, pero la experiencia nos dice que las cosas no siempre están tan claras; antes al contrario, es bastante frecuente que nos encontremos con situaciones en que ambas experiencias antagónicas, amor y rechazo, coinciden a la vez en el mismo objeto. Cuando esto ocurre con alguien, cuando el amor y el rechazo hacia la misma persona hacen asiento en el corazón, el corazón se encuentra dividido y en ese caso el choque afectivo está servido y la complicación pasa a ser el estado habitual de quien lo sufre. El corazón humano no es un elemento superficial, sino el núcleo más personal y profundo de cada cual; vivirlo dividido es una experiencia íntimamente chirriante porque enfrenta al hombre consigo mismo. Si el corazón está dividido, está dividida la persona entera y la primera característica de los seres personales en su individualidad, cuyo significado radical está en que somos “in-dividuos”, es decir, seres no divisibles. Por este motivo, podemos decir, sin temor a exagerar, que vivir con un corazón dividido es una experiencia contra natura. Pertenece a la normalidad del hombre sentir atracción y aversión, amor y odio, pero no simultáneamente presentes en el mismo objeto.

La unidad del corazón, que siempre es necesaria, se hace imprescindible en la infancia y en la adolescencia, que son las etapas clave en la maduración de la persona. Entre las necesidades más imperiosas que experimenta el niño y el adolescente, está la necesidad de unidad, manifestada en un triple ámbito: unidad individual en cada uno de los padres, unidad conyugal (afectiva y efectiva), y unidad de vida en relación con el exterior, con el mundo que hay fuera del hogar.

Unidad personal individual en los padres entendida como coherencia entre lo que cada uno de ellos piensa, dice, hace y exige. De vez en cuando saltan a la luz pública relatos biográficos desgarradores, de personas de vidas muy complicadas por haber sufrido en sus carnes infantiles la doble experiencia de amor y rechazo al mismo tiempo, especialmente hacia la figura paterna. Recuerdo haber leído hace unos años un caso que llamó mi atención. El lector puede encontrarlo en el siguiente enlace: http://www.religionenlibertad.com/busco-vida-gay-hombre-que-salvara--56504.htm



Unidad de los padres entre sí: afectiva y efectiva; unidad de criterios y de acción. Unidad afectiva en las relaciones conyugales cotidianas basadas siempre en el amor, no a ratos. Eso no quiere decir que entre los padres no haya disensiones (aunque estaría mejor que no las hubiera), porque amor y consenso no siempre van de la mano; dos personas pueden disentir amándose mucho y pueden estar muy de acuerdo en medio de una frialdad hiriente. Es evidente que cuanto mayor sea el consenso, mejor, pero si tiene que haber desacuerdo que sea sin merma del amor ni del respeto mutuo y si además hay que manifestarlas, cuanto menos salgan a la luz delante de los hijos, menos daño recibirán ellos.

Unidad de vida en las relaciones que se mantienen fuera del hogar: en el barrio, en la parroquia, en el colegio, laborales, de amistad y parentesco, de actividades de ocio, etc. La unidad de vida significa que una persona mantiene sus constantes personales fundamentales independientemente del ámbito en el que se encuentra. Esto que es bien sencillo de entender, en la práctica diaria presenta demasiadas fallas. En mi vida profesional me he encontrado una y otra vez con la extrañeza de muchos padres sorprendidos -muchas veces gratamente- al ser informados de una conducta en el colegio que no se correspondía con la manifestada en la familia. Muchachos locuaces con sus amigos pero muy parcos en palabras en casa, o al revés. Pero lo mismo puede decirse de los adultos. No es tan raro el caso de hombres y mujeres que muestran una altísima responsabilidad profesional pero que a duras penas aprobarían como padres o madres de familia; estudiantes brillantes que no mueven un dedo fuera de sus tareas estudiantiles; deportistas de élite, que coleccionan vitrinas repletas de trofeos y cuya conducta moral deja mucho que desear; padres que hacen gala de una extraordinaria simpatía en conversaciones informales fuera de casa pero que jamás tienen tiempo para hablar con los hijos...

No es tan fácil eso de la unidad de vida, pero hace falta. No podemos vivir felices ni aspirar a serlo si andamos divididos y menos felices aún si lo que está dividido es el corazón.

Sin pretenderlo originalmente, hemos venido a desembocar en el concepto de pecado. No tanto en su dimensión moral cuanto antropológica. Estas dos dimensiones del pecado no se pueden separar, pero la distinción viene bien para el análisis. La dimensión moral del pecado no es lo que ahora nos ocupa, pero sí creo conveniente decir algo al respecto. La dimensión moral del pecado está fundada en la oposición a Dios, y la oposición a Dios siempre es ofensiva. El hombre no puede oponerse legítimamente a Dios; puede no entender lo que Dios le pide o lo que Dios dispone, eso sí, pero no cabe disentir de Él sin ofenderle. Dios es Dios y no hombre. Ninguno de nosotros, por nosotros mismos, tenemos -y menos aún somos- la verdad absoluta; por eso frente a la opinión de un hombre, cabe la de otro hombre, y habrá que lidiar ambas para ver la medida de cada una. Pero con Dios no hay posibilidad de opinión en contra porque Dios sí es la verdad absoluta. Decirle a Dios “eso no te lo acepto” es exactamente lo mismo que decirle “no te serviré”, que fue justamente en lo que consistió la postura de Satanás, “padre de la mentira” y origen del pecado y de todo pecado.

Pero para nuestro tema interesa más ahora la dimensión antropológica. Veníamos hablando del corazón, de la necesidad de su unidad afectiva y de la unidad de vida. Y decía que habíamos desembocado en el concepto de pecado, porque la primera consecuencia antropológica del pecado está en que introduce división en la persona. No sé si de esto se habla mucho o poco, pero me temo que más bien poco, a pesar de que es algo que, a mi parecer, tiene una importancia fundamental porque nos sitúa ante nuestra propia verdad. Vivimos en una época en que socialmente hemos prescindido de Dios y puede suponerse que en muchísimos casos individuales también. La fe no es un valor social como pueda serlo, por ejemplo, la calidad de las aguas, y por eso a Dios le hemos dejado sin sitio en la vida social. Si le hacemos hueco es solo para el recinto privado de la conciencia, y, en el mejor de los casos, por respeto a las manifestaciones públicas de los creyentes, pero como un asunto particular suyo, no como valor social. Cuando hace algo más de un siglo, Federico Nietzsche, pronunció la sentencia de muerte de Dios, junto a esa sentencia añadió algo que no siempre se tiene presente: “Este enorme suceso [la muerte de Dios] todavía está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres”. Han pasado más de cien años y aún son muchos a los que aún no ha llegado esta noticia, pero se ha difundido ampliamente y en muchas naciones se ha instalado con fuerza. Entre nosotros, Dios no cuenta para redactar constituciones ni para hacer leyes, para organizar la vida social, para regular la educación o entender la familia. En coherencia con ello, hemos borrado de la conciencia social el concepto de pecado, con lo cual este ha sido eliminado de muchísimas cuestiones de la vida social. Así se entiende que hayamos normalizado como aceptables prácticas contrarias a lo que Dios ha dispuesto. Valgan como ejemplos asuntos relativos al matrimonio, la vida, la posesión de bienes, las obligaciones familiares, las relaciones laborales, etc. Podemos borrar el concepto de pecado y vivir como si fuéramos dueños absolutos del concepto; podemos adueñarnos del lenguaje y despenalizar conductas pecaminosas, pero estas despenalizaciones no anulan sus efectos dañosos. La apropiación del lenguaje no nos da título de propiedad sobre la realidad; esta aguanta lo que se le eche con una terquedad inmutable. El ser no se muda. El ser no se muda por más que se le agreda y violente. Lo que las cosas son -indepedientemente de nuestras etiquetas- permanece en su realidad con una tozudez indómita, y, debido a ella, la naturaleza subsiste fiel a sí misma, y a cada causa corresponden unos efectos, que se cumplen por necesidad.



Podemos maquillar la realidad tanto como queramos, podemos definirla, redefinirla, reconvertirla, deconstruirla (operación que desde hace unos años se lleva mucho)... pero las consecuencias de que las cosas sean como son, son inevitables. Se acepte o no se acepte el pecado como tal, se admita o no se admita que el pecado es pecado, si la división del corazón es efecto suyo, no habrá nada capaz de impedir que el pecado produzca división en el corazón humano, ni habrá remedio capaz de sanar sus heridas una vez dividido (el único remedio está en la gracia, pero negado el pecado, queda negada la gracia). Podremos enmascarar esa división y sus heridas hasta hacerlas irreconocibles, pero, las reconozcamos o no, no anularemos sus consecuencias. La Iglesia Católica, la Iglesia, madre y maestra, depositaria de la revelación de Dios, con palabras cargadas de autoridad, y con el poder recibido de Jesucristo, enseña lo siguiente:

“Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.

Es esto lo que explica la división íntima del hombre”. (Gaudium et spes, 13).

No hará falta decir que para las personas de fe sólida, esta doctrina no ofrece ningún problema. Ahora bien, ¿qué podemos decir a quien sea refractario a la fe? En mi opinión, bien poco, aunque sí existe algo que puede ayudar: fijarse en los hechos. A quien ponga reparos a la doctrina, yo le animaría a que echara mano de los hechos, porque son los hechos los que confirman si hay o no verdad en las palabras.







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