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Tiempos de rescate
El rescate espiritual para la fe católica es tarea de la Iglesia.


Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net



Hacer un retrato del tiempo presente no es trabajo fácil, ni en esta época ni en ninguna, por varios motivos, entre otros por la cantidad de notas y variables que entran en juego. Digamos que, en todo caso, los rasgos a destacar son siempre muchos y además están interrelacionados. Yo ahora solo me quiero fijar en uno que viene llamando mi atención desde hace algún tiempo y es el del rescate. En mi opinión, vivimos tiempos de rescate. Veamos algunos ejemplos de ámbitos donde continuamente se están produciendo rescates de vidas humanas, tanto en los planos físico como psicológico, para venir a aterrizar a otro tipo de rescate, el espiritual, que también merece ser tenido en cuenta.

Los rescates que más suenan desde hace unos años en España son los del Mediterráneo porque son miles los rescatados y son miles, también, las víctimas a las que no se ha podido salvar. En este viejo mar, más zarandeado por la historia que por el viento, los rescates por naufragios o por peligro de naufragio están aconteciendo un día sí y otro también. A poca conciencia humanitaria que uno tenga, no puede sino conmoverse con las informaciones que nos llegan y alabar el trabajo arriesgado de muchos profesionales y voluntarios que están salvando la vida de hombres, mujeres y niños de países diversos que huyen del hambre, de la guerra o de la barbarie. Aunque España no ha sido el país más afectado, sí ha visto incrementar la entrada de quienes arriban a nuestras costas en pateras o entran como pueden por Ceuta y Melilla, y por eso los miembros de los grupos de salvamento se han hecho acreedores de un reconocimiento bien ganado.

En segundo lugar hay que hacer mención de los rescates continuos en las carreteras por accidentes de tráfico, en incendios, en la nieve y en las playas, rescates de excursionistas perdidos en los montes o atrapados en las cuevas, rescates de entre los escombros en los numerosos terremotos que se suceden en diversos puntos de la tierra, etc.

Hay un tercer grupo de vidas rescatadas cuyos rescates son silenciosos y silenciados, de los que, fuera de algunos ambientes provida, no se oye hablar jamás y son los rescates de niños cuyos padres habían decidido abortarlos. Son un número muy exiguo si se compara con el número de abortos oficiales que se publican año tras año, pero son rescates extraordinariamente valiosos. Son muy valiosos porque, aunque la vida humana no se mida cuantitativamente, en cada uno de estos casos a quienes se rescata es al hijo y a su madre, y a veces a la familia entera. Pero también porque los rescatadores están ofreciendo un testimonio audaz y valiente para quien quiera verlo y dejarse interpelar. Si los del Mediterráneo son dignos de encomio, no merecen menor elogio los que están salvando vidas inocentes animando a las madres a seguir adelante con sus embarazos, a veces en la intimidad de una conversación confidencial, a veces plantándose delante de los abortorios, desafiando toda suerte de contrariedades. No merecen menor elogio porque no luchan contra las adversidades de accidentes o fenómenos violentos de la Naturaleza, sino contra los obstáculos que siempre ponen quienes han apostado voluntariamente por eliminar una vida en gestación. Para hacer frente a la cultura de la muerte se necesita un plus de tensión psicológica y de compromiso moral al menos por dos motivos: porque estos rescatadores cuentan con una oposición que no tienen los anteriores y cuentan también con una condena. La oposición es la de todos los agentes que están a favor del aborto (¡tantos!), la condena es la condena al silencio impuesta por muchos, especialmente por los medios de comunicación, que acaba siendo silencio social y ausencia de debate público.

Un cuarto campo de rescate muy importante, decisivo para el presente y el devenir de nuestra sociedad, es el campo del matrimonio. Si un matrimonio quiere poner fin a su compromiso, encontrará facilidades por todas partes, pero muy probablemente se verá desamparado si se encuentra en esa situación de duda en la que los dos esposos, o cualquiera de ellos, no saben muy bien hacia dónde tirar ni qué hacer, si continuar con el matrimonio o pedir el divorcio. Este es un campo para el rescate que, como en el caso anterior del aborto, cuenta con escasísimos rescatadores. ¿Adónde y a quién acude un matrimonio que empieza a verse tentado de ruptura? ¿Dónde encuentran dos cónyuges a alguien que les eche una mano cuando atraviesan una crisis de luz? En el matrimonio hay dificultades de diversa índole (económicas, de relación, de convivencia, laborales, etc.), y por dificultades pasan todos los matrimonios, pero las más graves son las crisis de luz. Consisten estas en que los esposos, mirándose uno a otro, ya no se ven como se veían, o bien dejan de mirarse, o no ven con claridad su camino, o toman decisiones erróneas... No puedo hablar con un conocimiento exhaustivo de las vías de ayuda a este problemón, pero fuera de los centros de la Iglesia (en España los COF) y algunos gabinetes de psicología o de mediación familiar comprometidos con el bien del matrimonio, que animan y ayudan a seguir, la situación me parece desoladora y destructiva, porque a donde empuja el ambiente es al divorcio y a nuevas uniones. Dado el número de rupturas matrimoniales registradas, tampoco parece que los agentes de rescate estén ganando en este frente.



En quinto y último lugar están los rescates para la vida del espíritu. Vivimos en tiempos de rescate también en la Iglesia, a nivel espiritual, además de lo dicho del matrimonio. También hoy son muchos los bautizados que necesitan ser rescatados para la fe que un día recibieron y que por diversos motivos han ido olvidando o dejando apagar, y que volverían a retomar si encontraran una mano salvadora y una acogida fraterna. Son muchos los que han dejado la Iglesia para quedarse en tierra de nadie, pero también son bastantes los que, sintiendo la necesidad de cultivar la vida espiritual, han venido a sustituir las prácticas de piedad del verdadero culto a Dios por sucedáneos espirituales de culto a sí mismo, panteístas, y que son incompatibles con la fe recibida en el bautismo. De estas espiritualidades engañosas hay una oferta variadísima y creciente, generalmente venida de la mano de las sectas o de los innumerables arroyos por los que discurren las ofertas de la Nueva Era: yoga, chamanismo, ocultismo, cursos de milagros, reiki, meditación trascendental...

Si todos los rescates anteriores son valiosos, este rescate para la fe lo es más aún, porque se sitúa en el centro mismo de la misión de la Iglesia, que no es otra sino la que tuvo su fundador, Jesucristo, el Señor, el cual vino a predicar y establecer el reino de Dios en la tierra, como primicia y adelanto de la vida del cielo. Misión de rescate la de Cristo y misión de rescate la de la Iglesia. Decir que lo suyo fue una misión de rescate no es una manera de hablar, sino aceptar literalmente sus palabras: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28).

Estamos ante un tipo de rescate que no está centrado en la vida física (a veces también), sino de un rescate para la vida del hombre total, que es la vez cuerpo y espíritu. Dicho de otro modo, se trata de un rescate para vivir el reino de Dios, de momento en la tierra y como prolongación lógica, en el cielo. Ese rescate abierto a todos los hombres se nos aplica a cada uno el día de nuestro bautismo y permanece inconcluso hasta nuestra entrada en el cielo. Para ello Cristo no ahorró palabras ni hechos, culminándolo con la entrega de su sangre. No ahorró mandatos y recomendaciones, poniendo especial énfasis en la necesidad de una vigilancia continua y esforzada, a fin de que no malogremos ese rescate operado por él en nuestro favor. Porque se puede malograr. Solo a modo de muestra, tomo estas dos citas: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna” (Mt 10, 28). Y esta otra: “Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán»" (Lc 13, 23-24). La salvación personal es un tema demasiado serio como para olvidarlo o frivolizar con él. Cada cuál sabrá hasta qué punto esto de la salvación tiene peso en su vida, pero decir que hay que ser cuidadosos se queda corto; con la salvación, propia y ajena, lo que corresponde es ser celosos, y a mí me da la impresión de muchos no quieren enfrentarse con este asunto, ni siquiera oír hablar de ello.

No es cuestión de obsesión ni de miedos; justo al revés, es cuestión de una inmensa confianza en que Dios cumple lo que promete y no falta a su palabra. Siempre habrá gentes asustadizas a quienes este lenguaje del Señor les inquiete, pero él no ha venido a meter miedo a nadie, sino a facilitar las cosas al máximo, tendiendo un puente hacia el cielo e invitándonos a todos para que caminemos por él con absoluta confianza. Eso no quiere decir que edulcoremos la doctrina católica, que, de manera clara y explícita nos asegura que no hay más alternativa que el cielo o el infierno; no hay más posibilidades que o bien tomar el puente puesto por Cristo, o bien dejarse arrastrar por las aguas que se despeñan en el abismo. Edulcorar la doctrina, si es para uno mismo, es una manera de cerrar los ojos para no ver la realidad y si se edulcora para los demás, es una manera de faltar a la caridad engañando al prójimo. Y es cosa fea eso de engañar, sobre todo en temas tan trascendentes como estos en los que nos jugamos ser o no ser nosotros mismos para toda la eternidad. Creo que cuando se suavizan estas cosas, se hace con la buena intención de huir del rigorismo y la inquietud, pero aun suponiendo que pueda haber buena intención, hay que decir que la intención va equivocada. Cristo no actuó así, no rebajó sus exigencias ni ocultó la gravedad de una posible condenación. Además, no se limitó a hablar de estos temas en una sola ocasión, sino que insistió repetidas veces. Y no creo que tengamos ninguno mejores intenciones que las suyas. La buena intención no justifica un engaño en materia tan grave y tan íntima. A mi modo de ver, hoy padecemos un exceso de frivolidad en cuanto a nuestro destino final y solo contemplamos la posibilidad de la salvación. A mí me llama mucho la atención la alegría con que muchos “canonizamos” por nuestra cuenta a los difuntos. Muere cualquiera que nos haya sido cercano y afirmamos su llegada al cielo con una rotundidad pasmosa. No sabría explicar cómo se nos ha convencido de este modo de pensar, ni es cosa que ahora interese, pero se nos ha impuesto una especie de certeza generalizada de que todo hombre se salva por el solo hecho de haber vivido en este mundo. No acabo de tener claro si estamos ante un nuevo tipo de determinismo (todos al cielo empujados por un supuesto benéfico destino) o es que la salvación se entiende como un derecho, ¡como si fuera una deuda contraída por Dios con cada hombre! Hace unos años, el arzobispo castrense de España, Mons. Juan del Río Martín, se lamentaba del “buenismo religioso” como puede verse en el siguiente enlace.

A este respecto no me ofrece ningún inconveniente hacer pública una experiencia personal privada. Hace tres años que por estas misma fechas falleció mi padre. Recuerdo que recibí muchos pésames que traían incorporada la afirmación de su entrada en el cielo simultánea con el mismo hecho de su muerte. No ahorré agradecimientos con palabras sinceras y cordiales, insistiendo, por mi parte en la que tenía esperanza firme en que Dios se lo hubiera llevado con Él. Y no mentía ni era una manera de salir del paso porque tengo la esperanza de que mi padre esté en el cielo. Pero yo no lo puedo afirmar con la rotundidad que oigo en otros y precisamente por eso sigo rezando por él a diario. Mi fe, que no es otra que la fe de la Iglesia, y el cariño hacia él, me mantienen en la gustosa obligación de prestarle toda la ayuda espiritual a mi alcance por si le hace falta, sabiendo, además, que si acaso él no la necesita (ojalá), mi oración no se perderá sino que beneficiará a otros.



Pero vuelvo a la cuestión del rescate. El rescate espiritual para la fe católica es tarea de la Iglesia. Dejó escrito el santo papa Pablo VI que “la Iglesia existe para evangelizar” y que “evangelizar constituye, en efecto, [su] dicha y vocación propia, su identidad más profunda” (Evangelii nuntiandi, 14). Esta misión es irrenunciable y sabemos que se mantendrá hasta el final de los tiempos. Ahora bien, esta misión tiene diversas modalidades y, según lo veo yo, una de ellas, especialmente necesaria en estos momentos, es la del rescate. La dirección de la acción evangelizadora de la Iglesia les corresponde a los pastores, pero la empresa es común y por eso nos pertenece a todos. En mi opinión, la Iglesia (o sea, nosotros) debe salir hoy al rescate espiritual de muchos de sus hijos que, o bien la han abandonado, o bien no quieren saber nada de ella, ni de sus prácticas religiosas, ni de su doctrina ni de sus enseñanzas morales. Evangelizar hoy aquí, en España, igual que en el resto de Europa, es hacer lo mismo que la Iglesia ha hecho siempre, pero con un añadido, que consiste en recuperar para la fe y la comunión a quienes, con culpa o sin ella, no caminan por el único puente que puede llevarles al cielo. Gracias a Dios, decir esto es, no solamente la expresión de un buen deseo, sino también constatar una realidad que está teniendo lugar día a día porque son muchos los que están volviendo al seno de la Iglesia. Para los que quieren vivir como hijos de Dios, es un fenómeno que constituye un enorme gozo, pero con datos en la mano, la desproporción entre los afortunados que consiguen ser rescatados y los que no es demasiado grande como para darnos por satisfechos. No cabe otra postura que seguir rescatando y seguir tratando de descubrir la manera de ser más efectivos. A mí me parece que esto nos debería urgir, aunque no podamos hacer otra cosa que rezar por ello; no es poca cosa rezar por intención tan urgente. Por otra parte, quienes, además de rezar, puedan actuar, deben contar con que la respuesta individual de los destinatarios del Evangelio es libre, tiene que ser libre, es decir, aceptada voluntariamente por la inteligencia y movida por el corazón. Por este motivo, quien se anime a participar en esta labor de rescate de la Iglesia deberá tener presente que los corazones se mueven por contagio; es decir, se quedan fríos y distantes cuando se arriman a corazones fríos y distantes, y, en cambio, se enardecen y se llenan de gozo cuando entran en contacto con corazones convencidos, ardorosos, entusiastas, gozosos.

Para terminar, solo un dato que me parece de gran interés: no se rescata a la gente ni a masas, sino a personas. Los rescates se hacen siempre uno a uno, persona a persona, aunque sean grupos enteros.







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