Menu



Reflexión del evangelio del Domingo 4 de noviembre del 2018

Lo más importante: el corazón. XXXI Domingo Ordinario
Hoy revisemos qué idolatrías se han escurrido hasta dentro de nuestro corazón y han hecho a un lado a Dios


Por: Mons. Enrique Díaz; Obispo de la Diósecis de Irapuato | Fuente: Catholic Net



Lecturas:

Deuteronomio 6, 2-6: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón”

Salmo 17: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza”

Hebreos 7, 23-28: “Jesús tiene un sacerdocio eterno, porque Él permanece para siempre”

San Marcos 12, 28-34: “Amarás al Señor tu Dios. Amarás a tu prójimo”



 

No lo podíamos creer. Todos conocíamos muy bien al Padre Pedro, sabíamos de su inclinación al ejercicio y al deporte. Momentos antes lo habíamos contemplado jugando entusiastamente con todos nosotros, ahora yacía inerte, fulminado por una paro cardiaco. Algunos buscaron darle respiración, otros trataban de sacarlo de la inconciencia.Todos tratabamos de hacer algo, pero todo era inútil. Llegaron los paramédicos, hicieron esfuerzos desesperados por resucitarlo pero era imposible. “Cuando falla el corazón, nada se puede hacer”. Parecía muy fuerte, era muy joven, estaba entusiasmado… pero falló el corazón. Aunque parezca que todo está bien cuando falla el corazón todo acaba porque el corazón es lo más importante.

Sólo hay una cosa importante que no podemos dejar de lado so pena de que nuestra vida interior muera: el amor de Dios y el amor al prójimo. Es el corazón del discípulo y el centro de toda su vida, si esto lo descuidamos, todo se descompone y comienza la destrucción. Alguien reclama por qué digo el “amor de Dios”, en lugar del “amor a Dios”, por una razón muy sencilla, para indicar ese movimiento de reciprocidad: el amor que Dios nos da, el que recibimos gratuitamente, y  nuestra respuesta de amor, el amor que brota de nuestro interior a Aquel que tanto nos ama. Es lo que ha experimentado el pueblo de Israel. Cuando vivía en esclavitud, cuando no se sentía pueblo, cuando sus gritos se ahogaban en la impotencia, “experimentó” el amor de un Dios que recogió esos gritos y lo hizo pueblo. Al iniciar su peregrinación por el desierto sabe que sólo se sostendrá gracias a ese amor que es recíproco. Saberse amado por Dios lo sostiene, pero también lo sostiene el amor que le profesa a Dios. Toda idolatría lo lleva a la destrucción porque se olvida de sus raíces y porque abandona sus ideales. Por eso con toda razón ha hecho del “Shemá Israel” el fundamento de todas sus leyes, de su estructura y sus ideales. Cada vez que se ha olvidado y ha puesto su corazón en otros dioses, llámense baales, llámense injusticias, llámense falsos ritos, el pueblo ha caído en la desgracia. Por eso cada día con rigurosa fidelidad debe recitar: “Shemá Israel”: “Escucha Israel, nuestro Dios…” Moisés, en su despedida, insiste en lo que es más importante para que el pueblo tenga vida: cumplir las instrucciones y normas que el Señor ha dado. El texto del Deuteronomio que leemos hoy es el alma, la guía, la hoja de ruta que Israel no puede descuidar ni cambiar por otra cosa bajo el grave riesgo de perderse y perecer como nación. La connotación en hebreo del verbo “shemá” lleva implícito el imperativo de obedecer y practicar; y eso era lo que debía hacer el pueblo: escuchar obedeciendo, escuchar poniendo en práctica. Es la profesión de una fe monoteísta en medio de un mundo politeísta, que adoraba muchos dioses, y tiene un alcance patriótico: unidas a esa fe en el único Dios, están la posesión de la tierra y sus relaciones sociales y políticas con los hombres. Mientras sea fiel a este Dios, poseerá esa tierra que mana leche y miel; y las idolatrías serán su gran peligro.

Jesús retoma el credo israelita y lo hace actual, para aquel tiempo y para nuestro tiempo: el amor de/a Dios y el amor al prójimo. No quita un ápice de aquella confesión porque el amor a Dios sostiene al hombre y se le ha de amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Pero como consecuencia clara e indispensable de este amor, coloca el amor al prójimo “como a ti mismo”. Lo que alimenta y da vida al hombre debe estar traducido en acciones concretas que manifiestan ese amor. No lo disminuyen, sino lo acrecientan. Cuanto mayor sea el amor sincero que tengamos al hombre, mayor será el amor verdadero que tengamos a Dios y viceversa. Toda idolatría no solamente es contra Dios, sino contra el prójimo. Las modernas idolatrías no están dirigidas sólo contra Quien nos ha hecho, sino contra nuestros hermanos. Por ejemplo la idolatría de la riqueza hace consistir la verdadera grandeza del hombre en “tener” y se olvida que la verdadera grandeza es “ser”. No vale el hombre por lo que tiene, sino por lo que es. Cuando se idolatra el tener, se es avaro, y se opone a la construcción del Reino, se niega a Dios y se destruye al prójimo. Es un gran peligro esta idolatría; quizás sea la más grande tentación de este momento porque los fanáticos de las riquezas, los ídolos del dinero, los que no quieren que les toquen sus privilegios, esconden sus bienes, fortalecen sus alianzas y destruyen a los hermanos. Sólo así se explica la actual violencia, la desigualdad insultante, las mentiras y corrupciones. “Cuanto más se apega el corazón del hombre a este ídolo, más se manifesta el ínfimo grado de subdesarrollo moral”, que consiste en codicia, avaricia, envidia, querer tener más, subyugar a los otros bajo mi riqueza. Esta idolatría destruye al hombre y ofende a Dios. Podríamos  así hablar de cualquiera de otras las idolatrías: del poder, del placer, de la fuerza… todas niegan a Dios y destruyen al prójimo, como continuamente nos lo expone el Papa Francisco.

 



Con razón concluían los obispos en el Sínodo de la Evangelización con estos dos grandes amores, bases del discípulado: “El primero está constituido por el don y la experiencia de la contemplación. Sólo desde la mirada del amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y desde la profundidad de un silencio que acoge la Palabra que salva, puede desarrollarse un testimonio creíble para el mundo”. Necesitamos “llenarnos de Dios” para poder vivir. “El otro símbolo de autenticidad tiene el rostro del pobre. Estar cercano a quien está al borde del camino de la vida no es sólo un ejercicio de solidaridad, sino ante todo un hecho espiritual. Porque en el rostro del pobre resplandece el mismo rostro de Jesús… La presencia de los pobres en nuestras comunidades es misteriosamente potente, cambia a las personas más que un discurso, enseña fidelidad, conduce a Cristo. Al mismo tiempo debe ir acompañado por el compromiso con la justicia, con una llamada que se realiza a todos, ricos y pobres”. En el corazón de la Nueva Evangelización se coloca el mandamiento que es el corazón de toda espiritualidad: amar a Dios y amar al prójimo como a ti mismo.

Hoy revisemos qué idolatrías se han escurrido hasta dentro de nuestro corazón y han hecho a un lado a Dios ¿Qué lugar ocupa Dios en mi vida, en mi mente y en mi corazón? Y también estemos muy atentos a nuestro amor al prójimo, a nuestro compromiso con la justicia y con la verdad, con la fraternidad ¿Cómo amo a mi prójimo?

Padre Bueno, que en Jesús nos has manifestado todo tu amor, concédenos vivir siempre en tu presencia amando a todos nuestros hermanos. Amén.







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |