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La madurez como objetivo de la formación
«Madurez» significa cumplimiento o perfección de nuestra naturaleza, el punto más alto de un proceso de crecimiento y desarrollo.


Por: Escuela de la Fe | Fuente: Escuela de la Fe



La cultura popular suele atribuir a la madurez elementos que no corresponden a su verdadera naturaleza. Hay tres mitos, en especial, entrelazados con las nociones modernas de madurez: invulnerabilidad, infalibilidad, e inflexibilidad.

La madurez no es invulnerabilidad.
Nuestra sociedad presenta a veces la madurez como si fuese una cierta inmunidad de toda tentación o maldad, como si lo bueno y lo malo fuesen cosas de niños. Los adultos suelen creer que ya están “más allá del bien y del mal”. Basta pensar en los carteles colocados en las salas de cine o en los periódicos que anuncian espectáculos “Sólo para personas adultas”. La verdad, por supuesto, es todo lo contrario. Un adulto es maduro precisamente porque no necesita que nadie le diga que debe obrar el bien y evitar el mal. Actúa según sus convicciones personales y su recta conciencia. Una persona madura reconoce sus debilidades. Evita las ocasiones que pueden conducirlo al mal y busca las oportunidades para hacer el bien. Como diría Alexander Pope: «Los necios corren allí donde los ángeles no se atreven ni a pisar». Pensar que la madurez es invulnerabilidad equivale a decir que una persona no puede hacerse daño con una sierra eléctrica simplemente porque es madura. El adulto es capaz de usar herramientas peligrosas de alto poder precisamente porque está alerta ante el peligro y toma las precauciones necesarias para evitar cualquier accidente.

El segundo error es el de concebir la madurez como infalibilidad.
Madurez no significa posesión de todas las respuestas. Nada más lejos de la realidad. Sócrates afirmó que el hombre sabio es aquél que reconoce su propia ignorancia. Mientras más madura es una persona, reconoce con mayor humildad sus límites. «La humildad -como decía santa Teresa de Jesús- es la verdad». Ni más ni menos. Y la verdad es que todos podemos equivocarnos. La persona madura reconoce sus debilidades y no se precipita en sus juicios. Pondera, estudia, consulta y decide con prudencia.

El tercer error consiste en asociar la madurez con la inflexibilidad.
Algunos, equivocadamente, creen que la madurez consiste en una seriedad impasible y en una perpetua rigidez, como si el reír, el gozar de las cosas sencillas y el saber relativizar los problemas fuesen signos de inmadurez. Lo hermoso de la madurez es su armonía. Saber reír, conversar, apreciar a los demás, admirar las maravillas de la naturaleza son capacidades humanas bellísimas y forman parte de la madurez.

La persona verdaderamente madura sabe cuándo es tiempo de ponerse serio y cuándo de tomar las cosas con tranquilidad; no lleva su vida con superficialidad sino guiada por principios claros. El capítulo tercero del Eclesiastés nos ofrece una excelente sinopsis del equilibrio que es fruto de la madurez: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer, y su tiempo el morir... su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar... su tiempo el llorar, y su tiempo el reír... su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar... su tiempo el callar, y su tiempo el hablar...”. Madurez significa tener la capacidad para discernir entre un tiempo y otro, y para saber lo que conviene en cada ocasión.

En el sentido más amplio, «madurez» significa cumplimiento o perfección de nuestra naturaleza, el punto más alto de un proceso de crecimiento y desarrollo. Se trata de un proceso unidireccional, progresivo, no de un simple cambio. El proceso de maduración es un recorrido que culmina en la adquisición de todo aquello que una planta, un animal o un hombre debería ser. Un perro es «más perro» cuando llega a la cumbre de su desarrollo, a su «madurez». Hasta entonces había sido un «cachorro», más tarde será un «perro viejo», de esos que ya no aprenden nuevos trucos. En este sentido la madurez se puede aplicar a las plantas, a los animales, a las personas, incluso a los vinos, a todo lo que se somete a un desarrollo orgánico. Esta definición vale también para la naturaleza física del hombre. Un niño crece hasta que alcanza la madurez; después el cuerpo empieza a deteriorarse. Pero a diferencia de las manzanas y de los osos pardos, el hombre tiene también una naturaleza espiritual, y aquí adquiere la madurez su dimensión propiamente humana, del todo única. En las cosas meramente materiales, la madurez es un fenómeno estrictamente físico; la madurez humana, en cambio, es física, emocional, psicológica y espiritual.

En otro distinto enfoque se entiende por madurez la transformación de las normas y reglas externas en convicciones y principios internos. Este proceso de asimilación se irá dando de forma consciente y libre en la medida en que la persona aprenda gradualmente a reconocer y apreciar ciertos valores. Los niños necesitan que se les vigile, incluso a veces, que se les obligue de alguna manera, para que hagan la tarea o vayan a misa los domingos. Aún no son capaces de comprender el porqué de muchas cosas ni ven la necesidad de sacrificar un placer inmediato en vistas de un mejor futuro. Éstas son cualidades propias de un adulto. Del mismo modo, un adolescente que se fuga del colegio y desperdicia su tiempo, que no sigue un programa de estudios, olvida la moral y se deja llevar por sus pasiones y tendencias «naturales», no puede considerarse maduro. Para el que es maduro no importa quién le esté mirando, ni qué están haciendo o dejando de hacer sus amigos, ni qué dirán los demás. Él lleva las riendas de su vida, siguiendo los principios y las convicciones que él mismo, libremente, ha hecho suyos.

La madurez humana, en su sentido pleno, consiste en la armonía de la persona. Más que una cualidad aislada, es un estado que consiste en la integración de muchas y muy diversas cualidades; es un compendio de valores más que un solo valor. Podemos comparar la madurez con una obra de arte, con un cuadro de Rembrandt o de Velázquez. Los colores se combinan perfectamente. Todo está en su punto: las líneas, las figuras y las formas, la proporción y la perspectiva. Cada pincelada tiene su valor y cada color resulta indispensable para completar y perfeccionar la obra.

Lo mismo sucede con la madurez. Es armonía y proporción, es combinación e integración de cualidades humanas muy diversas en un conjunto orgánico: voluntad, intelecto, emociones, memoria e imaginación; todas las facultades de una persona humana. Pero no basta que estén presentes todos estos elementos; tiene que haber orden y una armonía entre ellos. Sobre la paleta del artista descansan todos los colores, pero no por eso forman una obra de arte. Esta armonía se traduce en la correspondencia perfecta entre lo que uno es y lo que uno profesa ser, y su expresión más convincente es la fidelidad a los propios compromisos. En una persona madura no hay lugar ni para la hipocresía ni para la insinceridad.


b. ¿Quién es la persona madura?

El Concilio Vaticano II en la Optatam totius, nº 11, se nos resume la madurez de una persona en tres aspectos: estabilidad de espíritu, capacidad para tomar prudentes decisiones y rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres. A continuación describiremos otros rasgos que caracterizan a la persona madura.

Es la persona que ha adquirido la capacidad habitual de obrar libremente, es decir, la persona que hace opciones conscientes y responsables, y que nunca después se tiene que arrepentir de ellas, y menos pasarse la vida replanteándose sus decisiones, sin adquirir una seguridad y una certeza válidas sobre ellas. Una esposa de Cristo que quiere reflejar ese corazón de Cristo a las demás, mantendrá en cada momento esa conciencia de que de ella depende el que las otras experimenten el amor de Dios. Apertura que la ha de llevar a superar la diversidad de modos de ser, incluso a buscar a aquellas que por tendencia natural o carácter no son tan gratas (caso de Santa Teresa de Lisieux, que trataba tan bien y hacía tantos actos de caridad con otra que no le caía tan bien, que pensaron que estaba apegada a ella). La vida de comunidad es un magnífico gimnasio de caridad, de donación constante para quien vive con el deseo ardiente y operante de parecerse a Jesucristo. El vivir de esta manera, lleva a satisfacer las necesidades primarias de la persona, en lo que ve a la búsqueda de seguridad, de realización personal, de relación social y de equilibrio afectivo.

Es quien ha adquirido un fácil y habitual autocontrol emotivo con la integración de las fuerzas emotivas bajo el dominio de la razón, es decir, la persona que no vive de sentimentalismo, de impulsos, de tendencias, sino que vive de principios, de dominio personal, de convicciones, aunque a veces las emociones o los sentimientos quieran dominarla.

Es aquella quien elige y prefiere vivir comunitariamente, porque está siempre en actitud de donación, de apertura, de servicio, de entrega a los demás, mientras rechaza todo tipo de egoísmo, de encerramiento, de particularismo, de individualismo. La persona inmadura es una persona terriblemente sola.

Aquella que tiene estabilidad en los proyectos de vida personales en un clima de aceptación y de serenidad. El capricho es la postura de la persona inmadura, de quien quiere todo y no sigue a nadie, de quien se compromete con todo y deja todo.

La madurez exige también de la persona un comportamiento según la autonomía de la propia conciencia personal, es decir, según los dictámenes de su conciencia rectamente formada, a la luz de la ley natural y de la fe. Es madura en este sentido, quien saca de su propia interioridad el sentido y la dirección de sus acciones, y no de los criterios del mundo, de las ideas más llamativas.


c. Los cuatro presupuestos de la maduración.

A todos nos preocupa en la vida encontrar el camino de la felicidad. En el mundo, la gente no trata de otra cosa, sino de cómo ser feliz. Por todo lo visto hasta ahora sobre la madurez, podemos ver que la única persona verdaderamente feliz es la persona verdaderamente madura - quien ha llegado al desarrollo pleno y armónico de su propio ser, lo cual implica llegar a realizar aquello para lo cual fue creada. Vamos a presentar finalmente cuatro supuestos que debemos considerar para asegurar que seamos maduros y felices: la elección de estado, la identidad de vida, la autoconvicción y la integridad.

¿Por qué presupone la elección de estado? Porque la mujer para ser feliz necesita haber encontrado lo que Dios quiere de ella. Partiendo desde el punto de vista de que somos creaturas hechas por Dios, creadas por Dios para vivir unos instantes en la tierra y después volver a Dios por toda la eternidad, la maduración presupone ante todo, conocer la voluntad de Dios Creador sobre mí, que soy creatura. Porque en la medida en que, por una parte, logre desentrañar lo que es la voluntad de Dios para ella, lo que ha sido para ella y lo que viene siendo en cada segundo, en cada minuto, en cada hora de su vida, y en la medida en que, por otra parte, esté correspondiendo a esa voluntad de Dios sobre su vida, en esa medida la persona puede realmente considerarse madura y feliz.

Conocer lo que Dios quiere de mí y hacer lo que Dios quiere en mi vida. Hay muchas personas que a través de los años viven en una tremenda inseguridad, en una indecisión continua, en una búsqueda continua de algo para sentirse tranquilos y en paz, para sentirse realizados. Esas personas se encuentran en ese estado porque no se han planteado con profundidad, con seriedad la pregunta: ¿qué es lo que Dios nuestro Señor quiere de mí?; y porque no han analizado cómo están contestando a esa pregunta sobre lo que Dios quiere de ellos. Desde luego, sin resolver este punto, se avanza en la vida, pero con peligro, con mucho peligro de no encontrar nunca la verdadera felicidad, de no encontrar nunca una completa maduración humana en cuanto a lo psicológico, en cuanto a lo intelectual, en cuanto a lo emocional.

Por eso es sumamente importante y fundamental dar respuesta a esta pregunta. Es importante no sólo de cara a uno mismo, sino de cara a las personas con las cuales la persona consagrada va a trabajar. No se trata simplemente de la vocación a la vida consagrada, se trata de lo que Dios nuestro Señor quiere de nosotros como personas, como seres humanos; lo que Él nos pide para poder realizar el plan que Él ha tenido sobre nosotros en el momento en que nos ha creado.

Es muy importante el momento de la elección. Se supone que quien ha emprendido el camino de la vida religiosa se ha hecho ya la pregunta sobre lo que quiere Dios de ella. Lo que conviene saber es lo que se ha respondido a Dios y si realmente se está correspondiendo a la elección de la que se ha sido objeto; porque si no nos damos cuenta de que Dios nos ha llamado y de que estamos correspondiendo al llamado todos los días, no podremos encontrar de ninguna manera nuestra felicidad y nuestra maduración humana. Podemos pensar que hay muchos hombres que son felices y que no se han hecho esta pregunta. Puede ser que no se la hayan formulado explícitamente, pero de una u otra manera lo han hecho al preguntarse para qué están en este mundo, y, si no han conocido la fe a fondo o no son conscientes de su fe cristiana, han dado la respuesta y a su manera han tratado de seguir aquello para lo que fueron creados por Dios; a su manera y sin plantearse exactamente esta pregunta, van realizándose porque van en la línea directa de la voluntad de Dios.

Hecha la elección, seguido el llamado de Dios, conscientes de este llamado, hemos de buscar siempre ser unas personas auténticas. Si nosotros no somos idénticos, si por una parte sabemos que somos creaturas de Dios y que tenemos un llamado de Dios que implica una serie de compromisos en el orden espiritual, en el orden moral, en el orden material, y por otra parte no somos fieles en el cumplimiento de nuestros deberes como creaturas de Dios, difícilmente podremos lograr nuestra identidad personal. Una de las cosas más peligrosas que pueden ocurrirnos es la división interna. La división interna presupone ya de partida la falta de identidad personal: soy una persona doble, no soy auténtica. Hay una dualidad, y donde hay una dualidad hay siempre una angustia interior muy grande; donde hay dualidad hay siempre falta de paz y de felicidad interior. Por eso hemos de buscar ser idénticos; no debemos ser una cosa ante Dios y querer aparecer otra cosa distinta ante los hombres, ante las superioras, ante las compañeras.

Identidad de vida es sinónimo de autenticidad. La autenticidad es un valor que universalmente cautiva, sobre todo, en un mundo donde abunda tanto la falsificación y donde se han refinado sobremanera las técnicas de la manipulación de la sociedad y de los individuos. La educación en la autenticidad va tan ligada a la propia realización, que de ella dependen en parte los resultados de una vida integrada o identificada con el propio fin y con la propia vocación. ¿Quién es la persona auténtica? Es aquella en quien la expresión de sus sentimientos, tendencias, voliciones y pensamientos procede directamente y en conformidad con su identidad íntima y esencial.

La maduración presupone, también, el hábito o la búsqueda continúa de la autoconvicción y esto es también de una importancia y de una trascendencia vital en nuestra vida. Nada de lo que hagan las superioras, nada de lo que puedan implicar los horarios, los reglamentos, la disciplina externa, nada de todo esto podrá ayudar a la formación de la mujer consagrada, si no hay en ella un profundo convencimiento personal: la autoconvicción. Se debe estar convencida sobre el camino y debe seguirse con la misma decisión. Si no hay autoconvicción, podemos caer en el riesgo de volver a plantear y replantear la problemática de la propia vocación y de la generosidad para con Dios.

Tenemos que ser personas íntegras siguiendo siempre la misma línea de lo que nos marca el querer de Dios. La elección hecha para la propia vida ante el llamado de Dios, ha supuesto la búsqueda sincera y la generosidad suficiente, la fidelidad continua a esta elección; esta generosidad y esta fidelidad hay que mantenerlas siempre firmes y en pie todos los días de la vida para lograr la madurez y para lograr la felicidad. Los cristianos, y máxime las almas consagradas, no tenemos que ir muy lejos para encontrar un modelo de madurez auténtica y un camino seguro para avanzar firmemente hacia ella. Jesucristo, el Hombre perfecto, centro y modelo de la vida cristiana, nos ha dejado un ejemplo consumado de madurez y nos invita a imitarlo.

 

 

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