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Editorial del Número 55 de la Revista In Formarse

Debilidad, culpa y redención
Un rápido vistazo en la cultura de Occidente: desde los griegos hasta nuestros días


Por: Mario Rodríguez, LC | Fuente: Revista In Formarse / Información y Cultura humanista No.55



En algún pasaje de su autobiografía el trapense Thomas Merton plasmó con crudeza el sentimiento que tuvo al percatarse de sus culpas:

He experimentado suficientes cosas, actos y apetitos que justificarían y dejarían caer sobre el mundo las toneladas de bombas que algún día caerían a millones. ¿Sabía acaso que mis propios pecados eran suficientes para destruir Inglaterra y Alemania enteras? Nadie ha inventado una bomba que sea al menos la mitad de poderosa como un pecado mortal – y sin embargo no hay ningún poder positivo en el pecado, sólo negación, sólo aniquilación quizá por eso es tan destructivo, es una nada y donde está presente, no queda nada – sólo un vacío moral. (The seven storey mountain, I, IV).

De uno u otro modo este sentimiento de agobio frente a la gigantez de la culpa y del pecado personal acosa a cada hombre durante su vida. Podrá no cobrar los tintes trágicos del trapense, pero el legado de la literatura universal coincide en ello. Ante la culpa, el hombre está indefenso; necesita ayuda, necesita trascenderse y encontrar el perdón y la redención.

 

Un vistazo por el mundo clásico griego: las tragedias



Nada como las tragedias clásicas griegas reflejan tan nítidamente esta nimiedad del hombre ante la culpa, sea esta personal o heredada. Vemos a un Edipo que por azares del destino comete grandes crímenes: le quita la vida a quien le dio la vida, Layo anterior rey de Tebas; ultraja el cuerpo de la mujer que lo llevó en el vientre, su madre Yocasta.

Quien fue llamado el mejor de los mortales (Sófocles, Edipo rey 46) por el sacerdote tebano, de improviso se convierte en un desdichado, no digno de contemplación (Ib. 1302-1306). Desesperado y en presa a una profunda angustia Edipo se priva de la vista permanentemente, como para no contemplar la desgracia de sus crímenes. De lo más profundo de su espíritu exclama:

...llevadme fuera, por los dioses, y escondedme o matadme o arrojadme a la mar, allí donde no volváis a verme. Acercaos, dignaos tocar a un hombre desgraciado; prestadme oído, no temáis, pues mis desgracias ninguno de los hombres, salvo yo, puede sufrirlas (Sófocles, Edipo rey 1410-1415).

Impotencia y vulnerabilidad ante la culpa y el destino que ésta acarrea, así podríamos resumir el sentimiento del espíritu griego que nos reflejan las tragedias. Similares realidades percibimos en Áyax, cuando fuera de sí y abandonado de todos deja caer su peso sobre el filo de su espada, no podía cargar con el oprobio de haber sacrificado animales utilizando la espada que Héctor le diera.

De igual modo la historia de Agamenón parece sólo una avalancha de desgracias y culpas irredentas. Este rey estaba dispuesto a partir y luchar contra los troyanos, pero el viento no le favoreció. Estando anclada la flota en Áulide, Agamenón ofrece en sacrificio a su propia hija Ifigenia. Clitemnestra asesina a Agamenón con la ayuda de su amante Egisto. Este crimen no queda impune, sino que Orestes con la complicidad de Electra realiza la venganza de su padre matando a su propia madre. A este no le queda más que un huir perseguido por las Furias. Ante esta cadena de culpas, delitos y agravios parece ser que no hay solución. ¿Cabe esperar redención y no venganza?



Pareciera que la sangre de los mortales que irriga el suelo es el único modo de remisión de la culpa. Pero hay una inquietud por la esperanza en el fondo de la tragedia. Ovidio nos deja este resquicio de esperanza ante la muerte de Ayax, el germinar de una flor:

La expulsó el propio crúor, y enrojecido de sangre el suelo

purpúrea engendró del verde césped una flor,

la que antes había de la herida del Ebalio nacido.

Una letra común en el medio, al muchacho y a este varón,

inscrita está de sus hojas, ésta de su nombre, aquélla de su queja

(Ovidio, Metamorfosis, XIII 394-8)

 

En la versión de Ovidio sobre el mito de Orestes, este último es perdonado por el voto divino de Atenea. Estamos tocando las fronteras del pensamiento clásico. Un grito de ayuda a lo trascendente es quizá el legado más esperanzador de la cultura griega.

 

La Biblia y la tradición judía

También en el mundo semítico la culpa y la debilidad humana hacen su aparición, claro está bajo tonalidades diversas que dejan entrever horizontes más prometedores de redención. Los salmos y los libros proféticos rebozan de confesiones de propia culpa, de reconocimiento del propio pecado; pero sobre todo de petición de perdón al Señor, Dios de Israel.

El pasaje en que el rey David en conversación con el profeta Natán reconoce su culpa y su pecado es esclarecedor. Narra el segundo libro de Samuel que “cuando los reyes solían salir en campaña” David permaneció en la seguridad del palacio real. Aquí comienza la cadena empezando por la debilidad, que llevará a perpetrar crímenes y culpas rojos como el carmesí (Is 1, 18). Esta debilidad coloca a David en una posición vulnerable ante las tentaciones, ante el riesgo de la culpa que de hecho se realiza acto seguido. A esta mujer casada con Urías la lleva a su lecho y de esta relación engendra a un hijo. Para tapar su crimen el rey manda traer a Urías para que duerma con su esposa. Es sobresaliente la penetración psicológica del pasaje. David cree poder disminuir su culpa, cree que es capaz de hacerla disminuir por sus propias fuerzas. Y se equivoca.

Luego David llamó a Urías para que se presentara ante él. Urías comió y bebió con David hasta que David lo emborrachó. Pero Urías seguía sin irse a su casa, sino que esa noche se quedó de nuevo donde dormían los siervos del rey (2 Sam 11, 13).

Ante la reticencia de Urías, David cree salir de la encrucijada en que se había metido enviándolo al frente de batalla, donde el combate fuera más duro. Allí se cumplen sus designios y Urías muere en combate. Hasta aquí a los ojos del rey israelita el problema ha quedado resuelto. Ha enterrado su culpa en lo más hondo de la conciencia y se dispone a continuar su vida como si nada hubiese sucedido. Pero Dios salió a su encuentro.

Esta es quizá la nota característica del pueblo escogido: la iniciativa divina incluso también en momentos de pecado. ¿No fue el mismo Dios quien tras la caída de nuestros primeros padres nos prometió un Salvador (cf. Gn 1, 13-24)?

El resto de la historia nos es conocido. El arrepentimiento de David nos ha legado uno de los himnos penitenciales más hermosos de la historia del mundo: el Miserere (Ps 50). Donde a la vez que hay un reconocimiento de la propia culpa “tengo siempre presente mi pecado” hay una conciencia de haber ofendido a Dios “contra ti solo pequé” y sobre todo una petición de ayuda: “líbrame de la sangre”, “reconstruye las murallas de Jerusalén”.

La esperanza que asomaba apenas en el mundo griego y que dio sus primeras luces en el Israel del Antiguo Testamento llega a su plenitud con el cristianismo.

 

La irrupción del cristianismo

Podrían analizarse los evangelios que nos relatan los acontecimientos de la vida de Cristo en clave de los encuentros de Dios hecho hombre con las personas de su tiempo. Así a la culpa de la mujer samaritana que ha tenido cinco maridos y convivía con otro hombre (en total 6, número bíblico de la imperfección), Jesús le promete el agua viva, aquietar su sed de comprensión y amor. A la mujer adúltera la despide pidiéndole que no peque más, pues el pecado es la fuente de todo mal personal, comunitario y cósmico.

Dos de sus discípulos se verán cargados de culpa al traicionar al maestro. Uno se deja interpelar por su mirada y comienza en las lágrimas el largo camino de conversión; el otro desesperará ante la inmensidad de su pecado, sin prestar atención a la todavía mayor compasión divina de su maestro.

También la debilidad física, la vulnerabilidad social son redimidas por Jesucristo: las historias del paralítico, de Zaqueo, del ciego Bartimeo, del hombre de la mano tullida ponen de manifiesto el binomio debilidad/necesidad de redención profunda, pues no sólo los libró de las miserias físicas, sino que generalmente los despidió con la entonces escandalosa fórmula “tus pecados te son perdonados”.

Igual experiencia adquiere a lo largo de sus correrías el apóstol de las gentes: “mi fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Cor 12,9); “cuando soy débil entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10); “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). Estas no son sino algunas de las expresiones más conocidas de este hombre pecador que experimentó el perdón y la redención (cf. Gal 1, 13-24).

Otro tanto San Agustín manifestará en el seno de una tradición que lo precede y que perdura todavía hoy. Ese ilustrísimo Sero te amavi, en que se rinde la debilidad humana (ceguera, sordera, sed) ante la fortaleza de la gracia queda como marco estructural de sus Confesiones:

[...] y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz (S. Agustín, Confesiones, X, 27).

No de otro modo un contemporáneo suyo, que desgarró los límites de la ecumene, escribirá en su Confesión: San Patricio. Un joven de alcurnia que secuestrado por piratas es conducido a Irlanda, donde vive en esclavitud por varios años, ahí conoce la debilidad humana, pero al mismo tiempo la presencia ignorada de Dios en su vida. Liberado del yugo de la servidumbre y del pecado vuelve en aras de la libertad a esa isla para transmitir el Evangelio, una vez ordenado sacerdote. Esto no sin antes el arrepentimiento profundo de su culpa y el perdón divino. Tesoros que han llegado a nosotros en el rústico latín de la Confesión de San Patricio: Ego Patricius peccator.

Esta conciencia de la propia debilidad y sobre todo del propio pecado ante el Creador se mantiene muy viva en la tradición cultural occidental durante la Edad Media. Baste traer a colación el número cada vez mayor de peregrinaciones que se realizan con el avanzar del medioevo: Compostela, Jerusalén y los lugares sacros y la Ciudad Eterna. Este espíritu llega a plenitud en el Jubileo del año 1300. Éste quedó de tal modo grabado en la conciencia de la cristiandad, como bien nos lo transmite el historiador Luis Suárez:

Pocos años más tarde, en 1300, el Papa Bonifacio VIII, recapitulando el espíritu que acompañaba a las peregrinaciones, tomó otra importante decisión: dispuso que en adelante se considerara Año Santo aquel que señala el fin de cada siglo y su tránsito al otro. La memoria hebrea entraba también aquí en juego. El perdón general, la radical lustración del alma, antes reservada exclusivamente a las tres peregrinaciones mayores, se asignaba ahora a un acontecimiento: todos los hombres tendrían ahora la oportunidad de enderezar la ruta —pronto se vio que no bastaba un Año Santo cada siglo pues debía hacerse accesible a cada existencia humana—, eliminar las reliquias de sus pecados (el reato de pena que deja la culpa después de confesada) y convertirse, es decir, volver al camino como si recién entonces se iniciara. Lo notable del episodio, demostración de lo cerca que se hallaban las raíces de la europeidad, fue el éxito alcanzado: verdaderos ejércitos de romeros emprendieron el viaje a la Ciudad Eterna. Las ofrendas se acumularon, día y noche, sobre la tumba de san Pedro (L. Suárez, La construcción de la cristiandad europea 36).

 

La erosión de la culpabilidad en la edad moderna

El sentido de debilidad y culpabilidad es fuertemente erosionado durante la edad moderna, con sus pretensiones de autonomía de la razón, de libertad absoluta y de inmanencia tácita. En el culmen la edad moderna presenta soluciones intramundanas a problemas trascendentes y por ende lleva a despreciar tales problemáticas sustituyéndolas con cuestiones de orden terreno (Schall, The Modern Age 129).

Tomemos por ejemplo a Rousseau, quien con el mito del buen salvaje culpa a la sociedad de corromper al hombre con sus vicios y costumbres. El fenómeno que sucede aquí es de importancia mayúscula: si anteriormente la causa del mal en las personas era interna a ellas mismas (i.e: su mala voluntad, su pecaminosidad, etc), ahora la causa del mal es extrínseca a la persona: la sociedad, las modas, los hábitos y las costumbres. El hombre no es más culpable, sino la sociedad, lo externo. Las consecuencias de este vuelco en el pensamiento son de esperarse: si la causa del mal no es personal, entonces da igual lo que el individuo haga, porque no es imputable.

¿Conque no es una misma la verdad, pensaba yo, y lo que para mí es verdad, puede ser mentira para otro? Si es uno mismo el método del que sigue el camino recto y del que va extraviado, ¿qué mérito o qué culpa tiene más uno que otro? Siendo su elección un efecto de la casualidad, es una iniquidad imputársela, es recompensar o castigar por haber nacido en tal o cual país. El atreverse a decir  que Dios nos juzga de ese modo, es agraviar su justicia (Rousseau, Emilio 284).

De aquí se puede llegar a conclusiones nefastas, como se ha demostrado en siglos pasados y actualmente se manifiesta: El totalitarismo y el relativismo individualista (sean estos morales, intelectuales, sociales) son las dos caras de una misma moneda:

El hombre de la naturaleza lo es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que no tiene más relación que consigo mismo o con su semejante. El hombre civilizado es una unidad fraccionaria que determina el denominador y cuyo valor expresa su relación con el entero, que es el cuerpo social (Rousseau, Emilio 8).

Sin embargo, al perder el sentido de la propia culpabilidad, por suerte de una extraña venganza, se pierde así mismo el sentimiento de debilidad, el sentido de pecado, que en última instancia le recuerda al hombre que es limitado y que necesita un auxilio exterior y superior. No hay perdón, donde no hay nada que perdonar.

 

La necesidad perenne de redención, la contemporaneidad

El deseo y las ansias de redención son proporcionales a la conciencia de la propia culpa. A pesar de los intentos freudianos por desterrar el sentimiento de culpa a un fenómeno psíquico meramente causado por el desajuste de las pulsiones de vida, en la contemporaneidad se acrecientan las señales de esta perenne necesidad. Perenne porque humana.

Mitch Albom lo plasmó de modo magistral en su novela “Un día más”, en la que el personaje principal en un intento de suicidio en automóvil despierta teniendo un día más en compañía de su ser más querido: su madre. Ésta le muestra que el amor de una madre no es condicional,  no depende de lo bueno que uno sea. Así este reportero de deportes pasa a perdonarse a sí mismo a través del perdón que le da su ya difunta madre. El desenlace de la obra es excepcional en este sentido: No solo la culpa genera más crimen, sino que el perdón también engendra frutos de misericordia y compasión. Otros botones de muestra de esta necesidad de redención del hombre contemporáneo se nos muestran en la pantalla con Wild o Birdman, ejemplos grandes de perdón con Unbroken.

Pero no podemos auto limitarnos al ámbito literario y cultural. También en las correrías de este siglo se vislumbran atisbos de redención y de conciencia de la propia culpabilidad. Consideremos como hito histórico la publicación de la fotografía tomada por Nilufer Demir del pequeño Alan ahogado en las costas turcas. El sentir público fue de inmediata repulsión, de vergüenza. De hecho, el artista indio Sudarsan Patnaik nos lo dejó claro con una de sus más recientes esculturas. El drama y la culpabilidad por la omisión (la frase “la omisión también mata” podía leerse en las estaciones del metro en Barcelona) despertaron un sentimiento generalizado: el desengaño.

En este mundo que proclama la hermandad universal globalizada, la comodidad de algunos se construye con el sufrimiento de muchos otros. Digamos que del acomodo de no sentir culpa alguna se pasó a una especie de culpa colectiva, que, sin embargo, ha provocado escasa respuesta efectiva (proporcionalmente hablando por supuesto) para redimirla.

 

Conclusión: la profecía de Dostoyevskij

Se puede afirmar en resumidas cuentas que la culpa y la debilidad son patrimonio de la natura lapsa del hombre. Y sin ambages también se ha de afirmar que no todo queda ahí, ¿no exclama acaso jubilosa la Iglesia en su misa más solemne “O felix culpa”? Esta realidad de la redención la captó de manera única y personal Fiodor Dostoyevskij.

Mientras Raskolnikov cumple su condena por asesinato en Siberia acompañado de la inocente Sonia.

Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba.

La conclusión de la novela Crimen y Castigo parece, en palabras de Henri de Lubac, una auténtica profecía (cf. De Lubac, Le drame de l ?humanisme athée IV).

Raskolnikov ignoraba que no podría obtener esta nueva vida, sin dar nada por su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y heroicos esfuerzos...

Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su regeneración progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad totalmente ignorada (final de Crimen y Castigo).

Sabemos que sólo el Amor es digno de fe, para decirla a una con Von Balthasar, sólo el amor es capaz de redimir por completo al hombre, de sacarlo de su culpa y de resucitarlo. Este Amor nos ha sido manifestado en una persona: Jesucristo. ¿No son circunstancias y tiempos estos que necesitan un renovado esfuerzo por transmitir el Amor redentor de Dios?

 







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