El Padre Misericordioso
Fuente: Tiempos de Fe, año 1, No. 3, Marzo-Abril 1999.
El Padre Misericordioso
Para muchos el sacramento de la Reconciliación no tiene ningún sentido. Porque para el hombre el perdón es muy difícil de entender. Los seres humanos con su soberbia no poseen la inclinación de perdonar. Como es muy común que se piense en Dios, según los parámetros humanos, al hombre le resulta difícil, en muchas ocasiones, comprender que Dios siempre perdona.
Dios al hombre en absoluta libertad, ofreciéndole su infinito amor, pero nunca, imponiéndose. Por ello, al crear al hombre y a la mujer, les dice pueden hacer lo que quieran, menos comer del árbol del bien y del mal. Él quería que ellos correspondieran a su amor por propia decisión.
El hombre, haciendo mal uso de su libertad y queriendo ser como un dios, desobedece el mandato en un acto de soberbia y rechaza el Amor de Dios. A partir de este momento, entra en la vida del hombre el drama del pecado original con todas sus consecuencias. Uno de sus gestos de amor más grande ha sido la promesa de mandar de la descendencia de Eva a un salvador que le aplastaría a la serpiente. Dios no tiene ninguna obligación de salvar al hombre, pero su amor infinito fue el que lo llevó a liberarlo de pecado, para ello, envío a su hijo.
A través Antiguo Testamento, vemos como la “misericordia de Dios” se pone de manifiesto, sea por medio de palabras, sea por medio de actitudes misericordiosas y amorosas hacia todas las creaturas. Ejemplo de ello son los Salmos. Paciente y mise-ricordioso es el señor, lento a la ira y rico en clemencia. El señor es bueno con todos su ternura se extiende a todas las creaturas” “El Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso”. Es comparado con un buen pastor que cuida de su rebaño, que lo guía y está pendiente de él. “ El Señor es mi pastor; nada me falta”.
En el Nuevo Testamento encontramos la manifestación de la misericordia de Dios en la persona y en las obras de Jesucristo. El Papa, Juan Pablo II nos dice que “Cristo no solamente habla y explica la misericordia de Dios que se encuentra en el Antiguo Testamento sino que le da un sentido, la encarna y la personifica. Él es, de cierta manera, la misericordia”.
Jesucristo es el rostro misericordioso del Padre, “rico en misericordia” Toda su vida, desde el momento de su nacimiento hasta su resurrección, es la manifestación absoluta de la misericordia de Dios. Su motivación para curar, para atender, para consolar a los más necesitados era la misericordia, el amor.
Si pensamos en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo, vemos que en este suceso se encuentra el culmen de la revelación de la misericordia divina.
El hijo que se ofrece al Padre misericordioso, en el Espíritu Santo. Dios envía a su Hijo por amor y por amor el Hijo se ofrece al Padre.
No obstante que los hombres cometieran muchas infidelidades. Dios siempre permanece fiel a sus promesas. Esto nos debe llevar a reflexionar sobre nuestra propia misericordia. Si estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, debemos de ser misericordiosos como Él, Cristo mismo nos lo dice: Sed misericordiosos como es misericordioso su Padre celestial”.
Dios nunca se desespera como nosotros, siempre tiene esperanza en nuestra conversión y arrepentimiento. Una manifestación clara de ello . misericordia. El Padre de esta parábola, es un padre amoroso y compasivo, que está lleno de esperanza al retorno de su hijo. Es un padre que perdona al hijo menor que se aleja de él y que comprende al hijo mayor, lleno de resentimientos y de soberbia. Dios Padre sufre cada vez que uno de sus hijos se aleja, con cada oveja extraviada, pero siempre está dispuesto a perdonar.
Sería conveniente meditar en esta parábola para saber con cuál personaje nos identificamos. ¿Soy el hijo menor que, angustiado, desea un cambio y se aleja de la casa del Padre, sim entender que solo en ella se encuentra la verdadera felicidad? O, ¿soy el hijo mayor, supuestamente “el hijo fiel” celoso y egoísta que no acepta la compasión y el perdón del Padre? O, ¿acaso soy el Padre, lleno de amor, bondad y misericordia, esperando ansiosamente el regreso del hijo y la conversión del hijo mayor, dispuesto a perdonar siempre? No importa cuál sea la conclusión a la que lleguemos, lo importante es que estemos convencidos que Dios está dispuesto a abrazarnos siempre y que Él es nuestra verdadera esperanza. Dispuesto a ayudarnos para que nos salvemos.
Todos los que hemos escuchado la Palabra de Dios, nos encontramos en una encrucijada, se exige una respuesta por parte nuestra. Amar o rechazar a Dios. Es una invitación y a la vez en un desafió. La respuesta de amar implica amor hasta la muerte, ser partícipes de la cruz de Cristo. Hay que vivir unidos a Jesucristo.
El Bautismo nos hace posible la relación íntima con Dios, por medio de él quedamos consagrados a Dios. Desgraciadamente, los hombres, aún después de bautizados, pecamos. Jesús mismo nos habla de la actitud pecaminosa de los “hermanos”.
Nos manda a reconciliarnos con nuestros hermanos. “Sí, pues, al momento de presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda delante del altar, y vete a reconciliarte con tu hermano, luego vuelves y presentas tu ofrenda”.
Por lo anterior. Cristo en su infinita misericordia instituye el sacramento de la Reconciliación. Esta reconciliación no sólo supone la reparación de las ofensas de las personas, sino también la reparación de las heridas ocasionadas a la Iglesia por el pecado de los hombres.
El hombre no puede lograr la salvación por sí mismo. La salvación no es una cuestión privada entre el hombre y Dios, a pesar de que muchos piensan así. Todo lo que cada cristiano haga afecta a los demás miembros de la Iglesia.
Teniendo el poder de atar y desatar, otorgado por Cristo, la Iglesia como mediadora que es, celebra el sacramento de la Reconciliación para la purificación y salvación de sus miembros pecadores. A través de este sacramento los fieles encuentran el perdón y la misericordia de Dios. Las penitencias impuestas a los pecadores que se deben cumplir en reparación de los pecados, son con la finalidad de hacernos comprender la gravedad del pecado y sus consecuencias para el Cuerpo Místico.
Uno de los Mandamientos de la Iglesia obliga a la confesión de los pecados cuando menos una vez al año. Ese mandamiento no lo debemos de tomar como una carga que la Iglesia nos impone, sino como una ayuda para no apartarnos cada vez más de Dios.
Todo pecado mortal rompe nuestra amistad con Dios y nos impide el acercarnos al sacramento de la Eucaristía y la participación plena en la vida de la Iglesia. Por lo tanto, el mandamiento debe de despertar en nosotros un sentido de gratitud. Obviamente, lo óptimo es la confesión frecuente para poder alcanzar todas las gracias que el sacramento nos da. Especialmente cuando se ha pecado gravemente.
Es importante tener un sentido del pecado, que no hay que confundir con el vivir continuamente con un sentido de culpa. Desgraciadamente, en la actualidad, se ha perdido el sentido del pecado. Siendo que a mayor sentido del pecado, mayor será nuestra alegría por haber sido perdonados. El estar sumergidos en la culpa es consecuencia del rechazo del amor.
El mundo de hoy ha tratado de eliminar la idea del pecado, pues el pecado incomoda y en un mundo en que se busca la comodidad esto es algo muy lógico. En muchos casos ya ni se menciona la palabra “pecado” se le sustituye por la palabra “faltas” “errores” “defectos” etc. Estemos conscientes el pecado existe, pruebas tenemos por doquier, el mismo Cristo nos lo dice. Y el pecado nos aparta de Dios.
En este año dedicado a la reflexión sobre Dios Padre, la catequesis sobre el sentido del pecado y sobre la misericordia de Dios se convierte en una necesidad. Juan Pablo II, en su Carta Tertio Milennio Adveniente nos hace un llamamiento a la auténtica conversión, que conlleva un aspecto negativ, en cuanto la liberación del pecado y un aspecto positivo que nos hace elegir el bien ante todo lo demás. Para ello es hay que comprender el sentido del Sacramento de la Reconciliación.
Necesitamos que nuestra apertura a la gracia del perdón crezca. De esa forma, nuestra vida cristiana será más y mucho más alegre, al no tener peso sobre nuestros hombros de los pecados cometidos. Muchos hemos tenido la experiencia de salir de un confesionario sintiéndonos más ligeros físicamente. No dudemos en acudir al sacramento. Estemos alertas para poder detectar las mociones del Espíritu Santo, que nos llama al confesionario. Cuando acudimos a confesarnos, no creamos que la iniciativa la tuvimos nosotros, no seamos tan soberbios. La iniciativa es siempre de Dios, quien por medio de su Espíritu nos otorga la gracia de reconocernos pecadores.
Algo que nos puede ayudar es el cultivo de la virtud moral de la penitencia. Que es aquella virtud por la cual el pecador se arrepiente de los pecados cometidos. Una vez arrepentido lo lleva a tener el propósito de no volver a cometerlos y a hacer penitencia, es decir, hacer algo en reparación de ellos. Esta virtud provoca en nosotros un dolor en el alma por haber ofendido a Dios.
Igualmente, debe de brotar en nosotros la virtud de la humildad. Esa virtud que nos hace sentirnos creaturas, reconocer todas nuestras imperfecciones, nuestros pecados y pedir perdón al Creador. La humildad es una virtud necesaria para el Sacramento de la Reconciliación.