Menu


Los retos de hoy y los retos del mañana para el mundo
El número de aquellos que han sido sobrepasados y marginados por el progreso continúa siendo significativo


Por: Alfredo Garland Barrón | Fuente: CEC



(Catholic.net, 7 septiembre, 2016).- El mundo moderno constituye una paradoja. Gracias a los adelantos que ocurren en campos como la salud, la educación y la comunicación, son cada vez más las personas que gozan de bienestar. Sin embargo, el número de aquellos que han sido sobrepasados y marginados por el progreso continúa siendo significativo.

En un documento paradigmático, el Papa Francisco llamaba la atención sobre esta desigualdad: «Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad»(1).

Todo ello ocurre durante un cambio epocal, que ha generado progresos enormes en ámbitos como la tecnología, el desarrollo científico, y la expansión del conocimiento y de la información. Pero es justo preguntarse con el Papa Francisco, ¿cuánta violencia suscita esta situación de exclusión y de inequidad? (2).

Ciertamente, sí. La paradoja está en que quizá en ningún otro momento de la historia humana el hombre ha estado mejor capacitado para beneficiarse con el progreso. ¿Qué lo detiene? Están las bajezas de la naturaleza humana, que inducen al egoísmo y a la desnaturalización de los buenos propósitos. Podríamos referirnos a una fragmentación de lo humano, donde los valores son desplazados por los intereses funcionalistas: lo que sirve, adquiere importancia; mientras que lo que se considera inútil, se descarta. Se trata de un rasgo característico de la época posmoderna, distinguida por el escepticismo epistemológico y el nihilismo metafísico, donde se duda de la existencia de lo real, de la capacidad de conocer la verdad. Donde la realidad se reemplaza por la subjetividad. Este proceso conlleva a un pensamiento débil, que limita el dinamismo encaminado a buscar el bien común.

El filósofo y sociólogo germano Jürgen Habermas, defensor del estado secular, advertía sobre la descarrilada secularización de la sociedad Occidental en su conjunto (3). En el año 2004 Habermas se unió a su compatriota, el Cardenal Joseph Ratzinger, para llamar la atención sobre el problema de la “nueva moralidad”, que él denominaba “pseudo-secular”. El no-creyente Habermas y el religioso Ratzinger coincidían en que la cultura de Occidente contiene una tradición religiosa que no puede desconocerse sin prescindir de la ética y de innumerables realizaciones que sustentan aquella civilización.



Habermas observaba correctamente que una cultura que abandonaba sus tradiciones religiosas, apoyándose solamente en una comprensión estrictamente secular de las cosas, dejaba de confrontar efectivamente la instrumentalización de la vida humana:

“El Cristianismo ha funcionado más como un precursor que como un catalizador para la auto comprensión normativa de la modernidad. De su igualitarismo universalista se desplegaron los ideales de libertad y de vida colectiva solidaria, la conducta autónoma emancipada, la moralidad individual de la conciencia, los derechos humanos y la democracia. Estos son el legado directo de la ética judeo-cristiana de justicia y del amor cristiano” (4).

La realidad cultural que permite estos descarrilamientos que inquietaban a filósofos como Habermas, responde a un secularismo que, a diferencia de los ateísmos del pasado que podían confrontar a la persona con serias interrogantes sobre su existencia, lo inducen a una indiferencia preocupante.

Para este pensamiento posmoderno «Dios no es más un problema relevante», evidenciaba el Cardenal Franco Ravasi, Presidente del Pontificio Consejo para la Cultura. «Incluso la batalla contra la religión ya no es necesaria. De esta manera ocurre la aceptación de una vida que ya no plantea cuestionamientos sobre la conciencia de lo correcto o de lo incorrecto» (5). El Papa Francisco se aunaba a esta preocupación: «Ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien» (6).

Hace unos años, Benedicto XVI recordaba a los académicos y parlamentarios ingleses que el progreso en Occidente se vio favorecido, en gran medida, por el diálogo entre la secularidad y el pensamiento religioso: «Deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe –el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas– necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización»(7). Este intercambio, opuesto a la tendencia secularizante de excluir la fe, o al menos de recluirla al ámbito privado de las creencias personales, constituye un medio adecuado para superar las tentaciones sectarias y los fundamentalismos, que por igual ocurren en el ámbito de los credos religiosos, o de las ideologías políticas.



La idea de la verdad es absolutamente vital, tanto para la cultura como para la fe cristiana. El teólogo Wolfhart Pannenberg percibía que la ruptura del concepto de la verdad, como su desvinculación de la realidad, era «la clave para legitimar la cultura secularizante por encima de la fe cristiana, ya que la idea de la verdad toca lo que constituye la más grande vulnerabilidad del secularismo, la extrema inseguridad de saberse construido sobre bases subjetivas y falibles»(8).

Pannenberg, un profesor luterano de teología sistemática en la Universidad de Munich, atribuía gran parte de los prejuicios anti-cristianos a una lamentable ignorancia de la fe: «Lo que prolifera en el medio secular es un severo desconocimiento del cristianismo, de su historia, de sus enseñanzas, y de sus textos sagrados. Ya no se trata de rechazar las creencias cristianas, porque gran cantidad de personas ya no tienen la más vaga idea de lo que dicen» (9).

Cuestionando la opinión corriente del imparable progreso de la secularización y el arrinconamiento de la fe cristiana, Pannenberg apreciaba que esta tendencia cultural enfrentaba problemas severos, concretamente el orden social secularizado había suscitado un creciente sentimiento de sinsentido.

Existe un vacío en el núcleo mismo de la vida cultural y política que origina demostraciones violentas de insatisfacción, por lo que el teólogo consideraba difícil predecir el futuro de la sociedad secularizada. «Mientras las personas se sientan seguras del confort que les proporciona la opulencia, estarán dispuestas a tolerar aquellas tensiones (…) Los fundamentos y circunstancias de la moderna sociedad secular son más precarios de lo que se quisiese reconocer. Quienes avizoran los peligros de legitimación reclaman una reafirmación de las tradiciones que originalmente constituyeron nuestra cultura, concretamente sus raíces religiosas (…) Por ello, de la parte cristiana, la manera más absolutamente incorrecta de responder a los retos del secularismo es la adaptación de las tradiciones a los estándares del lenguaje, del pensamiento y la manera de vida del secularismo» (10), enjuiciaba Pannenberg.

Una de las características de esta inconsciencia cultural es un “agnosticismo de lo cotidiano” que deja heridas espirituales profundas. Sin el sustento divino, los valores pierden su universalidad. El prejuicio escéptico –“bias” en inglés– hacia la religión y, fundamentalmente, la pugna con Dios Padre de la Revelación, empobrece el entorno donde la persona debe desplegar virtudes como el amor a la vida, la generosidad y la nobleza. En esta circunstancia se tiende a abandonar la búsqueda de perfección, y se relativiza la verdad, sustituyéndola por la propia “verdad” subjetiva. Aquella senda conduce a una indiferencia egoísta, o quizá a un nihilismo destructivo.

El agnosticismo vigente hoy día en los pueblos que comparten la cultura Occidental intenta impulsar un olvido meteórico de aspectos esenciales de nuestra civilización. Es imposible negar que la fe cristiana haya desarrollado los derechos humanos y la educación ética. Sin embargo, se habla de una moral “post-cristiana”. Incluso se anuncia que naciones de sustento cultural e histórico cristiano habrían pasado al estatus “post-cristiano” (11).

Precisamente el yerro fundamental del agnosticismo secularizante descansa en su indiferencia ante el carácter trascendental de la persona y, por lo tanto, de su significación final como ser humano. Para aquel pseudo-humanismo el hombre constituye un ser totalmente autónomo, ausentado de los dinamismos fundamentales de comunión y participación con el Señor de la Historia.

A pesar de que el anti-catolicismo constituye uno de los prejuicios aceptables para el pensamiento secularizante, es difícil negar la impactante deuda que posee la cultura con la Iglesia católica. Basta nombrar las universidades, las obras de caridad, las leyes internacionales favorables a la persona, el arte, las letras y la promoción de las ciencias.

En otro discurso a agentes de la cultura, el derecho y la política en Alemania, el entonces Papa Benedicto XVI destacaba el vínculo histórico que tenía la civilización de Occidente con las enseñanzas cristianas:

“Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma (…) Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico”(12).

En su testimonial obra “La Sal de la Tierra”, el Cardenal Ratzinger enumeraba aspectos constitutivos de nuestra forma de vida que se sustentan en la historia cristiana. El Papa Benedicto XVI recordaba, por ejemplo, que «el modelo democrático procede de la constitución monástica, con sus capítulos y votaciones. La idea de derechos iguales para todos encontró ahí su forma política»(13).

En una atmósfera abarrotada de indiferencia, el hombre culmina por aferrarse a un optimismo ingenuo en el vano intento de evadir el encuentro con aquel que está en capacidad de responder a las interrogantes más profundas: de Dios, como Padre y Creador.

La tradición cristiana ha enseñado que la persona necesita recurrir a la Revelación del Padre Amoroso para obtener las respuestas fundamentales. Siempre preocupado por los temas de la cultura y su relación con la persona, el Santo Juan Pablo II enumeró en la encíclica “Fides et Ratio” las incógnitas trascendentales a las que responde la Revelación de Dios: «El problema del mal y del pecado, el sentido del sufrimiento, la identidad personal de Dios, la respuesta a la pregunta sobre el significado de la vida y la revelación de la interrogante metafísica radical: ¿Por qué existe algo?»(14).

El escepticismo y la indiferencia de la cultura post-moderna ahondan las vacilaciones del “hombre autónomo”. Las consecuencias de la abdicación de la fe se plasman en las rupturas del pecado, que constituye un atentado contra el propio ser humano, el anti-amor, el mal, la injusticia, la muerte, la violencia, el odio y el temor. ¿Pero, a que fe nos referimos? El sentido de la fe fue aludido por el Cardenal Ratzinger en su diálogo con Habermas, por ejemplo. En este contexto existen patologías que deben evitarse, como una razón sin fe, así como una fe sin razón.

El ensayista norteamericano Lance Morrow señalaba la fatuidad de negar la existencia del pecado cuando éste se desplazaba por el mundo, alentado por la irresponsabilidad. «Los hijos de la Ilustración a veces poseen una inadecuada visión de las posibilidades de la “oscurantización”. La cuestión está en qué forma existe y cómo opera el pecado»(15), alertaba Morrow. Citaba a la filósofa Hannah Arendt, quien decía que el pecado podía cubrir y asolar todo, precisamente porque se extendía como una infección bacteriana por la superficie del planeta (16).

 Los retos del Post-Modernismo: salir del aletargado secularismo

¿Qué ha permanecido de la Ilustración y del Modernismo, fundado en la Ilustración? Algunos de sus “profetas” erraron de manera estruendosa, como Voltaire, quien predijo que para el año 1810, Dios ya no existiría en la conciencia humana. Tras las huellas de François-Marie Arouet, “Voltaire”, aparece, a principios del siglo XX, el sociólogo Max Weber, quien también adelantó la “muerte de la fe religiosa”, proceso que describió como la “liberación” de la mente moderna de lo sobrenatural.

Más bien la Modernidad ha dado paso a una visión post-moderna, caracterizada por un cansancio del dominio de la razón, donde abunda «una gran dosis de indiferencia y de vacío, de escepticismo y de relativismo, y de ausencia de ilusión ante el futuro»(17). Un pensamiento que se asume “vencido”. Que en su transitar intentó postular la “muerte de Dios”, y la desacralización del mundo. Una época en que el pensador Gianni Vattimo reclamó «tomarse en serio, llevando hasta las últimas consecuencias la experiencia del olvido del ser, la negación de la metafísica, y la muerte de Dios; la negación de todo fundamento del valor, y la afirmación del agnosticismo y del nihilismo radical»(18).

El siglo XXI sufre una experiencia continua de quebrantos. Nuestro tiempo atestigua una grave frustración frente a la caída de las esperanzas seculares, impulsadas por la creencia ilustrada de un progreso indefinido. Día a día nos estrellamos con desilusiones suscitadas por los vacíos de la cultura post-moderna, y su inclinación a las cosmovisiones fragmentadas, claro impedimento para percibir la realidad.

En una penetrante crítica a las visiones posmodernistas, el filósofo Daniel Dennett declaró: «El posmodernismo, escuela de “pensamiento” que proclamó “no hay verdades, sólo interpretaciones”, se ha hundido en lo absurdo, pero ha dejado tras de sí a una generación de académicos, descalificados por su desconfianza en la idea misma de la verdad, y por su falta de respeto ante la evidencia, conformándose con coloquios, donde se afirma que nadie es malo, y que nada puede comprobarse»(19).

Las profecías del “Siglo de las Luces” se han estrellado contra la realidad, particularmente por su incapacidad de aportarle al hombre respuestas fundamentales y bienestar. A pesar de los cuestionamientos, las ideologías surgidas del Iluminismo aun sustentan propuestas que ilusionan a la persona post-moderna o fini-ilustrada, particularmente una confianza casi ciega en el progreso material y tecnológico, aislado de los valores de la verdad.

En un recordado discurso pronunciado en el monasterio del Subiaco, en vísperas de su elección papal, el Cardenal Ratzinger evidenciaba el deseo de expulsar a Dios de la cultura Occidental, marginando a la persona de sus valores morales y espirituales. Y con el entonces Cardenal cabría preguntarse si «el rechazo de la referencia a Dios, no es expresión de una tolerancia que quiere proteger las religiones que no son teístas y la dignidad de los ateos y de los agnósticos, y la expresión de una conciencia que quiere ver a Dios cancelado definitivamente de la vida pública de la humanidad, encerrado en el ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado. El relativismo, que constituye el punto de partida de todo esto, se convierte en un dogmatismo que se cree con la posesión del conocimiento definitivo de la razón, y con el derecho de considerar a todo el resto únicamente como una etapa de la humanidad, en el fondo superada, y que puede relativizarse»(20).

Europa, Occidente, el mundo en general, viven desafíos y rupturas. Uno no menor es la globalización de la desigualdad, la explotación, junto a la generalización del terrorismo y la guerra. Refiriéndose a Europa, pero presentando ideas que muy bien pueden aplicarse a otras culturas y sociedades, el Papa Francisco compartía su preocupación por aquellos pueblos que parecen haber perdido su “fuerza de atracción”; ilusiones que les otorgaban capacidades generativas y creativas. Naciones que se precipitan en un afán de dominar espacios, antes que generar “procesos de inclusión y de transformación”, atrincherándose en esferas de privilegio. Cerradas ante la posibilidad de promover dinamismos nuevos, «capaces de involucrar y poner en marcha todos los actores sociales (grupos y personas) en la búsqueda de nuevas soluciones a los problemas actuales» (21).

Sin desalentarse, el Papa Francisco compartía la ilusión del redescubrimiento de “la amplitud del alma” de una civilización nacida del encuentro de pueblos y naciones, «llamada a convertirse en modelo de nuevas síntesis y de diálogo»(22). Este ideal realizable necesita extenderse por todos los orbes.

Notas

1. S.S. Francisco, Evangelii gaudium, 52.
2. S.S. Francisco, Evangelii gaudium, 59.
3. Ponencia de Jürgen Habermas el 19 de enero de 2004 en la “Tarde de discusión” con el Cardenal Joseph Ratzinger, organizada por la Academia Católica de Baviera en Munich sobre El posicionamiento sobre las bases morales del Estado liberal.
4. Mencionado por Wilfred McClay, en Religion and Secularism, The American Experience, Pew Forum, Ethics and Public Policy Center, December 3, 2007.
5. Ver Jeff Israely, A Pope Who Engages Secularists, en Time, Friday, Jul. 25, 2008.
6. S.S. Francisco, Evangelii gaudium, 2.
7. S.S. Benedicto XVI, Viaje Apostólico al Reino Unido, discurso en Westminster Hall, 17/9/2010.
8. Wolfhart Pannenberg, How to Think About Secularism, First Things N. 64, June/July, 1996.
9. Allí mismo
10. Allí mismo
11. Ver el artículo del antiguo editor de la revista Newsweek, Jon Meacham, The End of Christian America, del 13 de abril del 2009. El término “post-cristianismo” alude a la declinación de la importancia de la cristiandad en una región o sociedad.
12. S.S. Benedicto XVI, Discurso en el Reichstag, Berlín, 2/9/2011.
13. Cardenal Joseph Ratzinger, La Sal de la Tierra. Cristianismo e Iglesia Católica ante el nuevo milenio. Una conversación con Peter Seewald, Libros Palabra, Madrid 1997, pp. 244-245.
14. S.S. Juan Pablo II, Fides et Ratio, 76.
15. Lance Morrow, The Real Meaning of Evil, Time, Monday, Feb. 24, 2003.
16. Allí mismo
17. Juan José Garrido, El compromiso cristiano en un mundo cultural en crisis, en La Posmodernidad, Communio, marzo/abril, 1990, p. 84.
18. Juan José Garrido, Ob. Cit., p. 77.
19. Ver Daniel C. Dennett, Let’s start with a respect for truth, en The Edge, 9.10.13.
20. Discurso del Cardenal Joseph Ratzinger, el 1 de abril de 2005 en Subiaco.
21. Discurso del Papa Francisco al recibir el Premio Carlomagno el 6 de mayo del 2016.
22. Allí mismo

 







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |