Menu


Para una Pastoral de la Cultura
Documento del Consejo Pontificio de la Cultura, para una pastoral de la cultura, en el que se dedica un espacio a los medios de comunicación social e información religiosa.


Por: Consejo Pontificio de la Cultura | Fuente: Vatican.va




CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA

PARA UNA PASTORAL DE LA CULTURA

INDICE

Introducción: Nuevas situaciones culturales, nuevos campos de evangelización

I. Fe y cultura: líneas de orientación

La buena noticia del Evangelio para las Culturas
La evangelización y la inculturación
Una pastoral de la cultura

II. Desafíos y puntos de apoyo

Una época nueva en la historia de la humanidad
Nuevos Areópagos y campos culturales tradicionales
Diversidad de culturas y pluralismo religioso

III. Propuestas concretas

Objetivos Pastorales prioritarios
Religión y « religioso »
« Lugares ordinarios » de la experiencia de la fe, la piedad popular, la parroquia
Instituciones de educación
Centros de formación teológica
Los Centros Culturales Católicos
Medios de Comunicación social e información religiosa
Ciencia, tecnología, bioética y ecología
El arte y los artistas
Patrimonio cultural, turismo religioso
Los jóvenes

Conclusión: Hacia una pastoral de la cultura renovada por la fuerza del Espíritu

INTRODUCCIÓN

Nuevas situaciones culturales,
nuevos campos de evangelización

1. « El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio » (Fides et Ratio, n. 70), pues « es propio de la persona humana el no acceder a su plena y verdadera humanidad sino a través de la cultura » (Gaudium et spes, n. 53). Así, la Buena Nueva que es el Evangelio de Cristo para todo hombre y todo el hombre, « al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece » (Fides et Ratio, n. 71), le llega a éste en su propia cultura, que impregna su manera de vivir la fe y que a su vez es modelada por ésta. « Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación » (ibid., n. 72). Al mismo tiempo, las culturas tradicionalmente cristianas o impregnadas de tradiciones religiosas milenarias se tambalean. Se trata, pues, no sólo de injertar la fe en las culturas, sino también de devolver la vida a un mundo descristianizado, cuyas referencias cristianas son a menudo sólo de orden cultural. Estas nuevas situaciones culturales a lo largo del mundo se presentan a la Iglesia, en el umbral del tercer milenio, como nuevos campos de evangelización.

Ante estos desafíos de nuestro tiempo, « dramático y al mismo tiempo fascinador » (Redemptoris missio, n. 38), el Consejo Pontificio de la Cultura desea compartir un conjunto de convicciones y de propuestas concretas, fruto de numerosos intercambios, especialmente gracias a la fecunda cooperación con los obispos, pastores de las diócesis, y sus colaboradores en este campo apostólico, para una renovada pastoral de la cultura como lugar de encuentro privilegiado con el mensaje de Cristo. En efecto, « toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y en particular del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios ».(1) He aquí lo que está en juego en una pastoral de la cultura: « una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad ».(2)

El Consejo Pontificio de la Cultura quiere así responder a la petición apremiante que le dirigía el Papa Juan Pablo II: « Debéis ayudar a la Iglesia a responder a estas cuestiones fundamentales para las culturas actuales: ¿Cómo hacer accesible el mensaje de la Iglesia a las nuevas culturas, a las formas actuales de la inteligencia y de la sensibilidad? ¿Cómo puede la Iglesia de Cristo hacerse oír por el espíritu moderno, tan orgulloso de sus realizaciones y al mismo tiempo tan inquieto por el futuro de la familia humana? ».(3)

I FE Y CULTURA: LÍNEAS DE ORIENTACIÓN

2. Mensajera de Cristo, Redentor del hombre, la Iglesia ha adquirido en nuestro tiempo una nueva conciencia de la dimensión cultural de la persona y de las comunidades humanas. El concilio Vaticano II, en particular la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, los Sínodos de los Obispos sobre la evangelización en el mundo moderno y sobre la catequesis en nuestro tiempo, prolongados por las exhortaciones apostólicas Evangelii Nuntiandi de Pablo VI y Catechesi Tradendae de Juan Pablo II, proponen a este respecto un rico magisterio, concretado por las sucesivas asambleas especiales del Sínodo de los Obispos por continentes y las exhortaciones apostólicas post-sinodales del Santo Padre. La inculturación de la fe ha sido objeto de una reflexión en profundidad por parte de la Pontificia Comisión Bíblica (4) y de la Comisión Teológica Internacional.(5) El Sínodo Extraordinario de 1985 con ocasión del vigésimo aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II, citado por Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio, la presenta como « una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas humanas » (n. 52). El papa Juan Pablo II en numerosas intervenciones en el curso de sus viajes apostólicos, así como las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano en Puebla y Santo Domingo,(6) han actualizado y desarrollado esta dimensión nueva de la pastoral de la Iglesia en nuestro tiempo, para llegar a los hombres en su cultura.

El examen atento de los diferentes campos culturales propuestos en este documento muestra la extensión de lo que representa la cultura, ese modo particular en el cual los hombres y los pueblos cultivan su relación con la naturaleza y con sus hermanos, con ellos mismos y con Dios, a fin de lograr una existencia plenamente humana (cf. Gaudium et Spes, n. 53). No hay cultura si no es del hombre, por el hombre y para el hombre. Ésta abarca toda la actividad del hombre, su inteligencia y su afectividad, su búsqueda de sentido, sus costumbres y sus recursos éticos. La cultura es de tal modo connatural al hombre, que la naturaleza de éste no alcanza su expresión plena sino mediante la cultura. La puesta en juego de una pastoral de la cultura consiste en restituirlo a su plenitud de criatura « a imagen y semejanza de Dios » (Gn 1, 26), sustrayéndolo a la tentación antropocéntrica de considerarse independiente del Creador. Así pues, y esta observación es capital para una pastoral de la cultura, « no se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este « algo » es precisamente la naturaleza del hombre. Precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser » (Veritatis splendor n. 53).

La cultura, en su relación esencial con la verdad y el bien, no brota únicamente de la experiencia de necesidades, de centros de interés o de exigencias elementales. « La dimensión primera y fundamental de la cultura, subrayaba Juan Pablo II ante la UNESCO, es la sana moralidad: la cultura moral ».(7) « Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia » (Fides et Ratio, n. 70). Marcadas por el dinamismo de los hombres y de la historia, en tensión hacia un cumplimiento (cf. ibid. n. 71), las culturas participan también del pecado de aquéllos y requieren por ello el necesario discernimiento por parte de los cristianos. Cuando el Verbo de Dios asume en la Encarnación la naturaleza humana en su dimensión histórica y concreta, excepto el pecado (Heb 4, 15), la purifica y la lleva a su plenitud en el Espíritu Santo. Revelándose, Dios abre su corazón a los hombres « con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí » y les hace descubrir en su lenguaje de hombres los misterios de su amor « para invitarlos a entrar en comunión con El » (Dei Verbum, n. 2).

La buena noticia del Evangelio para las Culturas

3. Para revelarse, entrar en diálogo con los hombres e invitarlos a la salvación, Dios se ha escogido, de entre el amplio abanico de las culturas milenarias nacidas del genio humano, un Pueblo, cuya cultura originaria Él la ha penetrado, purificado y fecundado. La historia de la Alianza es la del surgimiento de una cultura inspirada por Dios mismo a su pueblo. La Sagrada Escritura es el instrumento querido y usado por Dios para revelarse, lo cual la eleva a un plano supracultural. « En la redacción de los libros sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios » (Dei Verbum, n. 11). En la Sagrada Escritura, Palabra de Dios, que constituye la inculturación originaria de la fe en el Dios de Abraham, Dios de Jesucristo, « las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se han hecho semejantes al habla humana » (ibid., n. 13). El mensaje de la revelación, inscrito en la historia sagrada, se presenta siempre revestido de un ropaje cultural del cual es indisociable, pues es parte integrante de aquélla. La Biblia, Palabra de Dios expresada en el lenguaje de los hombres, constituye el arquetipo del encuentro fecundo entre la Palabra de Dios y la cultura.

A este respecto, la vocación de Abraham es ilustradora: « Sal de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre » (Gn 12, 1). « Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas [...] Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios » (Heb 11, 8-10). La historia del Pueblo de Dios comienza con una adhesión de fe que es también una ruptura cultural, para culminar en la Cruz de Cristo, ruptura por excelencia, elevación de la tierra, pero también centro de atracción que orienta la historia del mundo hacia Cristo y convoca en la unidad a los hijos de Dios: « Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí » (Jn 12, 31).

La ruptura cultural con la cual se inicia la vocación de Abraham, « Padre de los creyentes », traduce lo que acontece en lo profundo del corazón del hombre cuando Dios irrumpe en su existencia para revelarse y suscitar el compromiso de todo su ser. Abraham es arrancado de raíz de su humus cultural y espiritual para ser trasplantado por Dios, mediante la fe, a la tierra. Más aún, esta ruptura subraya la fundamental diferencia de naturaleza entre la fe y la cultura. Contrariamente a los ídolos, que son producto de una cultura, el Dios de Abraham es el totalmente otro. Mediante la revelación entra en la vida de Abraham. El tiempo cíclico de las religiones antiguas ha caducado: con Abraham y el pueblo judío comienza un nuevo tiempo que se convierte en la historia de los hombres en camino hacia Dios. No es un pueblo que se fabrica un dios; es Dios que da nacimiento a su Pueblo como Pueblo de Dios.

La cultura bíblica ocupa por ello un puesto único. Es la cultura del Pueblo de Dios, en cuyo corazón Él se ha encarnado. La promesa hecha a Abraham culmina en la glorificación de Cristo crucificado. El padre de los creyentes, en tensión hacia el cumplimiento de la promesa, anuncia el sacrificio del Hijo de Dios sobre el leño de la cruz. En Cristo, que ha venido a recapitular el conjunto de la creación, el amor de Dios convoca a todos los hombres a compartir la condición de hijos. El Dios totalmente otro se manifiesta en Jesucristo, totalmente nuestro: « el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres » (Dei Verbum, n. 13). Así, la fe tiene el poder de alcanzar el corazón de toda cultura para purificarla, fecundarla, enriquecerla y darle la posibilidad de desplegarse a la medida inconmensurable del amor de Cristo. La recepción del mensaje de Cristo suscita así una cultura, cuyos dos constitutivos fundamentales son, a título radicalmente nuevo, la persona y el amor. El amor redentor de Cristo descubre, más allá de los límites naturales de las personas, su valor profundo, que se dilata bajo el régimen de la gracia, don de Dios. Cristo es la fuente de esta civilización del amor, anhelada con nostalgia por los hombres tras la caída del pecado, y que Juan Pablo II, después de Pablo VI, no cesa de invitarnos a realizar junto con todos los hombres de buena voluntad. El vínculo fundamental del Evangelio, es decir, de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad es creador de cultura en su fundamento mismo. Viviendo el Evangelio, —como lo atestiguan dos mil años de historia— la Iglesia esclarece el sentido y el valor de la vida, amplía los horizontes de la razón y afianza los fundamentos de la moral humana. La fe cristiana auténticamente vivida revela en toda su profundidad la dignidad de la persona y la sublimidad de su vocación (cf. Redemptor hominis, n. 10). Desde sus orígenes, el cristianismo se distingue por la inteligencia de la fe y la audacia de la razón. Son testigos de ello los pioneros, como san Justino o san Clemente de Alejandría, Orígenes y los Padres Capadocios. Este encuentro fecundo del Evangelio con las filosofías hasta nuestros días, ha sido evocado por Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio (cf. n. 36-48). « El encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una realidad nueva » (ibid. n. 70), crea así una cultura original en los contextos más diversos.

La evangelización y la inculturación

4. La evangelización propiamente dicha consiste en el anuncio explícito del misterio de salvación de Cristo y de su mensaje, pues « Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad » (1 Tm 2, 4). « Es, pues, necesario que todos se conviertan a Él, una vez conocido por la predicación del Evangelio, y a Él y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el bautismo » (Ad Gentes, n. 7). La novedad que brota incesantemente de la revelación de Dios « con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí » (Dei verbum, n. 2), comunicada por el Espíritu de Cristo que actúa en la Iglesia, manifiesta la verdad acerca de Dios y la salvación del hombre. El anuncio de Jesucristo, « que es a la vez mediador y plenitud de toda la revelación » (ibid.), saca a la luz los semina Verbi escondidos y a veces como enterrados en el corazón de las culturas, y los abre a la medida misma de la capacidad de infinito que Él ha creado y que viene a colmar en la admirable condescendencia de su Sabiduría eterna (Dei Verbum, n. 13), transformando su proyecto de sentido en un objetivo de trascendencia, y las piedras de espera en puntos de amarre para la acogida del Evangelio. Mediante el testimonio explícito de su fe, los discípulos de Jesús impregnan de Evangelio la pluralidad de las culturas.

« Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad [...] Se trata también de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación.

* Lo que importa es evangelizar no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre, en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes, tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.

* El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización, no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.

* La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo [...] De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva » (Evangelii Nuntiandi, nn. 18-20). Para hacerlo es necesario anunciar el Evangelio en la lengua y la cultura de los hombres.

Esta Buena Nueva se dirige a la persona humana en su compleja totalidad, espiritual y moral, económica y política, cultural y social. La Iglesia no duda en hablar de evangelización de las culturas, es decir, de las mentalidades, de las costumbres, de los comportamientos. « La nueva evangelización pide un esfuerzo lúcido, serio y ordenado para evangelizar la cultura » (Ecclesia in America, n. 70).

Si las culturas, cuya totalidad está constituida por elementos heterogéneos, son cambiantes y caducas, el primado de Cristo y la universalidad de su mensaje son fuente inagotable de vida (cf. Col 1, 8-12; Ef 1, 8) y de comunión. Portadores de esta novedad absoluta de Cristo al corazón de las culturas, los misioneros del Evangelio no cesan de rebasar los límites propios de cada cultura, sin dejarse encerrar en las perspectivas terrestres de un mundo mejor. « Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), la Iglesia o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario, todas las facultades, riquezas y costumbres que revelan la idiosincrasia de cada pueblo, en lo que tienen de bueno, las favorece y asume » (Lumen Gentium, n. 13). El evangelizador, cuya propia fe está ligada a una cultura, ha de dar abierto testimonio del puesto único de Cristo, de la sacramentalidad de su Iglesia, del amor de sus discípulos a todo hombre y a « todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio » (Fil 4, 8), lo que implica el rechazo de todo lo que es fuente o fruto del pecado en el corazón de las culturas.

5. « Un problema ulterior nace de la exigencia hoy intensamente sentida de la evangelización de las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe » (Pastores dabo vobis, n. 55). Una y otra caminan con igual paso, en un proceso de mutuo intercambio que exige el ejercicio permanente de un discernimiento riguroso a la luz del Evangelio, a fin de identificar valores y contravalores presentes en las culturas, construir sobre los primeros y luchar enérgicamente contra los segundos. « Por medio de la inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro. Por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión » (Redemptoris missio, n. 52). « Necesaria y esencial » (Pastores dabo vobis, n. 55), la inculturación, alejada igualmente del arqueologismo y del mimetismo intramundano, « está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas ». « En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos » (Fides et Ratio n. 71).

En sintonía con las exigencias objetivas de la fe y la misión de evangelizar, la Iglesia tiene en cuenta este dato esencial: el encuentro entre la fe y las culturas se opera entre dos realidades que no son del mismo orden. Por tanto la inculturación de la fe y la evangelización de las culturas, constituyen como un binomio que excluye toda forma de sincretismo.(8) Tal es « el sentido auténtico de la inculturación. Ésta, ante las culturas más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo » (Pastores dabo vobis, n. 55). Los sucesivos sínodos de obispos no cesan de subrayar la particular importancia para la evangelización de esta inculturación a la luz de los grandes misterios de la salvación: la encarnación de Cristo, su Nacimiento, su Pasión y Pascua redentora, y Pentecostés, que por la fuerza del Espíritu, concede a cada uno escuchar en su propia lengua las maravillas de Dios.(9) Las naciones convocadas en torno al cenáculo el día de Pentecostés no han escuchado en sus respectivas lenguas un discurso sobre sus propias culturas humanas, sino que se sorprenden de oír, cada uno en su lengua, a los apóstoles anunciar las maravillas de Dios. Si bien es cierto que el mensaje evangélico no se puede aislar pura y simplemente de la cultura en la que está inserto desde el principio, ni tampoco, sin graves pérdidas, de las culturas en las que ya se ha expresado a lo largo de los siglos, sin embargo, la fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora (cf. Catechesi Tradendae, n. 53). « El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicación en la verdad » (Fides et Ratio, n. 71).

« Teniendo presente la relación estrecha y orgánica entre Jesucristo y la palabra que anuncia la Iglesia, la inculturación del mensaje revelado tendrá que seguir la "lógica" propia del misterio de la Redención [...] Esta kénosis necesaria para la exaltación, itinerario de Jesús y de cada uno de sus discípulos (cf. Flp 2, 6-9), es iluminadora para el encuentro de las culturas con Cristo y su Evangelio. Cada cultura tiene necesidad de ser transformada por los valores del Evangelio a la luz del misterio pascual » (Ecclesia in Africa n. 61). La ola dominante de secularismo que se extiende a través de las culturas, idealiza a menudo, con la fuerza de sugestión de los medios, modelos de vida que son la antítesis de la cultura de las Bienaventuranzas y de la imitación de Cristo pobre, casto, obediente y manso de corazón. De hecho, hay grandes obras culturales que se inspiran en el pecado y pueden incitar al él. « La Iglesia, al proponer la Buena Nueva, denuncia y corrige la presencia del pecado en las culturas; purifica y exorciza los desvalores. Establece por consiguiente, una crítica de las culturas... crítica de las idolatrías, es decir, de los valores erigidos en ídolos, de aquellos valores, que sin serlo, una cultura asume como absolutos ».(10)

Una pastoral de la cultura

6. Al servicio del anuncio de la Buena Nueva y por tanto del destino del hombre en el designio de Dios, la pastoral de la cultura deriva de la misión misma de la Iglesia en el mundo contemporáneo, con una percepción renovada de sus exigencias, expresada por el Concilio Vaticano II y los Sínodos de los Obispos. La toma de conciencia de la dimensión cultural de la existencia humana entraña una atención particular hacia este campo nuevo de la pastoral. Anclada en la antropología y la ética cristiana, esta pastoral anima un proyecto cultural cristiano que permite a Cristo, Redentor del hombre, centro del cosmos y de la historia (cf. Redemptor Hominis, n. 1), renovar toda la vida de los hombres, « abriendo a su potencia salvadora los inmensos dominios de la cultura ».(11) En este campo, las vías son prácticamente infinitas, pues la pastoral de la cultura se aplica a las situaciones concretas a fin de abrirlas al mensaje universal del Evangelio.

Al servicio de la evangelización, que constituye la misión esencial de la Iglesia, su gracia y su vocación propia, y su identidad más profunda (cf. Evangelii Nuntiandi, n. 14), la pastoral, a la búsqueda de « las formas más adecuadas y eficaces de comunicar el mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo » (ibid., n. 40), conjuga medios complementarios: « La evangelización, hemos dicho, es un paso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de apostolado. Estos elementos pueden parecer contrastantes, incluso exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente enriquecedores. Hay que ver siempre cada uno de ellos integrado con los otros » (ibid., n. 24).

Una evangelización inculturada gracias a una pastoral concertada permite a la comunidad cristiana recibir, celebrar, vivir, traducir su fe en su propia cultura, en « la compatibilidad con el Evangelio y la comunión con la Iglesia universal » (Redemptoris Missio, n. 54). Traduce al mismo tiempo el carácter absolutamente nuevo de la revelación en Jesucristo y la exigencia de conversión que brota del encuentro con el único salvador: « He aquí que hago nuevas todas las cosas » (Ap 21, 5).

He aquí la importancia de la tarea propia de los teólogos y los pastores para la fiel inteligencia de la fe y el discernimiento pastoral. La simpatía con la que tienen que abordar las culturas « sirviéndose de conceptos y lenguas de los diversos pueblos » (Gaudium et Spes, n. 44) para expresar el mensaje de Cristo, no puede alejarse de un discernimiento exigente frente a los grandes problemas que emergen de un análisis objetivo de los fenómenos culturales contemporáneos. El peso de estos no puede ser ignorado por los pastores, pues está en juego la conversión de las personas y, a través de ellas, de las culturas, la cristianización del ethos de los pueblos (cf. Evangelii nuntiandi, n. 20).

II DESAFÍOS Y PUNTOS DE APOYO

Una época nueva en la historia de la humanidad (Gaudium et Spes, n. 54)


7. Las condiciones de vida del hombre moderno en estos últimos decenios del segundo milenio se han transformado de tal modo que el Concilio Vaticano II no duda en hablar de « una nueva era de la historia de la humanidad » (Gaudium et Spes, n. 54). Para la Iglesia es un kairós, un tiempo favorable para una nueva evangelización, en la que los nuevos rasgos de la cultura constituyen otros tantos desafíos y puntos de apoyo para una pastoral de la cultura.

La Iglesia en nuestro tiempo toma viva conciencia de ello bajo el impulso de los Papas que han desarrollado y actualizado la doctrina social de la Iglesia, de Rerum novarum en 1891 a Centesimus Annus en 1991. Las Conferencias Episcopales, las federaciones de éstas, los Sínodos de obispos se inspiran en ella para emprender iniciativas concretas que correspondan a las situaciones propias de cada país. En el seno de esta diversidad, sin embargo, destacan algunos rasgos.

En la situación cultural hoy dominante en diferentes partes del mundo, el subjetivismo prevalece como medida y criterio de la verdad (Fides et Ratio, n. 47). Se cuestionan los presupuestos positivistas acerca del progreso de la ciencia y la tecnología. Tras el fracaso espectacular del marxismo-leninismo colectivista y ateo, la ideología rival del liberalismo revela su incapacidad para proporcionar la felicidad al género humano, en la dignidad responsable de cada persona. Un ateísmo práctico antropocéntrico, la ostentación de la indiferencia religiosa, un materialismo hedonista que lo invade todo, marginan la fe como algo evanescente, sin consistencia ni relevancia cultural en el seno de una cultura « prevalentemente científica y técnica » (Veritatis splendor, n. 112). « En realidad, los criterios de juicio y de elección seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente Cen el contexto de una cultura ampliamente descristianizadaC como extraños e incluso contrapuestos a los del Evangelio » (Veritatis splendor, n. 88). El papa Juan Pablo II lo recordaba al celebrar el vigésimo quinto aniversario de la constitución conciliar sobre la liturgia: « La adaptación a las culturas exige una conversión del corazón y, si es necesario, romper con los hábitos ancestrales incompatibles con la fe católica. Esto requiere una seria formación teológica, histórica y cultural y un juicio sano para discernir lo que es necesario o útil o por el contrario, inútil y dañino para la fe » (Vicesimus quintus annus, n. 16).

Urbanización galopante y desarraigo cultural

8. Bajo diversas presiones, como la pobreza o el subdesarrollo de zonas rurales privadas de bienes y servicios indispensables, pero también, en ciertos países, a causa de conflictos armados que fuerzan a millones de seres humanos a abandonar su ambiente familiar y cultural, el mundo asiste a un impresionante éxodo rural que tiende a hacer crecer desmesuradamente los grandes centros urbanos. A estas presiones de orden económico y social, se añade la fascinación de la ciudad, del bienestar y la diversión que ofrece, cuya imagen transmiten los medios de comunicación social. Por falta de planificación, los alrededores y periferia de estas megápolis se convierten a menudo en guetos, aglomeraciones desmesuradas de personas socialmente desarraigadas, políticamente indigentes, económicamente marginadas y culturalmente aisladas.

El desarraigo cultural, cuyas causas son múltiples, hace aparecer por contraste el papel fundamental de las raíces culturales. El hombre desestructurado por la herida o la pérdida de su identidad cultural se convierte en terreno privilegiado para prácticas deshumanizadoras. Jamás como en este siglo XX el hombre ha manifestado tales capacidades y talentos; jamás como en este siglo la historia ha conocido tantas negaciones y violaciones de la dignidad humana, frutos amargos de la negación o el olvido de Dios. Una vez relegados los valores morales a la esfera privada, la vida moral se ve alterada y la vida espiritual debilitada. El concepto terrible de « cultura de la muerte », designa una contracultura que evidencia la siniestra contradicción entre una decidida voluntad de vida y el rechazo obstinado de Dios, fuente de toda vida (cf. Evangelium Vitae, nn. 11-12 y 19-28).

« Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que así como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, está hoy llamada a llevar a cabo una evangelización urbana metódica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras pastorales » (Ecclesia in America, n. 21).

Medios de comunicación social y tecnología de la información

9. « El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola como suele decirse en una "aldea global". Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales [...] La evangelización misma de la cultura moderna, depende en gran parte de su influjo [...] Conviene integrar el mensaje mismo en esta "nueva cultura" creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos psicológicos » (Redemptoris missio, n. 37). El advenimiento de esta verdadera revolución cultural, con el cambio del lenguaje suscitado en particular por la televisión y los modelos que propone, implica « la completa transformación de aquello a través de lo cual la humanidad capta el mundo que la rodea y que la percepción verifica y expresa [...] En efecto, se puede recurrir a los medios de comunicación tanto para proclamar el Evangelio como para alejarlo del corazón del hombre ».(12) Los medios que dan acceso a la información « en directo », eliminan la perspectiva de la distancia y el tiempo, pero sobre todo, transforman la percepción de las cosas: la realidad cede el paso a lo que se muestra. Así, la repetición sostenida de informaciones seleccionadas se convierte en un factor determinante para crear una opinión considerada pública.

La influencia de los medios que no respetan límite alguno, en particular en el campo de la publicidad,(13) llama a los cristianos a una nueva creatividad para llegar a los centenares de millones de personas que consagran diariamente un tiempo considerable a la televisión y a la radio. Estos son medios de información y promoción cultural, pero también de evangelización para aquellos que no tienen ocasión de entrar en contacto con el Evangelio y con la Iglesia en las sociedades secularizadas. La pastoral de la cultura da una respuesta positiva a la pregunta crucial planteada por Juan Pablo II: « ¿Encuentra todavía Cristo un lugar en los medios tradicionales de comunicación? ».(14)

La más sorprendente de las innovaciones en la tecnología de la comunicación es sin duda la red Internet. Como toda técnica nueva, no deja de suscitar temores, tristemente justificados por usos perversos, y demanda una constante vigilancia y una información seria. No se trata sólo de la moralidad de su uso, sino de las consecuencias radicalmente nuevas que entraña: pérdida de « peso específico » de la información, ausencia de reacciones pertinentes a los mensajes de la red por parte de personas responsables, efecto disuasorio en cuanto a las relaciones interpersonales. Pero sin lugar a dudas, las inmensas potencialidades de Internet pueden proporcionar una considerable ayuda a la difusión de la Buena Nueva, como lo atestiguan ciertas prometedoras iniciativas eclesiales, que invocan un desarrollo creativo responsable en este área, « nueva frontera de la misión de la Iglesia » (cf. Christifideles Laici, n. 44).

La puesta en juego es enorme. ¿Cómo no estar presentes y utilizar las redes informáticas, cuyas pantallas pueblan hoy los hogares, para inscribir en ellas los valores del mensaje evangélico?

Identidades y minorías nacionales

10. Si la unidad de naturaleza constituye a todos los hombres en miembros de una única y misma gran comunidad, el carácter histórico de la condición humana los vincula necesariamente con mayor intensidad a grupos particulares, desde la familia a la nación. La condición humana se halla así situada entre dos polos —lo universal y lo particular—, en tensión vital singularmente fecunda, si se vive en equilibrio y armonía.

El fundamento de los derechos de las naciones no es otro que la persona humana. En este sentido, estos derechos no son más que los derechos del hombre considerados a este nivel específico de la vida comunitaria. El primero de estos derechos es el derecho a la existencia « Nadie, pues, —un Estado, otra nación, o una organización internacional— puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir ».(15) El derecho a la existencia implica naturalmente para toda nación el derecho a su propia lengua y a su cultura. Es a través de ellas como un pueblo expresa y defiende su soberanía y singularidad.

Si los derechos de la nación traducen la exigencias de la particularidad, es necesario también destacar las de la universalidad, con los deberes que de ello derivan para cada nación frente a las otras y frente a toda la humanidad. El primero de todos es sin duda el deber de vivir en una voluntad de paz, respetuosa y solidaria frente a los otros. Enseñar a las jóvenes generaciones a vivir su propia identidad en la diversidad es una tarea prioritaria de la educación para la cultura, tanto más cuanto que con frecuencia, los grupos de presión no dejan de utilizar la religión con fines políticos extraños a ella.

A diferencia del nacionalismo cargado de desprecio o de aversión incluso hacia otras naciones y culturas, el patriotismo es el amor y el servicio legítimos, privilegiados pero no exclusivos, al propio país, igualmente distante del cosmopolitismo y del nacionalismo cultural. Cada cultura está abierta a lo universal por lo mejor de sí misma. Está llamada a purificarse de su participación en la herencia del pecado, inscrita en ciertos prejuicios, costumbres y prácticas opuestas al Evangelio, a enriquecerse con la aportación de la fe y a enriquecer la Iglesia universal con expresiones y valores nuevos (cf. Redemptoris missio, n. 52 y Slavorum apostoli, n. 21).

Al mismo tiempo, la pastoral de la cultura se apoya sobre el don del Espíritu de Jesús y de su amor que « van dirigidos a todos y cada uno de los pueblos y culturas para unirlos entre sí a semejanza de la perfecta unidad que hay en Dios uno y trino » (Ecclesia in America, n. 70).

Nuevos Areópagos y campos culturales tradicionales

Ecología, ciencia, filosofía y bioética


11. Se va afianzando una nueva toma de conciencia con el desarrollo de la ecología. No es una novedad para la Iglesia: la luz de la fe esclarece el sentido de la creación y las relaciones entre el hombre y la naturaleza. San Francisco de Asís y San Felipe Neri son testigos y símbolos del respeto a la naturaleza inscrito en la visión cristiana del mundo creado. Este respeto tiene su fuente en el hecho de que la naturaleza no es propiedad del hombre; pertenece a Dios, su creador, quien le ha encomendado su dominio (Gn 1, 28) para que la respete y encuentre en ella su legítima subsistencia (cf. Centesimus annus, nn. 38-39). La divulgación de los conocimientos científicos conduce con frecuencia al hombre a situarse en la inmensidad del cosmos y a extasiarse ante sus propias capacidades y ante el universo, sin reparar en que su autor es Dios. He aquí el desafío para la pastoral de la cultura: conducir al hombre hacia la trascendencia, enseñarle a recorrer el camino que parte de su experiencia intelectual y humana, para desembocar en el conocimiento del creador, utilizando sabiamente los mejores logros de la ciencia moderna, a la luz de la recta razón. A pesar de que gracias a su prestigio la ciencia impregna fuertemente la cultura contemporánea, sin embargo no es capaz de captar lo que constituye la experiencia humana en su sustancia, ni tampoco la realidad intrínseca de las cosas. Una cultura coherente, fundada sobre la trascendencia y la superioridad del espíritu frente a la materia, requiere una sabiduría en la que el saber científico se despliegue en un horizonte iluminado por la reflexión metafísica. En el plano del conocimiento, fe y ciencia no se pueden superponer; conviene no confundir los principios metodológicos, sino distinguir para unir y hallar, por encima de la dispersión de sentido en los compartimentos estancos del saber, la síntesis armoniosa y el sentido unificante de la totalidad que caracterizan una cultura plenamente humana. En nuestra cultura fragmentaria, que se esfuerza por integrar la desbordante acumulación de saberes, los maravillosos descubrimientos científicos y las admirables aportaciones de la técnica moderna, la pastoral de la cultura exige como presupuesto una reflexión filosófica que se aplique a organizar y estructurar el conjunto de los saberes y afirme con ello la capacidad de la razón y su función reguladora en la cultura.

« El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no pueden eludir el deber de llevarlo a cabo » (Fides et Ratio, n. 85).

12. Es también tarea de filósofos y teólogos cualificados identificar con competencia, en el seno de la cultura científica y tecnológica dominante, los desafíos y los puntos de amarre para el anuncio del Evangelio. Esta exigencia implica una renovación de la enseñanza filosófica y teológica, pues la condición de todo diálogo y de toda inculturación se halla en una teología plenamente fiel al dato de fe. La pastoral de la cultura tiene igual necesidad de científicos católicos que sientan como una exigencia aportar su contribución propia a la vida de la Iglesia, compartiendo su experiencia personal de encuentro entre la ciencia y la fe. El déficit de cualificación teológica y de competencia científica hace aleatoria la presencia de la Iglesia en el seno de la cultura nacida de las investigaciones científicas y de sus aplicaciones técnicas. Y sin embargo, vivimos un período particularmente favorable al diálogo entre ciencia y fe.(16)

13. La ciencia y la técnica han demostrado ser medios maravillosos para aumentar el saber, el poder y el bienestar de los hombres, pero su utilización responsable implica la dimensión ética de las cuestiones científicas. Planteadas con frecuencia por los mismos científicos en busca de la verdad, tales cuestiones ponen de manifiesto la necesidad de un diálogo entre ciencia y moral. Esta búsqueda de la verdad que trasciende la experiencia de los sentidos, ofrece posibilidades nuevas para una pastoral de la cultura orientada al anuncio del Evangelio en los ambientes científicos.

Evidentemente, —su amplitud lo atestigua—, la bioética es mucho más que una disciplina del saber a causa de sus implicaciones culturales, sociales, políticas y jurídicas, a las cuales, la Iglesia otorga la mayor importancia. En efecto, la evolución de la legislación en el campo de la bioética depende de la elección de los referentes éticos a los cuales recurre el legislador. La cuestión de fondo sigue siendo, con toda crudeza: ¿cuáles han de ser las relaciones entre norma moral y ley civil en una sociedad pluralista? (cf. Evangelium Vitae, nn. 18 y 68-78). Sometiendo las cuestiones éticas fundamentales a los sucesivos legisladores, ¿no se corre el riesgo de erigir en derecho lo que moralmente sería inaceptable?

La bioética es uno de los campos sensibles que invitan a encontrar los fundamentos de la antropología y de la vida moral. El papel de los cristianos es irremplazable para contribuir a formar en el seno de la sociedad, en un diálogo respetuoso y exigente, una conciencia ética y un sentido cívico. Esta situación cultural requiere una formación rigurosa tanto de los sacerdotes como de los laicos que trabajan en este campo crucial de la bioética.

La familia y la educación

14. « La familia, comunidad de personas, es por consiguiente la primera "sociedad" humana. Surge cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de manera específica al engendrar los hijos: la "comunión" de los cónyuges da origen a la "comunidad" familiar » (Carta a las familias, 1994, n. 7).

Cuna de la vida y del amor, la familia es también fuente de cultura. Acoge la vida y es escuela de humanidad, donde mejor aprenden los futuros esposos a convertirse en padres responsables. El proceso de crecimiento que ésta asegura, en una comunidad de vida y amor, excede el núcleo parental para constituir, por ejemplo, la gran familia africana. Y cuando la miseria material, cultural y moral mina la institución misma del matrimonio y amenaza con extinguir las fuentes de la vida, la familia no deja de ser lugar privilegiado de formación de la persona y la sociedad. La experiencia lo demuestra: el conjunto de las civilizaciones y la cohesión de los pueblos dependen, por encima de todo, de la cualidad humana de las familias, especialmente de la presencia complementaria de los dos padres, con los papeles respectivos del padre y la madre en la educación de los hijos. En una sociedad donde crece el número de los que no tienen familia, la educación se hace más difícil, así como la transmisión de una cultura popular modelada por el Evangelio.

Las situaciones personales dolorosas merecen comprensión, caridad y solidaridad, pero en ningún caso se puede presentar como nuevo modelo de vida social lo que es un trágico fracaso de la familia. Las campañas de opinión y las políticas antifamiliares o antinatalistas constituyen otros tantos intentos de modificar el concepto mismo de « familia » hasta vaciarlo de contenido. En este contexto, formar una comunidad de vida y amor que una a los esposos asociándolos al Creador, constituye la mejor aportación cultural que las familias cristianas pueden dar a la sociedad.

15. Más que en ninguna otra época, el papel específico de la mujer en las relaciones interpersonales y sociales suscita reflexiones e iniciativas. En numerosas sociedades contemporáneas marcadas por una mentalidad « anti-hijo », la carga de los hijos se considera a menudo como un obstáculo a la autonomía y a las posibilidades de afirmación de la mujer, lo cual oscurece el rico significado tanto de la maternidad como de la personalidad femenina. Fundada sobre el mensaje de la revelación bíblica, promovida a pesar de los avatares de la historia y la cultura de las naciones cristianas, la igualdad fundamental del hombre y de la mujer, creados por Dios a su imagen (Gn 1, 27) e ilustrada por el patrimonio artístico secular de la Iglesia, invita a la pastoral de la cultura a tener en cuenta la profunda transformación de la condición femenina en nuestro tiempo: « En tiempos todavía recientes, ciertas corrientes del movimiento feminista, con la intención de favorecer la emancipación de la mujer, han intentado asimilarla en todo al hombre. Pero la intención divina, manifestada en la creación, haciendo a la mujer igual al hombre por su dignidad y valor, afirma al mismo tiempo con claridad su diversidad y especificidad. La identidad de la mujer no puede consistir en ser una copia del hombre ».(17) La especificidad propia de cada uno de los sexos se conjuga en una colaboración recíproca de enriquecimiento mutuo en el que las mujeres son las primeras artífices de una sociedad más humana.

16. « Tarea primera y esencial de toda cultura »,(18) la educación, que desde la antigüedad cristiana es uno de los más notables campos de acción pastoral de la Iglesia, tanto en el plano religioso y cultural como en el personal y social, es más que nunca compleja y crucial. Depende fundamentalmente de la responsabilidad de las familias, pero necesita del apoyo de toda la sociedad. El mundo del mañana depende de la educación de hoy y ésta no se puede reducir a una simple transmisión de conocimientos. Forma a las personas y las prepara para integrarse a la vida social, las apoya en su maduración psicológica, intelectual, cultural, moral y espiritual.

Así, el reto de proclamar el Evangelio a los niños y a los jóvenes desde la escuela hasta la universidad, requiere un programa de educación apropiado. La Educación en el seno de la familia, en la escuela o dentro de la universidad « establece una relación profunda entre el educador y el educando, y les hace participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final a la cual está llamado todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo » (Carta a las familias, n. 16). Prepara para vivir las relaciones fundadas sobre el respeto de los derechos y deberes. Prepara a vivir en un espíritu de acogida y de solidaridad, a ejercer un uso moderado de la propiedad y los bienes para garantizar justas condiciones de existencia para todos y en todas partes. El futuro de la humanidad pasa por un crecimiento integro y solidario de cada persona: todo hombre y todo el hombre (Cf. Populorum progressio, n. 42). Así, familia, escuela y universidad son llamados, cada uno en su orden, a insertar la levadura del Evangelio en las culturas del III Milenio.

Arte y tiempo libre

17. En una cultura marcada por la primacía del tener, la obsesión por la satisfacción inmediata, el afán de lucro, la búsqueda del beneficio, es sorprendente constatar, no solamente la permanencia, sino el crecimiento de un interés por la belleza. Las formas que asume este interés parecen traducir la aspiración, que no solo no desaparece, sino que se refuerza, a « algo diferente » que fascina la existencia y, quizá incluso la abre y la lleva más allá de si misma. La Iglesia lo ha intuido desde el comienzo, y siglos de arte cristiano lo ilustran magníficamente: la auténtica obra de arte es potencialmente una puerta de entrada para la experiencia religiosa. Reconocer la importancia del arte para la inculturación del Evangelio, es reconocer que el genio y la sensibilidad del hombre son connaturales a la verdad y a la belleza del misterio divino. La Iglesia manifiesta un profundo respeto por todos los artistas sin hacer excepción de sus convicciones religiosas, pues la obra artística lleva en sí misma como una huella de lo invisible, aun cuando, como todas las otras actividades humanas, el arte no tiene en sí mismo su fin absoluto: está dirigido a la persona humana.

Los artistas cristianos constituyen para la Iglesia un potencial extraordinario para acuñar nuevas formas y elaborar nuevos símbolos o metáforas, en el desencadenamiento del genio litúrgico dotado de una poderosa fuerza creadora, enraizado desde hace siglos en las profundidades del imaginario católico, con su capacidad de expresar la omnipresencia de la gracia. A través de los continentes, nunca faltan artistas de inspiración cristiana firme, capaces de atraer a los fieles de todas las religiones, aún a los no creyentes, por el resplandor de lo bello y lo verdadero. Por medio de los artistas cristianos el Evangelio, fuente fecunda de inspiración, alcanza a multitud de personas privadas de contacto con el mensaje de Cristo.

Al mismo tiempo, el patrimonio cultural de la Iglesia atestigua una fecunda simbiosis de cultura y de fe. Ello constituye una fuente permanente para una educación cultural y catequética, que une la verdad de la fe a la auténtica belleza del arte (Cf. Sacrosantum Concilium, nn. 122-127). Frutos de una comunidad cristiana que ha vivido y vive intensamente su fe dentro de la esperanza y la caridad, estos bienes cultuales y culturales de la Iglesia siguen siendo capaces de inspirar la existencia humana y cristiana al alba del tercer milenio.

18. El mundo del descanso, del deporte, de los viajes y del turismo, constituye sin lugar a dudas junto con el mundo del trabajo, una dimensión importante de la cultura donde la Iglesia se halla presente desde hace tiempo. Se convierte con razón en uno de los areópagos de la pastoral de la cultura. La cultura del « trabajo » conoce profundas transformaciones con consecuencias para el tiempo libre y las actividades culturales. Medio, para la mayoría, de procurarse el pan de cada día (cf. Laborem Exercens, n. 1), el trabajo es también uno de los recursos para responder al deseo cada vez más afirmado de realización personal, al mismo nivel que las actividades culturales. Sin embargo en un contexto de especialización, de fuerte desarrollo tecnológico y económico, las nuevas formas de organización del trabajo van frecuentemente paralelas al crecimiento del desempleo en todas las capas de la sociedad, lo cual no sólo es fuente de miseria material, sino que también siembra en las culturas duda, insatisfacción, humillación, incluso delincuencia. La precariedad de las condiciones de vida y la necesidad de proveer a lo esencial conducen muchas veces a considerar la cultura artística y literaria como algo superfluo reservado a una élite privilegiada.

Convertido en un fenómeno casi universal, el deporte tiene indiscutiblemente su lugar en una visión cristiana de la cultura, y puede favorecer a la vez la salud física y las relaciones interpersonales ya que establece relaciones y contribuye a forjar un ideal. Pero puede también desnaturalizarse por intereses comerciales, convertirse en vehículo de rivalidades nacionales o raciales, dar lugar a brotes de violencia que revelan las tensiones y las contradicciones de la sociedad, y convertirse entonces en contracultura. Así, es un lugar importante para una pastoral moderna de la cultura. Realidad multiforme y compleja, a la vez cargada de simbolismos y empresa comercial, el tiempo libre y el deporte, más que una atmósfera crean como una cultura, una forma de ser, un sistema de referencia. Una pastoral adecuada podrá discernir ahí los auténticos valores educativos, como un trampolín para celebrar las riquezas del hombre creado a imagen de Dios y a ejemplo del Apóstol Pablo, anunciar la salvación en Jesucristo (1 Cor 9, 24-27).

Diversidad de culturas y pluralismo religioso

19. En nuestros días, la misión evangelizadora de la Iglesia se ejerce en un mundo caracterizado por la diversidad de situaciones culturales modeladas por diferentes horizontes religiosos. Mientras se aceleran los intercambios interculturales e interreligiosos en el seno de la aldea global, este fenómeno toca todos los continentes y todos los países.

La Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Africa lo ha puesto en relieve. En este continente las religiones tradicionales que se encuentran, el cristianismo y el islam, siguen teniendo una gran vitalidad e impregnan la cultura y la vida de personas y comunidades. Si los valores culturales positivos de estas religiones no fueron siempre suficientemente apreciados al inicio de la evangelización, la Iglesia, especialmente después del Vaticano II, promueve aquéllos que están en armonía con el Evangelio y preparan el camino a la conversión a Cristo. « Los Africanos tienen un profundo sentido religioso, sentido de lo sagrado, sentido de la existencia de Dios creador y de un mundo espiritual. La realidad del pecado bajo sus formas individuales y sociales, está muy presente en la conciencia de estos pueblos como están igualmente presentes los ritos de purificación y expiación » (Ecclesia in Africa, nn. 30-37.42). Los valores positivos transmitidos por las culturas tradicionales, tales como el sentido de familia, el amor y respeto por la vida, el respeto por los ancianos y la veneración de los antepasados, el sentido de solidaridad y de la vida comunitaria, el respeto al jefe, la dimensión celebrativa de la vida, son apoyos sólidos para la inculturación de la fe, mediante la cual el Evangelio penetra todos los aspectos de la cultura llevándolos a su plenitud (Cf. Ibid., n. 59-62). De manera inversa, las actitudes contrarias al Evangelio, inspiradas por estas tradiciones, habrán de ser enérgicamente combatidas por la fuerza de la Buena Nueva de Cristo Salvador, portador de las bienaventuranzas evangélicas (Mt 5, 1-12).

20. Inmensas regiones del mundo, particularmente en Asia, país de antiguas culturas, están profundamente marcadas por religiones y sabidurías no cristianas, tales como el Hinduismo, el Budismo, el Taoísmo, el Sintoísmo, el Confucianismo, que merecen una consideración cuidadosa. El mensaje de Cristo suscita allí escasa respuesta. ¿No será que el Cristianismo es percibido allí con frecuencia como una religión extraña, insuficientemente inserta, asimilada y vivida en las culturas locales? He aquí toda la amplitud de una pastoral de la cultura en este contexto específico.

Multitud de realidades morales y espirituales, incluso místicas, que se viven en estas culturas, tales como la santidad, la renuncia, la castidad, la virtud, el amor universal, el amor por la paz, la oración y la contemplación, la felicidad en Dios, la compasión, son posibilidades abiertas a la fe en el Dios de Jesucristo. El Papa Juan Pablo II lo recuerda: « Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todos a los de la India, sacar de ese rico patrimonio los elementos compatibles con su fe, de manera que enriquezcan el pensamiento cristiano » (Fides et Ratio, n. 72). En cuanto expresiones del hombre en busca de Dios, las culturas orientales manifiestan, a través de las diferencias culturales, la universalidad del genio humano y su dimensión espiritual (Cf. Nostra Aetate, n. 2). En un mundo presa de la secularización atestiguan la experiencia vivida de lo divino y la importancia de lo espiritual como núcleo vivo de las culturas.

Es un gigantesco desafío de la cultura acompañar a los hombres de buena voluntad cuya razón busca la verdad apoyándose sobre estas ricas tradiciones culturales, como la milenaria sabiduría china, y guiar su búsqueda de lo divino a abrirse a la revelación del Dios vivo que, por la gracia del Espíritu Santo, se asocia al hombre en Jesucristo, único Redentor.

21. Otras grandes regiones —la Asamblea especial para América del Sínodo de los Obispos lo han puesto a plena luz— viven de una cultura profundamente modelada por el mensaje evangélico y, al mismo tiempo, son víctimas de un penetrante influjo de modos de vida materialistas y secularizados, que se manifiesta especialmente en el abandono religioso en la clase media y entre las







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |