Gertrud Detzel
Por: Tatjana Titova | Fuente: Revista La Nuova Europa, 2001, n. 2
En una época en que sacerdotes y obispos eran apresados u obligados a vivir en clandestinidad, Gertrud engendró a la vida de la fe a una multitud de cristianos.
Enséñame a rezar
Gertrud nació el 8 de noviembre de 1903 en el Cáucaso, en el pueblo de Rozdestvenskoe, en una familia rusa católica de origen alemán (1). Su padre era organista en la iglesia del pueblo. Gertrud era la tercera de diecisiete hijos de una familia muy unida. Desde la infancia se mostró una niña tranquila y reflexiva. Le iba bien en los estudios y pudo acabar la escuela secundaria. Se distinguía entre los demás niños porque rezaba mucho e iba a menudo a la iglesia.
Esto no era de extrañar. Vil’gel’m, su padre, todas las tardes antes de cerrar la iglesia rezaba en voz alta ante el Santísimo una bellísima oración. La niña se quedaba encantada, escuchaba con mucha atención y a su vez pedía a Dios: "Enséñame a rezar como papá".
Dios escuchó la oración de Gertrud: aprendió a rezar de modo tan hermoso y conmovedor, que la gente no se cansaba nunca de escucharla. Una amiga suya, sor Klara Ritter, recuerda que la pequeña Gertrud desde la infancia soñaba ser sacerdote, dedicarse a Dios, y cuando supo que las niñas no podían recibir el sacramento del orden, le sentó muy mal. Su hermana Valentina cuenta que la niña fue a confiar su dolor al párroco. Éste la tranquilizó diciéndole: «Ten paciencia, Gertrud: Dios mismo será quien te muestre lo que quiere de ti».
Pasaron los años... Gertrud creció y, como testifica Klara Ritter, un día su padre la llamó a su habitación y le dijo: «Debes buscarte un marido y formar una familia, porque tu madre y yo somos ya mayores y queremos que te construyas tu propia vida». Por toda respuesta, la hija escribió una carta al sacerdote a quien una vez había confiado sus intenciones.
El párroco, a su vez, mandó una carta al padre de Gertrud, el cual la llamó de nuevo y le dijo: «Gertrud, desde hoy podrás servir a Dios como le has prometido. No te debes preocupar más. El párroco me ha escrito: “Tío Vil’gel’m, usted debe estar orgulloso de que Dios le haya dado una hija como ésta, que quiere servirlo y ser su esposa”».
Poco tiempo después, Gertrud pronunció sus votos en la iglesia parroquial y “se desposó con la Iglesia”.
Las oraciones de los deportados
Las pruebas no se hicieron esperar. Estalló la revolución, comenzaron las persecuciones contra la Iglesia, los arrestos de sacerdotes... En 1929 la familia de Gertrud fue víctima de las represiones contra los kulaki: sus padres fueron trasladados, con todos los demás habitantes del pueblo, a Ingusetia, y ella en cambio a Tiflis. Cuatro años después, sus padres volvieron al poblado de origen, Rozdestvenskoe. Bien o mal la vida seguía y la gente se iba adaptando a las nuevas, duras condiciones... Comenzó la guerra. En octubre de 1941 los habitantes del pueblo alemán de Rozdestvenskoe fueron deportados.
En las memorias de Elena Merz (Vajgel’) leemos: “El 19 de octubre de 1941 nos deportaron a todos: a mi familia, a Klara Romme, a su tía y a Gertrud. Desde Tiflis a Bakú viajamos en tren, de Bakú a Krasnovodsk en barco. Viajaban con nosotros rumbo a lo desconocido los cantores de algunos coros parroquiales. Se reunían en el puente y cantaban espléndidos himnos religiosos. A los oyentes se les salían las lágrimas de los ojos...”
Lágrimas por el arrancón de la tierra natal, lágrimas de miedo frente a la incertidumbre del futuro, lágrimas de esperanza porque, al menos, los habitantes de pueblos enteros eran deportados juntos, y por tanto quizá podrían conservar su lengua, su cultura, los cantos melodiosos...
“Rezamos todo el trayecto hasta Pacht-Aral, en el Sur de Kazajstán... El Señor escuchó nuestra oración: nos pusieron a nuestra familia con la de Gertrud en la misma casa... Entonces no podía yo imaginar que Gertrud habría sido para mí y para muchos otros un ángel de la guarda y nos habría ayudado, con su oración inspirada, a superar la deportación y el reclutamiento en los batallones del trabajo”.
Al llegar a Pacht-Aral, los deportados fueron distribuidos en los koljoces, en los que debían dedicarse a recoger el algodón.
La verdadera vocación de Gertrud
En enero de 1942 se llevaron a los hombres para reclutarlos como fuerza de trabajo gratuita. Un año después les tocó la misma suerte a las mujeres. Llegaron a la ciudad de Gur’ev, en las proximidades de Astracán, después de haber viajado un mes entero en un tren de mercancías. Gertrud no perdía el ánimo y sostenía a todos en la convicción de que Dios escucharía sus oraciones y los ayudaría a resistir. En Gur’ev las mujeres alemanas trabajaban en las industrias petroleras haciendo las excavaciones para las tuberías. Gertrud era para ellas un ejemplo de paciencia y de firmeza. Elena Merz, coterránea y compañera de trabajo de Gertrud, recuerda así aquellos días: “Al llegar al destino, nos contaron como ovejas y nos distribuyeron en barracones. En el campo había también presos. Nos asustamos mucho, porque pensábamos que nos iban a dar el mismo trato que a ellos. Pero por la mañana nos dimos cuenta de que los guardias no estaban. Entendimos que habían llevado a los presos a otro sitio”. ¿Qué más se puede decir de las condiciones en que vivían las mujeres? La cosa principal en una situación como aquélla era no perder los ánimos, y precisamente allí se mostró en toda su plenitud la clara vocación de Gertrud.
En los barracones vivían de una parte las mujeres católicas, y de otra las luteranas. Por la mañana y por la tarde, Gertrud las llamaba a todas: “Chicas, vamos a rezar”. Durante el trayecto para ir al trabajo y en el camino de vuelta, todas las mujeres rezaban con ella. “Nos habían dado zapatos con suelas de madera. Cuando caminábamos, hacíamos un estrépito tal que parecíamos una recua de caballos que pasaba por un camino empedrado. Y éramos verdaderamente “caballos de carga”, con nuestros vestidos oscuros y sucios y las palas a la espalda”. La oración en estos momentos no era sólo una invocación a Dios, sino que sobre todo ayudaba a las trabajadoras a conservar la conciencia de ser personas, incluso con aquella indumentaria y los zapatos con suelas de madera. “En todo momento libre nos dirigíamos a Jesús y pensábamos que nuestros sufrimientos no eran nada comparados con los suyos”.
Honrar a Dios ante todo
A pesar del duro trabajo, Gertrud estaba siempre alegre, afable. Le gustaba decir: «El Señor nos ha dado esta cruz y Él nos ayudará a llevarla”. Enseñaba, bautizaba, ayudaba a sepultar los muertos. Hacia el final de la guerra, comenzó a “decir la misa”. Todos los domingos las mujeres se recogían en un barracón para rezar juntas. A este propósito se habían construido un “altar” y seguían las oraciones de la liturgia. Naturalmente, llegó el rumor de estas reuniones al comandante del campo. Un domingo, justo a la mitad de la oración, el comandante, de nacionalidad kazaja, entró en el barracón. Las presentes quedaron sin aliento, pero Gertrud continuó rezando. Cuando terminó, se acercó al comandante y le dijo: “Le pido disculpas: nosotras somos católicas, y cuando rezamos hablamos con Dios; por eso no podemos interrumpir nuestra oración”. El comandante la escuchó con calma y respondió: “Entiendo. La vuestra es una fe auténtica. Si hubierais escapado y hubierais dejado de rezar, había dudado de que fuera una fe verdadera. Hay que honrar a Dios ante todo”.
Para toda madre, la cosa más importante de la vida son los hijos. A las alemanas que habían sido reclutadas como fuerza de trabajo, les había sido prohibido llevarse consigo a los niños, que les habrían obstaculizado en sus trabajos. Gertrud las consolaba siempre diciendo: “Dios se encargará”. Cuando luego las madres obtuvieron el permiso para tener consigo a los niños, Gertrud comenzó a ocuparse de ellos, enseñándoles a rezar y a cantar.
Sus compañeras de trabajo contaron más adelante: “Todos querían y respetaban a Gertrud. Siempre paciente y alegre, era un ejemplo para nosotros. El trabajo era muy duro, y si Dios no nos hubiese dado la fuerza, habríamos muerto todas. En cambio de nosotras murió sólo una mujer, y todas las demás hemos sobrevivido.”.
Después de algún tiempo, Gertrud fue arrestada por “propaganda religiosa” y condenada a cinco años de reclusión. Sin embargo, también en la cárcel continuó haciendo lo que, por profunda convicción, consideraba que era su deber. Rezaba, cantaba himnos en ruso y alemán, sostenía moralmente a las compañeras de desventura que perdían los ánimos. Muchas de ellas, como hoy se ha sabido, habían sido encarceladas ilegalmente.
Fue puesta en libertad antes de cumplirse el tiempo de la condena. Los conocidos de Gertrud recuerdan que en ocasión de una amnistía, el director de la cárcel había decidido: “Hay que liberarla lo antes posible, antes que convierta a todos los detenidos, y a nosotros con ellos”. Cuando se dio lectura a su expediente, todos se dieron cuenta de que lo que estaba escrito eran todo cosas buenas: “... ha enseñado, ha bautizado, ha dado sepultura a los difuntos, ha visitado a los enfermos...” Y estaba en prisión por esto. Los jueces decían entre sí: “Tenemos delante una santa”. Le fue dada la palabra para defenderse. Gertrud dijo: “Soy católica. Nuestra fe exige que pongamos todos nuestros conocimientos a disposición del prójimo, que lo ayudemos. Lo que se hace por el prójimo, se hace por Dios”. Agradeció por la liberación sobre todo a Dios (“todo lo que hay de bueno viene del Señor”), luego a las autoridades y a todos los presentes. Los jueces se pusieron en pie, le dieron la mano y le desearon un buen viaje.
Mi arzobispo
Después de ser liberada, partió para Karaganda, donde había muchos católicos y donde estaban llegando los sacerdotes, que en los años 50 empezaban a salir de los tristemente famosos lager del GULag.
Dotada de capacidad organizativa, reunió en una gran comunidad grupos aislados de fieles. Ella misma entró en la tercera orden franciscana. Gertrud había siempre soñado ir al convento, pero no le fue posible. Vivía en su casa, pero observaba todas las reglas de un monasterio: cada día leía y meditaba textos religiosos. Observaba el silencio, vivía en pobreza. Su hermana Valentina un día le propuso comprar un diván. Gertrud respondió: «¡Pero hemos hecho a Dios voto de pobreza!».
La gente iba a menudo con ella, quien para pedir un consejo, quien para lamentarse de que la vida era injusta o para mostrar disgusto por los errores ajenos. En casos como estos, Gertrud respondía: «Ese hombre ha confesado ya sus pecados, Dios lo ha perdonado, ¡y usted sigue con lo mismo!». Nunca hablaba de los errores de los demás, nunca juzgaba. Sor Klara Ritter recuerda: «Desde la primera vez que hemos visto rezar a Gertrud pensamos que era una santa o que el Espíritu Santo hablaba por medio de ella. Su modo de rezar atraía a la gente. Durante las fiestas y domingos, Gertrud leía el Evangelio a los fieles y explicaba el pasaje que había leído, para que todos pudieran comprender la Palabra de Dios. Muchos lloraban, porque sabía hablar con tanto amor y compasión de los padecimientos de Jesús, del hecho que Cristo había sufrido, que había derramado su sangre hasta la última gota y había muerto en la cruz por nosotros. Los fieles le estaban muy agradecidos, porque no había libros que explicaran estas cosas y los sacerdotes, a causa de las persecuciones, no podían hablar abiertamente de los mandamientos de Dios. Gertrud, en cambio, lo hacía, a pesar de haber estado ya en la cárcel... Ella y sor Klara Romme, junto al P. Bukovinskij, iban a misionar a lugares donde la gente por muchos años no había visto nunca un sacerdote. Tenían un solo fin: el de salvar almas para el Cielo, para Jesucristo. Por eso ninguna dificultad les asustaba».
Gertrud trabajó mucho con el obispo Aleksandr Chira, que la definía “un ángel con rostro humano” y decía: «Gertrud es mi arzobispo». Las autoridades la perseguían, la convocaban para interrogarla, le prohibían rezar, pero ella seguía lo mismo su ministerio y ayudaba a todos como podía.
El obispo Iosif Vert recuerda con mucho afecto a Gertrud, que fue su primera maestra, y cuenta que «en Karaganda centenares, si no millares de fieles, niños y adultos fueron preparados para recibir los sacramentos por Gertrud. Si de las comunidades católicas de Karaganda han salido doce sacerdotes y muchas monjas, estos es en gran parte mérito suyo. Casi todas estas personas o sus padres crecieron a la escuela de Gertrud. Todos los que la han conocido testimonian que nunca en su vida encontraron a nadie como ella.
El día después de la fiesta de la Asunción, el 16 de agosto de 1971, a las siete de la mañana, Gertrud murió de una enfermedad terrible, un tumor en los pulmones. Al comienzo había estado ingresada en el hospital, pero luego la habían mandado a su casa- No pensaba en la muerte, continuaba esperando poder trabajar un poco todavía, ser útil a los hombres y a Dios.
Sor Klara Ritter fue quizá la última que habló con ella. «María, Madre celestial —había rezado Gertrud el día antes de morir—, hoy es un día solemne, de gran alegría. Llévame contigo, te lo ruego».
La Santísima Virgen escuchó su oración. Mientras todos asistían a la misa celebrada por el P. Stefan, Gertrud dejó este mundo para entrar en la morada eterna de Dios.
Dice sor Klara Ritter: «Gertrud se ha ido volando como un ángel, con la sonrisa en los labios. Era tan hermoso mirarla, que no podía quitarle la mirada de encima. Pensaba que Dios, después de haber mostrado todas sus obras buenas, ahora la había asignado un hermoso lugar en su Reino. Celebramos los funerales de nuestra querida Gertrud el 18 de agosto de 1971. Estaba toda rodeada de flores. Muchísima gente, mayores y niños, vinieron a darle el último saludo a la tan querida Gertrud, que durante toda su vida hizo sólo el bien».
Tat’jana Titova es una joven católica, colaboradora en la «Sibirskaja katoliceskaja gazeta», revista mensual de la diócesis de Novosibirsk para los católicos de la Rusia asiática.
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1 En el imperio ruso, sobre todo en las regiones meridionales y occidentales, era fuerte la presencia de agricultores alemanes, descendientes de los colonos invitados a finales del s. XVIII por Catalina la Grande para resanar las zonas pantanosas del Volga. La minoría alemana gozaba de una amplia autonomía religiosa y cultural, y había conservado su propia lengua madre. Después de la revolución y sobre todo con la II Guerra Mundial, los “alemanes del Volga” sufrieron persecuciones de todo tipo, entre las cuales la deportación en masa a las regiones de Asia central. regresar