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La Comunidad religiosa ¿Signo de la Esperanza de la Cruz?
Texto inédito del cardenal Eduardo Pironio, entregado a los miembros de la vida consagrada


Por: ISCA | Fuente: www.isca.org



 Terminando el año de la vida consagrada queremos proponerles releer y rumiar un texto siempre actual del querido Cardenal Pironio, escrito en Roma en julio de 1985. Se trata de un texto inédito del cardenal Eduardo Pironio, entregado a los miembros de la vida consagrada, en misa de apertura de la 110ª Asamblea Plenaria, en el marco del Año de la Vida Consagrada (Basílica de Luján, 8 de noviembre de 2015)

  

“La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado”. (Rm 5,5)

 

Lo esencial en nuestra vida cristiana no es la pobreza ni la cruz, sino el amor. Sobre todo el amor con que Dios nos ama. Somos pobres –o mejor, Dios nos hace radicalmente pobres– para tener más capacidad de amar y de experimentar más hondamente la necesidad y la gracia de haber sido amados primero. “En esto consiste el amor –dice San Juan–: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). La realidad de la cruz, en la vida y el ministerio de Jesús, se inserta como el único modo definitivo y concreto de amar: “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Por eso la vida cristiana –que tiene su fuente en el Misterio Pascual de Jesús– es un testimonio del amor, es decir, un testimonio de la resurrección que vence definitivamente la muerte para hacernos vivir en la “vida nueva” que nace de la cruz. De ahí la alegría honda e inconmovible del cristiano. Ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni los peligros, ni la espada, nada ni nadie “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor Nuestro” (cf. Rm 8,38-39).



La cruz revela el amor; el amor explica la cruz; la cruz y el amor hacen posible e indefectible nuestra esperanza. “La esperanza no falla, dice San Pablo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). No se trata simplemente de un conocimiento teórico del amor con que Dios históricamente nos ha amado en Jesucristo. Se trata de una experiencia íntima y personal del Espíritu que habita en nosotros y grita constantemente en nuestro interior: “Abbá, Padre” (Rm 8,15). Es significativa la insistencia con que San Pablo afirma que el Espíritu habita en nosotros (cf. Rm 8, 9 y 11). Esa habitación fecunda del Espíritu en nuestro corazón es lo que nos permite “conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento” (Ef 3,19) y nos hace entrar en comunión con sus padecimientos, configurándonos con su muerte y haciéndonos partícipes de su resurrección (cf. Flp 3,10-11).

No podemos hablar de la cruz como fuente insustituible de esperanza sino desde una relación con el amor de Dios y con el Espíritu Santo que brota esencialmente del costado abierto de Cristo glorificado por la cruz (cf. Jn 7,39 y

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19,34). En realidad se trata de una misma cosa: del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

Este mismo Espíritu es el que anima la comunidad religiosa reunida en el nombre del Señor resucitado. La hace profundamente unida y orante, alegre y sencilla. La cruz la hace crecer en madurez interior, en fraternidad evangélica, en sinceridad de acogida. Quien se acerca a una comunidad religiosa particularmente visitada por la cruz no encuentra tristeza sino un dolor serenamente compartido y una alegría silenciosa que transmite la seguridad de la esperanza. De esta esperanza teologal –que en el interior de una comunidad religiosa brota de la cruz pascual– quiero hablar sencilla y brevemente en esta líneas. Lo mío no nace de una profundización bíblico-teológica, sino de la providencial experiencia de una cruz personal (recibida como un don del Padre) y de la riquísima experiencia compartida, durante casi diez años, con tan variadas comunidades religiosas, en mi humilde servicio a la vida consagrada Doy gracias al Señor por ambas cosas: por mi cruz y la de las comunidades religiosas. En ambos casos, aunque a niveles distintos, la cruz ha sido no sólo signo sino sobre todo fuente de esperanza. Estoy seguro que si no hay más profetas en el mundo, es porque abunda la resignación y falta el coraje, sobran las palabras y falta la contemplación, se multiplican los hombres que maldicen las tinieblas y faltan los hombres que serenamente crucificados tienen todavía tiempo y ánimo para encender una luz: la luz envidiable y única de la esperanza cristiana.



 

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame”. (Lc 9,23)

 

Es una frase que sabemos de memoria. Y que en los tres Sinópticos sigue a la profesión de fe de Pedro y al primer anuncio de la pasión. Lucas explicita: “decía a todos”. Y Marcos “llamando a la gente a la vez que a sus discípulos” (Mc 8,34). Quiere decir que vivir la cruz no es un privilegio de algunos pocos, sino exigencia normal en todo cristiano (aunque haya diferentes niveles de participación en la cruz del Señor, así como hay diferentes modos de ser sus discípulos).

 

Es interesante conectar este texto –sobre la necesidad de tomar la cruz– con el de la necesidad de acoger la Palabra de Dios y cumplirla: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21). La verdadera familia de Jesús, sus discípulos, son estos: los verdaderamente pobres. los que escuchan la Palabra de Dios y la realizan, los que asumen cotidianamente la cruz del Señor y lo sirven. Son como María, los verdaderamente felices: “Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

El texto citado más arriba tiene también una vinculación muy estrecha con la particular invitación de Jesús al joven rico a seguirlo más de cerca: “Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme” (Mc 10,21).

Hay niveles en el seguimiento de Jesús. Pero en todos encontramos necesariamente la pobreza, la caridad y la cruz. La alegría de ser cristiano supone siempre la libertad interior del desprendimiento efectivo, la disponibilidad total para amar a Dios y a los hermanos, la generosidad para asumir cada día la cruz adorablemente preparada por el Padre. Es un camino normal para vivir cotidianamente las bienaventuranzas evangélicas.

Toda vida cristiana –desde el niñito apenas bautizado hasta el anciano monje bien amaestrado en los caminos del Espíritu– es una honda asimilación de la cruz pascual del Señor, una participación real en el misterio de su muerte y resurrección: “Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,19-20). Crecer en Cristo es necesariamente crecer en la fecundidad del Misterio Pascual en que fuimos bautizados. Lo recordamos cada año en la gran noche de la Vigilia Pascual: “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,3-4). La “vida nueva” no es simplemente un estilo mejor de hacer las cosas; es hacerlas invadidos por la Trinidad, configurados con Cristo, conducidos por el Espíritu. La vida nueva es Cristo mismo: “todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo (Ga 3,27). “Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3,3-4).

¿Por qué recordamos estas cosas tan simples y elementales? Porque no siempre lo elemental resulta necesariamente evidente. Cuando nos llega la cruz nos olvidamos que hemos sido privilegiadamente elegidos para seguir al crucificado y que fuimos esencialmente bautizados en su muerte. Mientras peregrinamos hacia el Padre vamos creciendo en la madurez de la cruz: la de Cristo, la de los hombres, la nuestra. La de Cristo se nos convierte en firmísima esperanza, la de los hombres en compasión fraterna, la nuestra en soledad

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fecunda y ofrenda generosa. No es que tengamos que desear la cruz ni pedirla. Hay que dejar que ella vaya creciendo en nosotros, como crece Cristo.. Sólo pedir que esté allí María y que no nos falten amigos que nos acompañen de cerca en el silencio de la oración.

La vida religiosa –porque lleva a plenitud la consagración bautismal– supone una particular participación en la cruz salvadora de Jesús. Hay mucha alegría en la vida religiosa: la que viene de una especial experiencia del amor de Dios, de la fraternidad evangélica, del equilibrio del silencio y de la profundidad de la oración. La alegría de saber que toda la vida está entregada para la gloria del Padre y la salvación de los hermanos. Pero hay una alegría especial y muy honda que nace de la cruz pascual; es la alegría de quien se sabe particularmente visitado por el Señor y hecho definitivamente libre. La Cruz, como la verdad, nos hace libres. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5,1). Y lo hizo desde la cruz. Por eso Pablo experimenta una alegría indescriptible en la cruz redentora de Jesús: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Ga 6,14).

La vida religiosa no es un rechazo del mundo, sino un modo de amarlo como lo amó el Padre dándonos a Cristo (cf. Jn 3,16-17). Un modo de comprenderlo en su bondad original y en el dramático riesgo de su pecado. Un modo de participar en la reconciliación del mundo por medio de Cristo: “Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Co 5,19).

Esta participación en la misión reconciliadora de Cristo es maravillosa y entusiasmante. Pero no es fácil. Supone necesariamente la cruz: “Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1,19-20). Hoy hay urgente necesidad de reconciliación: entre los pueblos, entre los diferentes grupos que componen la sociedad, entre los mismos miembros de la Iglesia. A la Iglesia le ha sido confiado “el ministerio de la reconciliación” y “la palabra de la reconciliación” (cf. 2 Co 5,18-19). Una primera cruz es la sensación de la aparente ineficacia de este ministerio y de esta palabra: los pueblos siguen enfrentados y los hombres divididos.

Pero hay una cruz anterior todavía, más honda y dolorosa: sigue la división en la Iglesia misma. En el fondo porque nos falta pobreza y humildad para acoger a Cristo y aceptar a nuestros hermanos. Sucede lo mismo en algunas comunidades religiosas: no pueden ser signo de esperanza porque la cruz que se vive adentro no es precisamente la de Cristo. La cruz de Cristo es esencialmente una cruz de reconciliación, de comunión, de paz: derriba el muro de enemistad, crea de los dos pueblos un solo Hombre Nuevo y reconcilia con Dios a ambos en un solo Cuerpo por medio de la cruz (cf. Ef 2,14, 16). La cruz de Cristo crea

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comunidades nuevas, sencillas y alegres, orantes y acogedoras, donde fácilmente se descubre la presencia del Señor resucitado y se respira normalmente la esperanza. Una comunidad así hace cotidianamente presente el Misterio Pascual de Jesús: lo celebra en la Eucaristía y lo expresa sencillamente en la vida consagrada. Es una comunidad testigo que necesariamente crece y se difunde

 

“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto”. (Jn 12,24)

¡Cuántas veces hemos meditado en este texto! ¡Cuántas veces lo hemos predicado con amor y entusiasmo! Hay veces que nuestra única oración se reduce a acoger con gratitud la fecundidad del dolor, del silencio y de la muerte. “Si el grano de trigo no muere...” Hace mucho, muchísimo tiempo (no sabría precisar cuánto), que me hace feliz reconocer en este texto la clave de la fecundidad de mi vida providencialmente marcada por la cruz. Lo gusto adentro con serena alegría; lo predico a todos con infalible confianza; lo propongo a algunos con temor, admiración y respeto. ¡No es fácil asumir la cruz con alegría y esperar con serenidad la muerte! Pero ahí está lo esencial de nuestra vida, lo verdaderamente cristiano. Jesús habla del grano de trigo cuando anuncia su glorificación por la muerte; entonces anuncia que “ha llegado la hora” (Jn 12,23); la hora que no había querido que su Madre adelantara en Caná, porque iba a ser dolorosamente fuerte para ambos (cf. Jn 2,4 y 19,25). Pero definitivamente fecunda para todos: para Cristo, para el Padre, para los hombres. “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17,1). El fruto de esta glorificación por la cruz es el Espíritu que antes no había sido dado a los discípulos, “pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7,39).

En la vida de Jesús todo adquiere sentido desde la cruz. También su Palabra y sus milagros. Pero no porque quiera asumir el sufrimiento como definitivo, sino porque quiere vencer el sufrimiento con su propia muerte. “Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Será el momento de la reconciliación universal, de la verdadera libertad y de la gracia.

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Nos cuesta comprenderlo humanamente: pero nuestra vida es vacía sin la cruz. Las palabras, aún las mejores, son siempre superficiales y externas: sólo la cruz de la Pascua es esencial e íntima

Hay algo más todavía. Quizás sea relativamente fácil asumir y ofrecer el propio sufrimiento. La fe nos hace descubrir allí una particular configuración con Cristo muerto y resucitado. Pero ¿qué pasa con el dolor absurdo de los que no tienen fe y que descubren precisamente en él nuevos motivos para renegar de un Dios Padre que los tiene incomprensiblemente inutilizados? Es muy difícil explicarles lo del grano de trigo y pretender que entiendan la belleza y fecundidad de la espiga que va naciendo. Lo que hace falta entonces es tener una gran capacidad de compartir en silencio ese sufrimiento, de hacerlo nuestro, de compadecer. A la gente les hace bien esta actitud nuestra de compasión y de esperanza. Pero esto no se improvisa. Quien no está habituado a contemplar a Jesucristo crucificado y a asumirlo con serenidad adentro; quien no se ha esforzado nunca por llegar con amor al pobre y descubrir allí a Jesucristo llagado y solo, hambriento y enfermo, desnudo y preso, no puede improvisar artificialmente una actitud de compasión. Compadecer es asumir profundamente el dolor de los demás, hacerlo propio, darle sentido y ofrecerlo: el dolor en la carne y en el espíritu, en el cuerpo y en el alma, en la persona y en la familia, en el pueblo y en el mundo.

Una comunidad religiosa es un lugar privilegiado donde este dolor es asumido y ofrecido, iluminado y hecho fecundo. Puede ser el dolor de la familia propia o de la familia de otro miembro de la comunidad, el dolor de un vecino del barrio o de un desconocido que golpea a la puerta para contar su desgracia. Puede ser el dolor de una mamá que llora porque al hijo lo llevaron a la droga, el dolor de un padre que ha quedado sin trabajo, o el dolor de un muchacho que hace tiempo recibió su título profesional pero todavía no puede utilizarlo. Puede ser el dolor del hambre y la miseria, de la injusticia y la violencia, de la incomprensión, el odio o la indiferencia. Puede ser el dolor del anciano abandonado o del enfermo que espera inútilmente una visita. Puede ser el dolor comunitario de un pueblo oprimido o de un grupo inexplicablemente marginado. Puede ser el dolor oculto de tanta gente que sufre en silencio sin que ninguno imagine su tragedia.

Hay mucho dolor en el mundo, pero Dios nos hizo hermanos para vivirlo juntos. Como Jesús en la cruz, hace falta cargar las dolencias de los hombres (cf. Is 53,4). Lo cual significa dar sentido al dolor y transformarlo en gracia. Jesús vino para quitar el pecado del mundo (cf. Jn 1,29); por eso Dios “le hizo pecado por nosotros” (2 Co 5,21). Pasa lo mismo con la cruz asumida con amor: el Padre nos crucifica para hacer fecunda nuestra vida y aliviar el dolor de los hermanos. Esto engendra en nosotros una alegría muy honda y serena que es el mejor signo 6 de que la cruz no la hemos inventado nosotros sino que es participación en la cruz verdadera del Señor.

 

“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).

 

¡La alegría de la cruz! no es algo que se perciba superficialmente con la sensibilidad. Es algo que se gusta en la zona más profunda del alma, ahí donde se experimenta también la presencia de la Trinidad Santísima. Es la alegría de sentirse privilegiadamente elegido para participar en la cruz redentora del Señor, para completar en la propia carne lo que falta a la Pasión de Cristo. La Pasión de Cristo quedó definitivamente acabada en su Cabeza, pero falta todavía ser completada en sus miembros. Cristo continúa padeciendo en nosotros hasta el final de los tiempos; cada dolor del hombre es una especie de revelación salvadora de Jesús. El dolor de la humanidad (¡de toda la creación!) es un signo de que hemos sido redimidos “en esperanza”, pero que aún aguardamos “vivamente la revelación de los hijos de Dios” (cf. Rm 8,18-25). Cristiano es aquel que espera “con amor” la manifestación de Jesús (cf. 2 Tm 4,8). Entre tanto lo va descubriendo cotidianamente en su camino: en los pobres, en los enfermos, en los necesitados. La alegría de la cruz es esta admirable capacidad para acoger la presencia del Señor en los que sufren: sentir al Señor muy cerca y adentro. Siempre me impresionó esta frase de San Pablo: “A vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo... no sólo que creáis en él, sino que padezcáis por él” (Flp 1,29). Saber sufrir es una gracia. Sería el momento de creer “en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16).

La alegría de la cruz se da, ante todo, en la profundidad del alma. Allí se siente, como regalo del Padre, una gran paz, una serenidad inconmovible. El alma es como una roca sobre la cual primero chocan las aguas, pero después se deslizan como acariciándola. Uno se siente como envuelto en la ternura de Dios;

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el dolor queda, pero transfigurado; uno llora, pero las lágrimas se hacen transparentes: por ellas se descubre un alma serena que ama y se siente amada. No hace falta esperar mucho tiempo para gustar la realidad de la promesa de Jesús: “vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16,20). O también: “vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22). En otra parte –precisamente cuando nos habla del amor del Padre y de la necesidad de ser podados y permanecer en Cristo para dar frutos– Jesús nos asegura: “os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn 15,11). Cuando el dolor es más intenso Jesús nos hace comprender que hemos entrado en comunión con sus padecimientos hasta hacernos semejantes a él en su muerte (cf. Flp 3,10). Pero la muerte es provisoria; lo definitivo es la vida. También nos hace comprender que hemos cargado sobre nuestras espaldas el dolor de la humanidad. Y entonces somos verdaderamente libres.

San Pablo, en un hermosísimo texto conecta el consuelo o la consolación con estos tres términos: Dios, nuestras tribulaciones, el sufrimiento de los hermanos. Es el Padre, “Dios de toda consolación”, quien “nos consuela en toda tribulación nuestra para poder consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Co 1,3-7). El sufrimiento engendra consolación, no sólo la sigue. Por eso la cruz es signo y fuente de esperanza.

“Junto a la cruz de Jesús estaba su madre” (Jn 19,25). El momento más hondamente doloroso de Jesús –cuando experimenta incluso el abandono del Padre– está marcado por la presencia silenciosa de María. María está allí para ofrecer y comenzar. Ofrecer generosamente al Hijo (como lo hizo un día en el Templo, María “la oferente”). Comenzar su tarea de Madre de una humanidad sellada por el sufrimiento pero redimida en esperanza. Las palabras de María en Caná de Galilea quedaron resonando en la historia como una exhortación al compromiso: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Las palabras de Jesús en la cruz quedan sonando en la soledad de la noche como una invitación a la esperanza: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”. “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). Desde aquel momento la noche se convirtió en día, la tristeza en gozo, la cruz en esperanza. Los hombres empezaron a llamar a Dios “Padre de la misericordia” y a María “Madre de la santa Esperanza”.

 

 

 

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