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Mi esposa tiene Alzheimer
“Mi mujer ha olvidado su nombre, no me reconoce y confunde la televisión con la realidad”.


Por: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma |




“Mi mujer ha olvidado su nombre, no me reconoce y confunde la televisión con la realidad”.

Hace escasos diez años que Consuelo, la mujer con la que Francisco Galindo se casó hace ya cincuenta años, padece la temida enfermedad de Alzheimer. A los 57 años Consuelo empezó a perder la memoria. Visitaron algunos doctores, incluso psiquiatras. Pero las pastillas tan caras que le recetaron no surtían efecto. Algunos especialistas dictaron el terrible veredicto: son los síntomas de una demencia senil avanzada: Alzheimer.

Francisco compró todos libros y revistas publicadas. Con cariño y sacrificio se volcó de lleno en la enfermedad de su mujer y aprendió a convivir con la demencia de su esposa. No fue ni está siendo nada fácil: “Consuelo no puede hacer nada sola. No se reconoce en el espejo. A su lado la vida es una anécdota constante. Si me despisto un segundo, tira los platos a la basura o deja el gas encendido. Cada dos por tres se pone la ropa interior por encima del vestido; si le dejo el desayuno delante, se bebe lo suyo y lo mío. Es desesperante”.

Alguien ha tenido la osadía de calificar al Alzheimer como la guillotina que nos aguarda a todos tarde o temprano. Hablando con propiedad, el Alzheimer es una patología que consiste en el envejecimiento cerebral. Las neuronas y arterias cerebrales se debilitan y mueren. Si bien es verdad que el origen de esta enfermedad es variado, los neurólogos afirman que se deben a causas de tipo genético o a factores adquiridos del ambiente. Al aumentarse la calidad de vida, se ha disparado también la duración de la misma. Y esto sucede hasta en las mejores familias, porque el Alzheimer toca a las puertas de los ricos como a las chozas de los pobres. No tiene tarjeta de visita ni preferencias. ¿Quién no recuerda el caso Rita Hayworth o de Ronald Reagan?

Si bien es verdad que la mayoría de los afectados superan los 65 años, los primeros síntomas pueden asaltar a cualquier persona en la década de los cuarentas. ¡No es para alarmarse! Son casos muy aislados.

¿Y si algún ser querido de tu familia...? Dios no lo quiera, pero puede darse. Entonces no podremos hundirnos ni desconcertarnos con la llegada del dolor. La enfermedad no es un monstruo devorador de vidas. No basta la resignación, por más cristiana que nos parezca. La esperanza, por el contrario, es activa, es ardiente, es gozosa. La esperanza descubre en la enfermedad, por terrible y tremenda que parezca, un estado, una etapa y parte de la vida. La enfermedad no crea víctimas, sino calidad de vida; vida en otra dimensión, más misteriosa, menos comprensible y adecuada a nuestros deseos, pero vida. Vida de una persona, de un ser humano, aunque haya perdido la memoria y sus facultades.

He conocido muchos casos, dolorosos, pero ejemplares. Si bien es verdad que sólo se dispone de fármacos como la tacrina para intentar retrasar un poco el desarrollo de la enfermedad, después no hay nada que la retarde. Lo único que queda es valorar y apreciar la calidad de vida del enfermo. Y esto es un reto para quienes viven al lado, se desvelan y cuidan con sacrificio a sus seres queridos. Entonces los días se alargan y tienen “treinta y seis horas”. No es fácil porque el amor y el cariño llevan al conflicto de lo que se quiere hacer, lo que realmente se puede y lo que se debería hacer por el enfermo.

Si alguna vez lo ves en otro o te toca sufrirlo en carne propia, recuerda que el Alzheimer no hace “niños grandes que se mueren poco a poco”. Cualquier paciente, sumido en la más calamitosa enfermedad, capta y agradece el cariño, la ternura y el amor.




 







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