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Se cuenta que en el antiguo reino de Nápoles...

Un criminal entre 56 inocentes
Necesito tu valioso auxilio para re­solver una compleja materia: ser severo y misericordioso al mismo tiempo


Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr



Se cuenta que en el antiguo reino de Nápoles, mucho antes de la invasión de las tropas francesas, había muerto el gran consejero, en cuya sabiduría se apoyaba el sobe­rano para gobernar la nación, y ahora este último vacilaba en nombrar al que debía sustituirlo.

Se inclinaba por un amigo suyo llamado Jenaro, un juez experimen­tado y hombre íntegro que no titu­beaba en dar público testimonio de su fe. Pero el importante cargo era codiciado también por otros persona­jes de la corte, y el rey debía evitar los choques entre partidos. Buscando la manera de nombrar a Jenaro sin he­rir susceptibilidades, tuvo por fin una idea brillante: “Jenaro es sin duda el magistrado más competente de todo el reino. Voy a plantearle un caso muy in­trincado, y doy por hecho que lo resol­verá. Con una demostración pública de su capacidad, nadie podrá discutir su nombramiento…”

Una vez tomada la decisión, el so­berano envió una carta a Jenaro:

“Necesito tu valioso auxilio para re­solver una compleja materia. A menu­do llegan hasta mí quejas de la justicia napolitana, a la que se acusa de dura e inflexible. Con el propósito de verifi­car si estas quejas tienen fundamento, quiero que se examine el procesamien­to de algunos condenados. Para ello, he elegido la prisión de Castel dell'Ovo, donde están confinados los peores cri­minales de Nápoles.

“Por lo tanto, te envío a dicho lugar para revisar el proceso de cada reo. Me confío a la agudeza de tu inteligencia y a tu amplio conocimiento jurídico. Sé que ofrecerás una pública demos­tración de misericordia, sin lastimar la justicia ni la ley que imperan desde ha­ce siglos en nuestro reino".



“Acompaña a esta carta un Decre­to Real que te otorga facultades pa­ra administrar justicia en nombre mío ante los encarcelados de Castel dell'Ovo”.

* * *

La lectura de la carta dejó al ma­gistrado sumido en graves pensa­mientos. ¡Qué difícil encargo le ha­cía el rey! Ser severo y misericordioso al mismo tiempo, ¡y para colmo en la prisión de Castel dell'Ovo! Pero Je­naro no era hombre que huyera de los problemas. Invocó la protección de San Ivo, patrono de los abogados, se despidió de su esposa y partió a la fortaleza-prisión.

Los medios de transporte de aquel tiempo no eran tan rápidos como los actuales; y cuando Jenaro llegó al mal afamado presidio, ya ha­bía corrido por todas partes la noti­cia del desafío jurídico que lo aguar­daba.

Las reacciones eran dispares: mientras algunos consideraban im­posible emplear misericordia con al­guno de tales criminales, otros te­mían que el juez, en un arranque de liberalidad, dejara la justicia a un la­do para soltar a unos pocos. Pero to­dos concordaban en la complejidad del caso, que ponía en juego la com­petencia profesional de Jenaro tanto como la bondad que se espera de un magistrado católico.



* * *

La primera medida tomada por Jenaro fue reunir en el patio a todos los reclusos, un total de 57. ¡Qué as­pecto! Cada rostro era una estampa del vicio.

Sobre su mesa se acumulaban los procesos: asesinatos, robos, secues­tros y otros crímenes tan viles que no cabe mencionarlos. Los reclusos ha­blaban entre sí en un dialecto propio. Un bandido con un ojo con un parche y la nariz torcida comentó:

Mo'… Este juez es un beato… ¡Si sigue lo que dice la Biblia tiene que soltarnos!

Otro delincuente, con el rostro mar­cado por una gran cicatriz, agregó:

–¡Miren!, no hay nada más que ver su cara para saber que esta tarde es­taremos en la calle.

Viéndolos a todos reunidos, Jena­ro los llamó uno a uno, debidamente escoltados, para tomarles declaración. Al llegar el primero le preguntó:

–Y bien, ¿por qué estás aquí?

El criminal, mejorando su cara has­ta donde podía, se declaró inocente, víctima de calumnias y de tribunales injustos, para concluir con cinismo:

–Estoy seguro que ahora recibiré la libertad que merezco por derecho, como hombre honesto que soy.

El juez escuchó con atención y pidió al escribano registrar la declaración en su libro. A continuación vino el segun­do, luego el tercero, el cuarto… hasta llegar a 56 reos. Todos declaraban su inocencia alegando los más variados motivos, y Jenaro se mostraba com­padecido por las injusticias que aque­llos hombres decían haber sufrido. Los guardias comentaban entre sí: “¿Será posible que el juez crea las mentiras de estos bandidos? ¡Ni el hombre más in­genuo les daría crédito!”

Por fin llegó el último. Era un mu­chacho flaco e imberbe, que no supe­raba los 19 años. No tenía la arrogan­cia del resto, más bien se acercaba tí­mido y cabizbajo. Sentía vergüen­za de presentarse ante el juez, repre­sentante de la justicia y del rey. Tan­to desentonaba con los demás, que el magistrado consultó al respecto con el comisario de policía.

–¿Ése? El pobre chico es huérfa­no, un labrador sin empleo. Fue cap­turado ayer robando legumbres y fru­tas en la feria. Si está aquí es porque cometió el delito en las cercanías, pe­ro en breve será trasladado a una cár­cel de baja peligrosidad, antes que le den aquí la “bienvenida”…

El juez frunció el ceño, miró fija­mente al muchacho y le preguntó:

–Y tú, joven bellaco, ¿qué me di­ces a tu favor?

Inclinando todavía más la cabeza, el pobre muchacho dijo con un hilo de voz:

–Nada señor… Robé, y eso es pe­cado. Manché el nombre de mi difun­to padre y desobedecí la enseñanza de mi madre sobre los mandamien­tos. Merezco pagar en la cárcel lo que hice, porque fue malo.

El magistrado se mostró todavía más serio y sentenció:

–¡Basta! Con este caso conclu­yo mi misión en nombre del rey. En cuanto a los 56 declarantes anterio­res, todos afirmaron su más comple­ta inocencia. Cosa muy admirable en una sociedad tan corrupta como la nuestra.

Y dando un fuerte golpe con el martillo de madera, proclamó:

–En nombre de Su Majestad, de­claro inocentes a los otros 56.

Los criminales sonrieron satisfe­chos mientras los guardias se mira­ban de reojo, incrédulos y abismados. El juez prosiguió:

–Decido también que el Estado napolitano ha de asumir la custodia de vuestra inocencia contra la mal­dad imperante allá afuera. Así pues, todos habréis de seguir en esta cárcel por tiempo indefinido bajo protec­ción policial.

Se volvió de inmediato hacia el chico que había prestado la última declaración:

–Y tú, pérfido, que tan descara­damente reconoces tus crímenes, yo te expulso de aquí para evitar que tu malicia contamine a 56 inocen­tes. Huérfano, hambriento y des­empleado… te condeno a ser con­tratado como jardinero en el Tribu­nal de Nápoles. Búscame después para concertar el cumplimiento de tu pena. ¡Guardias! Llévenselo has­ta la iglesia más cercana por si quie­re confesarse, y castíguenlo con una buena merienda antes de nuestra partida.

* * *

¡Vaya giro! Estupefactos, los cri­minales quedaron sin habla mien­tras los guardias sonreían de satis­facción.

La noticia del espectacular jui­cio corrió por todo el reino, y Jena­ro fue nombrado gran consejero. El rey se mostró muy complacido al ver que su amigo no lo había decepciona­do y, naturalmente, nadie se atrevió a cuestionar el nombramiento de un juez tan justo y sagaz.

En cuanto al “pérfido” muchacho, fue contratado como jardinero del Tribunal, bendiciendo al magistrado que lo consideró el único criminal en­tre 56 inocentes…







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