Ante el cuadro
Por: P. Manolo Pérez |

El tema del cuadro de Rembrandt es el retorno espiritual de la humanidad entera a Dios.
Reproduce la parábola de Jesús contada hacia el año 30, recogida por Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio, 40 años después. El contexto es las críticas de los fariseos y doctores de la ley: “todos los publicanos y pecadores se estaban acercando para escucharlo. Los fariseos y los escribas, sin embargo murmuraban: ‘Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos’. Entonces Les contó esta parábola” (Lc 15...).
En la parábola del Hijo Pródigo, los protagonistas somos: la parábola del s. lº y su autor, los personajes de este cuadro del s.XVII y su autor, y cada uno de nosotros ante el planteo concreto del significado de nuestra vida.
Representa al espíritu humano en su anhelo progresivo del regreso final, de un sólido sentimiento de seguridad, de hogar duradero. ”...Combina en un esquema apretado toda una gama de actitudes, como libertad y responsabilidad, alienación y despersonalización de la existencia, nostalgia y retorno, gracia, angustia y reconciliación... rasgos universales de la vida humana... y necesidades básicas de la persona” (G.V. Jones).
Está representada la acogida de parte del padre al hijo que ha retornado: un anciano vestido con un enorme manto rojo estrechando tiernamente contra su seno, al hijo “perdido y encontrado”. Es el hijo menor, con el vestido hecho jirones sobre su cuerpo maltrecho, los pies heridos y descalzos, arrodillado a los pies del padre, con el rostro levemente girado hacia la derecha y apoyado contra su padre. La figura del hijo mayor, a la derecha del cuadro, está en una actitud de distanciamiento, su rostro y manos están también iluminados limitadamente por la luz que emana del padre. Sobre el fondo otras figuras indeterminadas que, como nosotros, contemplan la escena.
Detengámonos un momento a contemplar simplemente los colores y las formas del cuadro. Rembrandt usa una gama muy limitada de colores: marrones oscuros, ocres y blancos, plenos de calor interior, que aprisionan los rojos vibrantes y evocativos, las cálidas tintas doradas, los huecos sombreados y sus brillantes primeros planos.
Durante toda la vida Rembrandt persiguió el misterio de la luz. En este cuadro mezcla luces y sombras sugiriendo el inicio del alba, una rayo de luz solar o, más profundamente, el misterio de una imagen de resurrección que emerge ante nuestras miradas. La intimidad de las dos figuras centrales, el cálido rojo del manto del padre, el amarillo dorado de la túnica del hijo están envueltos en una misteriosa luz. El cuadro iluminado por sí mismo, es como una luz puesta en alto para atraer nuestra atención sobre el drama misterioso representado delante de nuestros ojos: la grandeza del amor de Dios. Se podría decir que Dios mismo posó para el artista.
El arte de Rembrandt ha sido descrito como “la suprema inteligencia del claroscuro” (Rogelio de Piles). Al contemplar el cuadro, en su conjunto y cada una de sus figuras, no cabe ser espectadores, sino participar activamente en la escena: identificarnos con cada uno de los tres personajes y los momentos de sus respectivas historias: la partida, la perdición y el regreso del hijo menor; la espera, el sufrimiento y el abrazo del padre; la cerrazón, el resentimiento y las críticas del hijo mayor.
Revela la visión interior que el pintor tenía de sí mismo al final de su vida. “Lo creó cuando en la pobreza esperaba él mismo la vuelta a la casa eterna del Padre” (Jursch). “En él dice su última palabra sobre lo que es el hombre y en qué consiste su alta vocación” (Alptow). Sólo quien sufrió mucho y derramó muchas lágrimas, luego de una vida disipada, podía pintar un retrato así sobre el amor, la ternura y la compasión de Dios, que abraza y bendice a su hijo, herido de la cabeza a los pies, y en lo más profundo del corazón. La delicadeza es la clave de Rembrandt y su camino para la comprensión de la imagen de Dios.
Mirando detenidamente la pintura, se notan más claramente los particulares del grupo central. El joven apoyado en el padre, un pobre hombre, acogido por él. La cabeza del joven está rasurada. Cuando a una persona se le afeita la cabeza, en la cárcel o en el ejército, como parte de un rito o en un campo de concentración, lo privan de una señal de su individualidad.
Todo su ser es un testimonio de sus sufrimientos, del largo y penoso camino de su regreso. Su cuerpo está agobiado, las plantas de los pies muestran la historia de un viaje humillante. En el pie izquierdo polvoriento, fuera de la sandalia, tiene una cicatriz. El pie derecho, cubierto en parte por una sandalia rota, habla también de miseria y sufrimiento. Las sandalias están inservibles.
Dejó su casa lleno de orgullo y dinero, decidido a vivir su propia vida lejos de su padre y de su comunidad. Ahora vuelve sin nada: dinero, salud, honor, dignidad, reputación... lo ha despilfarrado todo; ha llegado a comprender que toda la gloria que había perseguido era vana.
La ropa del hijo está desgarrada y rota como las velas de un barco que ha luchado con los vientos y las corrientes marinas. Su túnica cae en grandes pliegues oscuros sobre sus piernas, y la oscuridad penetra incluso su ser, que está abriéndose a la luz.
Es un hombre desposeído de todo... menos de una cosa, su espada. El único signo de dignidad que le queda es la pequeña espada que le cuelga en la cadera, símbolo de su origen noble. En medio de su degradación, se aferró a la realidad: todavía era el hijo de su padre. De otro modo, la hubiera vendido. La espada está allí para mostrar que, aunque volvió como un mendigo y un proscrito, no se había olvidado de su padre. Volvió precisamente cuando recordó y valoró el lazo que los unía.
La inmensa alegría al volver el hijo perdido esconde la gran tristeza de la ida. Antes del reencuentro, hubo separación. El hijo al que el padre abraza es el mismo que “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15, 24.32). El encuentro deja atrás la separación; la vuelta a casa esconde bajo su manto el momento de la partida. Está en actitud de total paz y reposo en el seno de su padre, como una nave que ha llegado al puerto después de una tremenda tempestad; o como un niño adormecido en el seno de su madre.
Está bajo la mirada indiferente de los presentes, sólo acogido por la presencia del padre, del débil latido del corazón de este anciano que lo estrecha sobre su seno. El momento del recibimiento y del perdón en la quietud del cuadro no tiene fin; habla de algo que no pasa, que dura para siempre: el padre abrazando a su hijo en una bendición interminable; el hijo descansando en el pecho de su padre en una paz eterna. Del amor, de la compasión y del perdón del padre, que corrió a su encuentro, da testimonio la paz interminable del abrazo que sana todas las heridas, privaciones y miserias sufridas por el hijo durante el tiempo de la separación.
El conjunto de padre e hijo carece de cualquier movimiento exterior, pero todo lo interior está en movimiento. Es la experiencia del amor y la misericordia divinos en su poder de transformar los signos de la muerte en vida. Sus ojos están cerrados para saborear toda la intimidad de este momento de afecto recíproco... Las dos figuras forman un solo haz de luz brillante. Sus respiraciones se mezclan, mientras sus corazones laten al unísono, bajo el "arco" del encuentro que Rembrandt ha creado con el techo púrpura del manto y las columnas de oro puro de los brazos del padre. Con su color cálido y su forma de arco, ofrece un lugar de acogida donde estar al resguardo. Más que un techo parecen las alas protectoras de una pájaro-madre vigilante. Recuerdan las palabras de Jesús a Jerusalén rebelde: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas y no has querido!” (Mt 23, 37-38).
Surgen las palabras del salmista: “Tú que vives al abrigo del Altísimo y habitas a la sombra del Poderoso, di al Señor: ‘refugio y fortaleza mía, Dios mío, en tí confío’... Te cubrirá con sus plumas y hallarás refugio bajo sus alas” (Salmo 91, 1-4).