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San Luis Gonzaga y el paso a la vida eterna
Al ejercer una de las obras de misericordia corporal -socorrer a los enfermos-, encontró el umbral que conduce a la vida eterna


Por: . | Fuente: deangelesysantos.blogspot.com



Toda la vida de San Luis Gonzaga, pero sobre todo su muerte, es un ejemplo para el cristiano, y mucho más en nuestros días, en donde se banaliza el paso a la otra vida, al elaborarse las más peregrinas ideas acerca de ellas. La muerte de los santos es un preciosísimo testimonio, valga la paradoja, de vida eterna, de la existencia de la vida eterna, porque los santos, en la instancia de la muerte, ven con toda claridad el destino de eternidad en los cielos al cual están próximos a ingresar.

A diferencia de la muerte de quien no cree en la vida eterna, la muerte del santo es ya un anticipo de la vida eterna, y por eso su muerte nunca es, paradójicamente, signo de mera muerte, sino signo de la vida divina, eterna y celestial, la vida que Jesús nos consiguió al precio de su Sangre derramada en la Cruz.

Es por este motivo que vale la pena detenernos en los últimos momentos de la vida terrena de San Luis Gonzaga, porque nos hablan de la existencia de los cielos eternos, cielos a los cuales ingresa un alma que muere en estado de gracia. Es tan preclara la muerte de los santos, que más que muerte, puede llamársele: “atravesar el umbral que conduce a la vida eterna”. La muerte de los santos se convierte en una verdadera catequesis acerca de la muerte y de la vida eterna.

La muerte cristiana y ejemplar de San Luis Gonzaga fue así: en el año 1591, se desencadenó en Roma una epidemia mortal que acabó con gran parte de la población. Los jesuitas, orden a la que pertenecía San Luis Gonzaga, abrieron un hospital en el que todos los miembros de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales.

Luis iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos; luego, se encargó del cuidado de los moribundos, tarea a la que se entregó de lleno,  limpiando las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión. Ejerciendo esta obra de misericordia corporal -una de las que pide la Iglesia, socorrer a los enfermos, necesaria para entrar en los cielos-, era muy probable que contrajese la enfermedad que diezmaba a la población, cosa que efectivamente sucedió en muy poco tiempo. Su estado se agravó de tal manera, que Luis supo que su vida terrena estaba por finalizar, y para comunicar esta noticia a su madre, le escribió una carta, a modo de despedida, en la que, entre otras cosas, le decía así: “Alegraos, insigne señora, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”.



Le dice: “Dios me llama después de una tan breve lucha: la “breve lucha” es esta vida, este paso por la vida terrena, la cual es siempre lucha: “lucha es la vida del hombre en la tierra”; es una lucha contra enemigos mortales, el demonio, el mundo y la carne, y es una lucha que solo puede vencerse con las armas del cielo: la Santa Cruz, el Rosario, la Eucaristía, la Confesión sacramental. Los santos, como San Luis Gonzaga, han usado estas armas con eficacia, constancia, perseverancia y amor, y por eso han vencido en la lucha, han vencido, han merecido la corona de la victoria, y luego de la muerte, Dios les concede el premio a su triunfo, que es el triunfo de Cristo, y este premio es la vida eterna.

En la carta a su madre, le habla ya de la eternidad en la que está por ingresar: “no lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios”. Quien muere en gracia, pasa a la vida, y la vida eterna, porque es la vida de Dios mismo y, como dice la Escritura, “Dios es un Dios de vivos, y no de muertos”, y por eso, el que muere en Dios, recibe de Dios su vida, que es eterna, feliz, pacífica, agradable y amorosa. Aunque muera la vida terrena, “no se puede llorar como muerto al que vivirá la vida del mismo Dios”, porque está vivo en Dios, y vive para siempre con la vida misma de Dios. Aunque la muerte del justo provoque dolor y llanto, está vivo en Dios y de Dios recibe, para siempre, su vida, su Amor, su dicha, su paz y su felicidad.

Finalmente, San Luis endulza la separación que provoca la muerte recordándole que también ella habrá de morir y que, por la misericordia de Dios, se reencontrarán en el cielo: “Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. Para el cristiano, para el que muere esperando en la Misericordia Divina, la muerte no es nunca una separación final, sino temporaria; la separación durará el tiempo que durará la vida terrena de aquel que todavía no ha muerto, y cuando este muera, se producirá el reencuentro en Cristo.

En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama, y esta fijación de su vista en el crucifijo se hizo más intensa a medida que se acercaba su final, de manera tal que murió con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses.

Así nos enseña San Luis Gonzaga a morir: con los ojos clavados en el crucifijo –muy similar a la muerte de Santa Juana de Arco-, porque quien contempla a Cristo crucificado, recibe de Él la curación del alma, esto es, la conversión, aun cuando no reciba la curación corporal –esta curación estuvo prefigurada en la serpiente de bronce levantada en alto por Moisés en el desierto-; quien así muere, contemplando a Cristo crucificado, al cerrar los ojos corporales por la muerte física, abre sus ojos espirituales en la vida eterna, y comienza así la alegría inimaginable que significa contemplar cara a cara a Dios Uno y Trino.



El artículo sobre San Luis Gonzaga en nuestro santoral te ofrece más información sobre él.

 







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