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¿Alegrarse ante las malas noticias?
Hay quienes reaccionan ante malas noticias como si lograsen un trofeo, con un entusiasmo que sorprende


Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net



16-5-2015

Hay quienes reaccionan ante malas noticias como si lograsen un trofeo, con un entusiasmo que sorprende. ¿Por qué?

A veces porque uno ve en la mala noticia una confirmación de sus ideas. Cientos de veces había dicho que ese aeropuerto era peligroso, y el accidente acaba de darle la razón.

Otras veces, porque con esa noticia se muestra la malicia de alguien considerado como un enemigo. Ver que arrestan a quien hacía sombra o pensaba de otra manera produce en ciertos corazones una extraña alegría.

Otras veces, porque esa noticia parecería confirmar que aquel grupo político o religioso estaba en un grave error. ¿No cantan victoria los partidarios de unas ideas ante la noticia del fracaso de algún líder de las ideas opuestas?



Otras veces, por ese sentimiento de envidia que anida en muchos corazones. Si alguien parecía bueno y recibía tantas alabanzas, su “caída en desgracia” provoca un extraño alivio: en el fondo, casi todos tenemos algo de hipócritas, y así nos sentimos “justificados” en los propios pecados.

En fin, los motivos de esas reacciones de “alegría” son muchos. Mientras, quienes lloran por sus muertos, o sufren por su vergüenza, o son inocentes pero vistos ahora como culpables de lo que no cometieron, viven momentos dramáticos.

Es cierto que un culpable merece su castigo, o que la imprudencia de algunos lleva a esos desastres que luego condenamos firmemente. Pero alegrarse en esas situaciones no arregla nada, y arroja sal a heridas que necesitan un tratamiento más acorde con la bondad humana.

Por eso, ante quienes gozan por la muerte de un empresario, por la enfermedad de un político poco escrupuloso o por la angustia de un hombre orgulloso arrestado por acusaciones confusas, podemos responder con una oración íntima y sincera por quienes viven momentos difíciles y necesitan, a su lado, manos amigas y, sobre todo, el consuelo pleno que sólo puede venir de un Dios bueno y misericordioso.

 









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