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Valores y bienes ante la ética y la educación
¿Tiene sentido una educación de los valores y qué obstáculos debe vencer?


Por: Ramiro Pellitero | Fuente: Iglesia y Nueva Evangelización



¿Tiene sentido una educación de los valores y qué obstáculos debe vencer? ¿Cómo se compagina con la “formación del corazón” y con la “escucha de la realidad”? Por otra parte, ¿es suficiente una ética de los valores?


Los valores y su captación

Robert Spaeman se plantea, en el capítulo tercero de su “Etica: Cuestiones fundamentales” (Pamplona 2010), qué son los valores. Y responde: no son simples “gustos”, impresiones o sensaciones puramente subjetivas, sino contenidos valiosos que captamos en la realidad, motivados por nuestros intereses. Esto pertenece a la experiencia. Por ejemplo, el uso lingüístico diferencia entre “alegría” y “placer”. Y en un caso problemático, nadie dudará de cuál de los dos es un “bienestar” más alto.



Lo más valioso es aquello frente a lo cual se puede prescindir de otra cosa, incluso del placer (porque, decimos, “vale la pena”). Los valores se captan en la medida en que se aprende a objetivar intereses, a tener intereses más allá del mero interés por uno mismo, que no lleva a una vida lograda. Y esto es tarea de la ética y de la educación. La ética no debe preocuparse sobre de enseñar a defender los propios intereses, sino ante todo de “tener intereses”, y de mostrar qué intereses valen la pena.

Dando un paso más, señala el profesor alemán que los valores se captan en su relación u ordenación mutua: decimos que algo vale más que otra cosa. Una vez más hablamos de valores y no sólo de gustos, y una persona madura los distingue; sabe, por ejemplo, que vale más atender a un accidentado que pasar sin complicarse la vida. Acierta quien tiene formación.


La educación en los valores

Para formar en los valores, hay que fijarse en algunas condiciones interconectadas: fomentar el conocimiento de un “orden objetivo” que haga posible llegar a la armonía con uno mismo y con los demás; abrir a la jerarquía de los valores por encima de los simples “gustos”; comparar la diferencia que existe entre lo que es menos y lo que es más valioso, aunque esto segundo exija más atención y esfuerzo.

Hay dos obstáculos para la captación de los valores: la apatía y la ceguera de la pasión. La apatía (la falta de pasión) hizo que Esaú escogiera un plato de lentejas, a cambio de la herencia que le correspondía como primogénito de Isaac. La pasión hizo que el rey David quedara seducido por la belleza de Betsabé hasta el punto de cometer un gran crimen.

Las pasiones orientan hacia los valores (como la belleza), pero al mismo tiempo desfiguran las proporciones en que deben ser contemplados; nos descubren valores, pero no su jerarquía. No vale como disculpa invocar la pasión, porque no somos animales. Además, las pasiones son transitorias. Y cuando la ira, la compasión de un momento, o el enamoramiento (la fase primera del amor) desaparecen, todavía se requiere la prueba de la fidelidad, para hacer justicia a la realidad de las cosas y al valor de los compromisos. (De ahí la diferencia entre las pasiones y las virtudes que son ya los “hábitos buenos”). Si no fuera así los enamorados estarían siempre ante la angustia de perder su amor. Si al ir madurando ese amor, saben que no ocurrirá, es –observa Spaeman– porque “el amor se ha apoderado de su libre querer, o porque su libre querer ha captado el amor”.


Formación del corazón

En el fondo, cabría pensar, esto se debe a que el órgano que experimenta el valor, según una notable tradición del pensamiento occidental (San Agustín, Dante, Pascal, Max Scheler, Guardini), se localiza en el corazón (entendido en el sentido de la antropología bíblica, el conjunto armónico del hombre que integra sus afectos). Por eso es importante “tener corazón” y “formar el corazón”. No se trata de sentimentalismo, sino del papel de los afectos en el conjunto de la persona y de su autorrealización. Solamente quien tiene un corazón formado es capaz de comprometerse, ejercitando así adecuadamente su libertad y madurando como persona. Dicho de otra manera, puesto que la libertad tiene su fundamento en la verdad y el amor, educar en y para la libertad pide formar el corazón. Y para esto se necesita escuchar la realidad sobre uno mismo, los demás y el mundo.


Enseñar a "escuchar la realidad"

 Lo que pasa es que no siempre se está en condiciones de hacer caso a lo que nos dicen. Ante todo uno debe aprender a escucharse a sí mismo. Este es el consejo que le da la profesora al desanimado Homer en la película “Cielo de octubre” (J. Johnston, 1999). Ella fue capaz de dar ese consejo después de escucharse a sí misma. Y así pudo ser creativamente fiel a su tarea.

Educar es más que preparar a los alumnos (escolares o universitarios) para lo que suele entenderse como “triunfo” en la vida. Esta expresión tiene detrás una mentalidad que puede llevar a la persona más seguramente hacia el fracaso de su vida y de su tarea en la sociedad.

Así lo decía Benedicto XVI en su encuentro con profesores universitarios, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud en 2011: “Cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder” (Discurso en la Basílica de San Lorenzo de El Escorial, 19-VIII-2011).

Y añadía, proponiendo el perfil de los educadores que hoy se requieren: “Los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad” (Ibid.).

Es cierto. Sólo estos maestros –experimentados en la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza– pueden preparar a sus alumnos para que extraigan todo el jugo del “carpe diem”, haciendo caso a Platón: “Busca la verdad –que para él estaba unida al bien y a la belleza– mientras eres joven, pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos”.


Valores, virtudes... y normas

Antes nos hemos referido a la formación del corazón y de la libertad. Esto va más allá de los valores y de los bienes, pues nos lleva a “hacer el bien” e incluso comprometernos en el bien. Nos hace pasar de la “emoción” (movimiento desde fuera) que experimentamos ante un valor o bien, a la “automoción” o autorrealización personal, lo que corresponde a las virtudes.

Soy libre no porque los valores o los “bienes” que hay en la realidad me atraen, sino en la medida en que de hecho los escojo, los hago míos para perfeccionarme como persona; en la medida en que personalizo esos valores, dando ahora por supuesto que se trata de realidades verdaderamente valiosas. Y entonces estamos ya ante las virtudes, es decir, los hábitos de hacer el bien, que nos hacen buenos y, por eso mismo, nos hacen cada vez más libres en un sentido más profundo que el de la mera libertad de escoger; en el sentido de una auténtica realización personal. Por eso la ética de los valores no se basta a sí misma, sino que necesita de las virtudes. Necesita asimismo del contacto permanente con la razón, que le aseguran las normas morales.


Insuficiencia de una ética solamente de valores o bienes

¿Qué pasaría si la ética se ocupara solo de los bienes? De hecho ya se ha intentado, y una de las consecuencias es el permisivismo: si lo único ético es el “bien” –según se presenta a mi alcance– entonces, con tal de conseguirlo, no importa hacer el mal, por ejemplo torturar, o drogarse. Por este camino también se ha llegado a la supervaloración del fin. Esto es lo que podría llamarse “absolutismo moral”, pariente del fanatismo.

En una ética solo de bienes los medios se convierten fácilmente en fines, y acaban autodestruyéndose.

Un tercer resultado de una ética solo de bienes puede ser la mediocridad: el conformarse con un bien pequeño, perdiendo de vista los bienes superiores.

En relación con estos errores antropológico-éticos están también el utilitarismo o el pragmatismo (todo vale si se consigue la eficacia), el hedonismo (quedarse en la pura satisfacción) y el anarquismo ético (falta de normas, que puede llevar a la tiranía).

Por eso la ética necesita de normas que regulen la realación entre medios y fines, y de virtudes; por ejemplo, la templanza que regula las pasiones.

De esta manera, cuando se entiende que la libertad auténtica es aquella que nos lleva a escoger el bien y así “hacer el bien”, la libertad es experimentada por la persona como una llamada que pide una respuesta. En la naturaleza humana está la capacidad, el poder o la potencia de dar esa respuesta. Y esto comienza con la capacidad de captar los valores pero solamente se realiza por medio de las virtudes.

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