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Los efectos de la gracia santificante
¿Qué significa estar en gracia de Dios? ¿Cuáles son sus efectos en nuestras vidas?


Por: Catholic.net | Fuente: contempladores.com



El supremo don de Jesucristo.

Hemos visto en el Capítulo anterior como la Nueva Alianza establecida por Dios con los hombres, a partir del sacrificio de Jesucristo, lleva a la perfección a la antigua Alianza, inscribiendo la Ley de Dios no ya sobre tablas sino directamente en los corazones de los hombres.

Dios, por los méritos de Jesucristo, da el supremo don a los hombres, que significa hacerles partícipes de su misma vida divina, a través del don de la gracia santificante. Incorporados por el bautismo al Cuerpo Místico de Cristo, del cual Él es la Cabeza y los cristianos sus miembros, ellos reciben la vida divina de la gracia que fluye de Aquel que es la plenitud de la gracia, dando lugar a la Justificación.

Estamos Ahora en condiciones de comenzar a ver el aspecto de la gracia santificante más maravilloso y sublime, que se refiere a los efectos que produce en el alma que la recibe, tales que realmente implican una divinización del hombre.

Veremos, por su orden, los siguientes efectos grandiosos de la gracia en los justificados:

* El perdón de los pecados.
* La difusión de la vida de Cristo: hijos adoptivos del Padre, herederos de Dios y hermanos de Cristo y coherederos con Él.
* La Inhabitación de la Trinidad en el alma.
* La incorporación a nuestro ser de un nuevo organismo sobrenatural.

El perdón de los pecados.

La justificación se puede decir que comienza siempre con el perdón de los pecados, que significa una verdadera remisión y cancelación del pecado original que está presente en la naturaleza humana como consecuencia de la caída de los primeros padres, como de todo pecado que actualmente tenga quien vive la justificación.



El Catecismo nos aclara muy bien este especto:
"En el momento que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir, para expiarlas... Sin embargo la gracia del bautismo no libera a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario, todavía nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al mal.
La justificación arranca al hombre del pecado, que contradice el amor de Dios, y purifica su corazón. La justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón. Reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana." (141)

Esta es la que se denomina faceta negativa de la justificación, mientras que la faceta positiva es la santificación y renovación interior del hombre. Estos no son dos efectos separados, sino que se puede decir que son uno solo, pues el pecado desaparece y la gracia santificante se infunde, pues son dos realidades que no pueden coexistir (cuando hablamos aquí de pecado nos referimos al pecado mortal, que hace morir la gracia en el alma).

La difusión de la vida de Cristo en el cristiano.

Ya mencionamos en el capítulo anterior que la consecuencia fundamental de la incorporación del hombre al Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia, es la de participar de la misma vida de la Cabeza, que es Cristo, siendo esta vida compartida por todos aquellos que forman ese Cuerpo.
La vida de Cristo se manifiesta en el justificado a través de la gracia santificante por tres efectos que están íntimamente unidos: nos convertimos en hijos adoptivos de Dios, herederos de Él y hermanos de Cristo.

San Pablo resume muy bien estos efectos: "Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados." (142)

En primer lugar, con la gracia santificante nos convertimos verdaderamente en hijos adoptivos de Dios. Para comprender todo el alcance de esta gran verdad es necesario plantearse la diferencia entre hijo natural e hijo adoptivo. En el orden natural los padres son aquellos que transmiten a sus hijos, por vía de generación, su propia naturaleza humana.
Los hombres no somos hijos naturales de Dios por la gracia, ya que Dios Padre tiene solamente un Hijo según la naturaleza divina, que es el Verbo. Cuando el Hijo se une a la naturaleza humana en la persona de Jesucristo, sigue siendo hijo natural de Dios, porque como ya vimos, Jesús es una persona divina.



En cambio la filiación divina por medio de la gracia es muy distinta, ya que la naturaleza humana no se pierde, sino que recibe por añadidura sobrenatural una participación en la vida divina, por lo que los hombres en estado de gracia son hijos adoptivos de Dios.
Según las leyes humanas el hijo adoptivo pasa a tener los derechos de un hijo natural, aunque por sus venas no corre la sangre de los padres adoptivos, ni se producen cambios en su naturaleza y personalidad humana. El padre adoptivo ama a ese hijo adoptado con un amor similar al que tendría para un hijo natural. En cambio, por la gracia santificante, la adopción divina es muy diferente y mucho más completa.

Dios, al adoptarnos, infunde en nuestra alma en forma física, una realidad divina, que es la gracia santificante, que podríamos decir metafóricamente que hace circular la misma sangre de Dios en nuestro ser espiritual. Es una verdadera generación, un nuevo nacimiento, que no nos da solamente el derecho a llamarnos hijos de Dios, sino que nos hace tales en realidad, como lo expresa San Juan:
"Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!. El mundo no nos conoce porque no le conoció a él." (143)

Otra diferencia de la adopción divina es que es muchísimo más amorosa y liberal. Los hombres adoptan porque carecen de hijos en quienes se complazcan; pero Dios Padre ya tenía en su Hijo tan amado infinitas delicias y complacencias. Sin embargo, quiso que estas delicias llegaran a nosotros con su adopción, y su amor por nosotros llega hasta el extremo:
"Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna." (144)

La consecuencia que se sigue inmediatamente del hecho de la filiación divina adoptiva es que nos hace en verdad herederos de Dios. Pero ¡qué distinta es esta herencia divina de las herencias humanas! Entre los hombres, los hijos no heredan sino cuando muere el padre, y además la herencia disponible tiene que dividirse entre todos los herederos. En cambio, la herencia divina la comenzamos a recibir desde el mismo momento que somos adoptados, y la recibiremos plenamente cuando lleguemos a la presencia del Padre después de nuestra muerte, ya que Él vive eternamente, y además, como esta herencia es el goce de Dios por la visión beatífica en el cielo, y Dios es infinito, la herencia eterna para cada uno de sus hijos es igual, no tiene disminución por el número de ellos.

Ya veremos más adelante en forma completa lo que significan la vida y el gozo eternos en presencia de Dios, dentro de lo que es posible abarcar por nuestras mentes humanas de tan grande misterio, pero pensemos por ahora solamente en lo que significará que, por esa herencia, Dios ponga a nuestra disposición todos sus bienes externos, su gloria, su poder, sus dominios, su realeza, su honor, etc. El alma será llenada de tal manera por una felicidad y dicha verdaderamente inefables, que todas sus aspiraciones y anhelos serán colmados en una abundancia rebosante y que no tendrá fin.

Por último, según la Palabra de San Pablo que nos ayuda en esta reflexión, la vida nueva recibida de Cristo hace que vengamos a ser hermanos suyos, y, por lo tanto, también coherederos de Dios junto a Él.
También San Pablo afirma este hecho de la hermandad con Jesucristo:
Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos;" (145)

Por supuesto está claro que no somos hermanos de Cristo según la naturaleza, así como tampoco somos hijos de esta manera. Por la adopción el Hijo por naturaleza del Padre pasa a ser hermano de los hijos adoptivos y comparte su herencia con ellos. Esto que parece tan sencillo tiene una significación enorme, pues Dios Padre nos ama como a Cristo, como si fuésemos una misma cosa con su Hijo, y, entonces, aparece un hecho maravilloso: ¡todas las palabras de amor que el Padre ha pronunciado respecto de su Hijo primogénito, son también para nosotros, sus hijos adoptivos!

Tomemos algunas de las expresiones del Padre para hacerlas nuestras:
"Y una voz que salía de los cielos decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco."(146) "Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube:"Este es mi Hijo amado, escuchadle." (147)

También Jesús nos revela qué implica ser Hijos del Padre y hermanos de Él:
"El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él." (148)
"Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor." (149)
"No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer." (150)
"Yo les he dado la gloria que tú me diste (Padre), para que sean uno como nosotros somos uno." (151)

¡Si realmente pudiéramos captar el significado de estas palabras, y luego vivirlo, comenzaríamos entonces a vivir plenamente la vida divina en nosotros, que es vivir la vida cristiana plena!
Tenemos así resumido el primer gran misterio de nuestra deificación por la gracia: podemos llamar a Dios verdaderamente con el dulce nombre de Padre y a Jesucristo con el reconfortante título de Hermano.

La inhabitación de la Trinidad en nuestra alma.

La vida divina comunicada a nosotros por la gracia santificante tiene como efecto otro don muy especial, cuya realidad llena el cielo de gozo inmenso, y derrama raudales de luz en nuestra alma, dándole una fecundidad y plenitud que producirá frutos divinos sin interrupción en ella: es la inhabitación de la Trinidad Santísima en nuestra alma. Veamos en detalle en qué consiste este extraordinario misterio:

Una de las verdades más claramente manifestadas en el Nuevo Testamento es la de la presencia real de la Santísima Trinidad en el alma del que está en estado de gracia, aunque también constituye uno de los grandes misterios de la revelación de Dios. Jesús quiso enseñar esta verdad a todos los hombres antes de dejar esta tierra, luego de su resurrección, para así consolarlos de su ausencia física y, de alguna manera, darles un anticipo de la vida del Cielo.

En la última cena que compartió con sus apóstoles, sus amigos, como los llamó en esa noche, les acababa de anunciar la venida del Espíritu Santo, que permanecería siempre con ellos. Luego, les agregó una promesa más, que será para siempre el gran consuelo de toda alma en gracia, tal como la transmite San Juan: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él." (152)
Así es que según esta promesa solemne de Jesús, toda alma que viva su amor por él y por ese mismo amor respete sus mandamientos, será amada por el Padre, y éste vendrá a ella, junto con el Hijo, no como si fuera simplemente una visita, sino para establecer en ella su morada y quedarse allí.

También Jesús nos revela lo siguiente: "Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré. Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros." (153)
El "Paráclito" ("defensor" o "abogado" en griego) es el Espíritu Santo que "mora con nosotros" y "estará" con nosotros para siempre, es decir, también el Espíritu Santo mora en nuestra alma.

Esta presencia real y sobrenatural de las tres Personas de la Trinidad en el alma de los justos se denomina en teología inhabitación de la Trinidad, y se diferencia grandemente de la presencia natural de Dios en todo lo creado, incluyendo al hombre, que se denomina presencia de inmensidad.

Tenemos que hacer aquí una aclaración para evitar confusiones, ya que muchos autores hablan de "inhabitación del Espíritu Santo"; existe una fórmula teológica que se utiliza para facilitar el estudio de la Santísima Trinidad, y es la que se conoce como apropiación.
La apropiación consiste en atribuir a una sola de las tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, una operación o una perfección que es común a las tres. Esto se hace porque así es más fácil de entender la infinita manera de obrar de Dios, ya que atribuyendo a una de las personas ciertas y determinadas perfecciones y operaciones, aunque sepamos que son comunes a las tres Personas, se entiende mejor lo que hay de inteligible para la mente humana en esas perfecciones.

Por ejemplo, en el Credo decimos: "creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra", cuando todopoderoso es también el Hijo y el Espíritu Santo, y los tres han creado el mundo visible e invisible. Así, por apropiación, decimos que el Padre es omnipotente y creador; el Hijo es la Sabiduría, la Palabra o el Verbo de Dios, y el Espíritu Santo es el amor, el santificador.
Por lo tanto, aunque por apropiación se hable, como lo hace en general el Nuevo Testamento y la Tradición de la Iglesia, de la presencia y acción del Espíritu Santo en el alma en estado de gracia, sepamos que en ella siempre está presente la Trinidad Santísima.

Resulta entonces que la presencia de la Trinidad por inhabitación es una presencia especial, íntima, que nos da la posesión real y verdadera del mismo Ser infinito de Dios. No tendemos ya, en efecto, hacia Dios como algo que esté fuera de nosotros, sino que lo poseemos dentro de nuestra propia alma.

Esta inhabitación de la Trinidad tiene dos objetivos muy especiales para las almas, de un orden muy superior a la presencia natural.
La primera finalidad es que la Santísima Trinidad quiere hacernos participar de su vida íntima divina, y así transformarnos en Dios, no por esencia, sino por participación de esa su misma vida. Quiere transformarnos con su presencia y acción, y volver a darnos la imagen y semejanza con ella, la que el hombre perdió por el pecado original, y sigue desfigurando con sus actuales pecados.

El otro efecto fundamental, que realmente asombra a toda persona, y desborda la razón humana, es que la Santísima Trinidad quiere que seamos capaces de gozar, disfrutar, gustar de la presencia de este divino huésped.

Un destacado teólogo contemporáneo nos dice al respecto:
"Esta es, en toda su sublime grandeza, una de las finalidades más entrañables de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestras almas: darnos una experiencia inefable del gran misterio trinitario, a manera del pregusto y anticipo de la bienaventuranza eterna. Las personas divinas se entregan al alma para que gocemos de ellas, según la asombrosa terminología del príncipe de la teología católica, Santo Tomás de Aquino, plenamente comprobada en la práctica por los místicos experimentales. Y aunque esta inefable experiencia constituye, sin duda alguna, el grado más elevado y sublime de la unión mística con Dios, no representa, sin embargo, un favor de tipo "extraordinario" a la manera de las gracias "gratis dadas"(o carismas extraordinarios); entra, por el contrario, en el desarrollo normal de la gracia santificante, y todos los cristianos están llamados a estas alturas, y a ellas llegarían efectivamente, si fueran perfectamente fieles a la gracia y no paralizaran con sus continuas resistencias la acción santificadora progresiva del Espíritu Santo." (154)

Como vemos es muy categórica esta opinión, compartida por la inmensa mayoría de los especialistas en teología mística actuales. Algunas personas habrán leído u oído hablar de las profundas experiencias de los grandes místicos experimentales, como Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Santa Catalina de Siena, la Beata Angela de Foligno, Santa Magdalena de Pazzis, Santa Catalina de Génova, sor Isabel de la Trinidad, Santa Teresita del Niño Jesús y tantísimas almas más.
Tengamos claro desde ahora que hoy, en este mundo, todo fiel cristiano, laico o consagrado, si persevera y es fiel a la "acción santificadora progresiva del Espíritu Santo", está llamado a vivir esta vida de relación íntima y llena de gozos inefables con la Santísima Trinidad que habita en su alma en gracia.

Precisamente la forma de lograr esto en la práctica, en la vida de cada uno, es que esta Santísima Trinidad, a partir de su presencia en el alma, forma en el cristiano un nuevo organismo sobrenatural, que la capacitará para lograr la transformación que le permitirá ir viviendo cada vez más una vida semejante a la suya, dando lugar a esa relación cada vez más íntima y profunda con las tres Personas divinas, de la que nos dan testimonio tantos santos que la han vivido.

El organismo sobrenatural.

Este huésped divino que vino a habitar en las almas que lo reciben, y que es Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, quiere darse plenamente a quien lo hospeda y llevarlo hacia Él, y, en su bondad, se ocupa de completar y perfeccionar nuestra alma, dándonos un organismo sobrenatural, que nos transformará, sin quitarnos nada de lo que pueda haber de bueno naturalmente en nosotros, y nos permitirá elevarnos gradualmente, para que la distancia que nos separa con él sea cada vez menor.
Cuando Dios viene de esta manera al hombre, no es precisamente para permanecer allí inactivo, sino para trabajar desde el interior, para provocar en las almas divinizadas por su presencia actos similares a los que constituyen su propia vida.

Podemos visualizar algunos destellos de lo que esto implica considerando un ejemplo a nivel humano. Pensemos que llega a nuestra casa un huésped muy encumbrado, para quedarse a vivir con nosotros; supongamos que fuera el exponente más alto de la nobleza de nuestra época, por ejemplo el rey de un país europeo muy importante, y que, además, al mismo tiempo fuera el pensador e intelectual más conocido del mundo. De pronto, decide dejar toda su vida actual y se muda, viniendo a vivir a nuestra casa.

Si así fuera el caso, más allá de las diferencias que cada uno podamos tener en cuanto a nuestra cultura, nuestra educación o nuestras costumbres sociales, no hay duda que para la inmensa mayoría de las personas esta situación representaría un "shock", un tomar conciencia de que hay una separación, una diferencia más o menos grande entre nuestro estilo de vida, las comodidades de nuestra casa, su mejor o peor estado, y las habituales de este gran personaje.

Pero a él no le preocupa esto, sino que todo el interés que lo ha movido a venir a convivir con nosotros es el de transmitirnos y enseñarnos su forma de vivir y lo que él sabe y conoce, de manera que poco a poco podamos ir teniendo su mismo estilo de vida, lo que nos llevará a disfrutar y gozar en forma plena de su presencia en nuestra casa, ya que podremos compartir su propia forma de ser y de vivir, sus propios conocimientos y sabiduría.
Por supuesto, al principio nos sentiríamos muy distintos y alejados de él, no sabríamos inclusive como comportarnos en su presencia, teniendo quizás temores e inhibiciones, pero él nos irá enseñando todo lo que necesitemos, lleno de bondad, amor y paciencia. Pero, en el caso de este supuesto personaje, por más que tuviera la mayor capacidad y habilidad como maestro y profesor para enseñar, siempre dependería de nuestra capacidad intelectual para que pudiéramos recibir y aprender todo lo que nos quiere enseñar.

En cambio, el "método" de Dios es totalmente distinto e infalible: como Él es quien nos ha dado nuestro ser natural, tiene la capacidad de agregarnos un "nuevo" ser sobrenatural, que contiene capacidades que nos permitirán, si perseveramos, vivir su misma vida, más allá de cuáles sean nuestras capacidades naturales. Sólo pide nuestra disposición y cooperación para que hagamos lo que nos pide a fin de desarrollar ese nuevo ser, y si así lo hacemos, los resultados serán maravillosos. Este "método" no está al alcance de ningún ser humano, porque es sobrenatural, y solamente Dios puede utilizarlo.

El nuevo organismo sobrenatural que se recibe por la gracia santificante incorpora nuevas facultades sobrenaturales al organismo natural del hombre, constituidas por las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.

Las virtudes infusas.

Para evitar confusiones, es necesario distinguir bien el concepto de lo que son las virtudes morales adquiridas o naturales, de las virtudes morales infusas o sobrenaturales.
Las virtudes naturales son adquiridas por el hombre por la educación y la repetición de los actos que las evidencian, y tienen como objeto todo aquello accesible a la razón natural. Encontramos muchísimas virtudes naturales que el hombre va aprendiendo y desarrollando con la práctica; vamos a dar algunos ejemplos: el orden, por el cual mantiene las cosas que posee en un lugar determinado para facilitar su búsqueda cuando las necesita; el aseo, como necesario para ayudar a cuidar la salud; la templanza, que con respecto, por ejemplo, a la comida, trata de evitar los excesos o comer cosas dañinas, para evitar dañar la salud física, o con respecto al apetito sexual, al que encauza dentro de los límites "civilizados", etc.
Estas virtudes naturales adquiridas no confieren ningún poder nuevo, sino que, por el hábito que se contrae al practicarlas, se obtiene una mayor facilidad en el bien obrar, en conformidad a la norma que marca la razón humana.

Las virtudes propias de la vida cristiana, en cambio, reciben el nombre de virtudes infusas, porque es el mismo Dios que nos las comunica junto con la gracia. Estas virtudes son implantadas en los hombres para elevar y transformar las energías naturales, haciéndolos capaces de efectuar actos sobrenaturales, destinados a un fin especialísimo: la obtención de la vida eterna, de la gloria perdurable.

Vemos entonces que hay dos diferencias esenciales entre las virtudes naturales y las infusas: En cuanto a su origen, las primeras son hábitos adquiridos por la práctica o repetición de los actos que las conforman, mientras que las infusas, tal como lo especifica su nombre, proceden de Dios, que las infunde en el alma juntamente con la gracia habitual. La segunda diferencia es respecto al fin de cada una.
Las virtudes naturales buscan el bien honesto, por el que el hombre se conduce rectamente en orden a las cosas humanas y su naturaleza racional. Las infusas en cambio buscan el bien sobrenatural, es decir, nos son dadas por Dios para que podamos conducirnos rectamente como hijos adoptivos suyos, ejercitando los actos sobrenaturales que corresponden a la naturaleza divina de la cual participamos por la gracia.

Las virtudes infusas son de dos órdenes: se llaman teologales cuando ordenan al hombre directamente hacia su fin último, que es Dios, y se denominan morales cuando son dirigidas a los medios que necesitamos para alcanzar el fin último.

Las virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana, ya que tienden a llevarnos hacia Dios y unirnos con él. Son tres, a saber:
La fe, que permite a nuestro entendimiento humano captar, de manera sobrenatural, la Revelación de Dios a través de su Palabra, la Biblia. Es decir, nos hace conocer a Dios como él mismo se nos ha revelado, nos pone en comunión con el pensamiento divino.
La esperanza actúa sobre la voluntad del hombre, haciéndole desear a Dios como el Bien sumo para él, y, generando la confianza en sus promesas, lo alienta a alcanzarlas.
La caridad también obra sobre la voluntad, haciendo que el creyente ame a Dios sobre todas las cosas, como a un Padre amoroso e infinitamente bueno en sí mismo, poniendo entre él y nosotros una santa amistad.

Las virtudes morales se reducen y compendian en cuatro principales, llamadas virtudes cardinales, y sobre ellas giran y se derivan todas las demás virtudes. Estas cuatro virtudes son:
La prudencia, que tiene como función ayudar a elegir los medios necesarios o útiles que nos van a permitir avanzar hacia nuestro fin sobrenatural, es decir, la vida eterna en presencia de Dios.
La justicia, que hace que le demos a cada uno lo que le pertenece, y nos hace respetar los derechos de los demás.
La fortaleza nos permite defendernos de los peligros que acechan la vida espiritual, sin miedo ni violencia, y nos hace capaces de soportar los hechos penosos y dolorosos.
Finalmente, la templanza nos faculta a refrenar nuestras pasiones, haciendo que podamos usar de los bienes y los goces de este mundo de manera que no nos alejen, por su desorden, del camino del crecimiento espiritual.

Podemos resumir, en base a lo anterior, que la justicia regula nuestros deberes para con el prójimo; la fortaleza y la templanza, en cambio, actúan sobre los deberes para con nosotros mismos; y, por último, la prudencia, de alguna manera, es la virtud que gobierna el ejercicio correcto y adecuado de las otras virtudes, según sea su necesidad.

Para tratar de entender con cierta claridad como se va perfeccionando en el hombre la acción sobrenatural de la gracia a través de las virtudes infusas, debemos considerar el aspecto más fundamental del crecimiento de la acción de Dios en el hombre.
Ya Santo Tomás de Aquino enseñó muy claramente que Dios puede obrar en el hombre que está en estado de gracia, de dos maneras distintas.

En una primera instancia, Dios se acomoda al modo humano de obrar, es decir, a su actuar como criatura racional. Esto implica que el alma humana se encuentra en estado activo, teniendo plena conciencia que tiene la iniciativa, y obra según el proceso discursivo normal de su inteligencia y voluntad, aunque estas facultades de la razón humana se enriquecen y reciben una capacidad nueva y sobrenatural por la acción sobre ellas de las virtudes infusas.
Se puede decir que esta manera de recibir la acción de Dios es una manera inconsciente, que queda oculta en la iniciativa que desarrolla el hombre, y que recién se evidenciará más o menos claramente cuando se observan los resultados de la acción emprendida, donde se podrá ver que se produjo una acción sobrenatural, más allá de las posibilidades naturales.

Sobre este tema tan fundamental para la vida espiritual, nos debe quedar claro otro concepto muy importante: el accionar de las virtudes infusas, cuando se produce regido por la razón humana, es siempre imperfecto, porque si bien las virtudes son realidades perfectísimas, por su índole sobrenatural y divina, se ejercitan imperfectamente, influenciadas por el funcionamiento psicológico del hombre, por sus dudas, sus temores, sus preconceptos, en fin, por todo aquello que le imprime en su manifestación el modo humano de la simple razón natural, aún iluminada por la fe.

Será Dios, a través de su acción directa, obviando nuestro proceso racional humano, el que permitirá que las virtudes lleguen a la perfección necesaria para la santidad, lo que se producirá por el accionar de las virtudes dirigidas al modo divino que les imprimirán los dones del Espíritu Santo, los otros componentes del nuevo organismo sobrenatural, que producen la segunda manera de obrar de la gracia santificante en el hombre.

Quedará mucho más clara la función y la acción de las virtudes infusas en el próximo capítulo, así que por ahora quedémonos solamente con la idea de su incorporación a nuestro organismo natural, de su diferencia con las virtudes naturales y de su descripción somera.
Vamos a ocuparnos ahora de los otros componentes del nuevo organismo sobrenatural que nos incorpora la gracia santificante: los dones del Espíritu Santo.

Los dones del Espíritu Santo.

La otra forma en que Dios obra en el alma humana es de un modo superior a la manera humana de actuar, haciendo que el cristiano se guíe por una especie de instinto divino, infundido por Dios, dejando de lado su proceso humano de razonamiento. Se dice que en este caso el alma se encuentra en un estado pasivo, en el sentido de que antes que haya tenido tiempo de reflexionar para actuar, recibe a modo de instintos divinos, luces e inspiraciones, sin que esto haya sido deliberado. Quedará, sin embargo, dentro de la libertad del hombre, su consentimiento para actuar según estas inspiraciones de lo alto.

Estos instintos son mociones del Espíritu Santo, que cuando Dios así lo dispone, sin el concurso directo de la criatura humana, llegan directamente a la razón del hombre, su inteligencia y voluntad, para regir y gobernar en forma directa e inmediata la vida sobrenatural, y llevarlo a la perfección en la práctica de las virtudes sobrenaturales. Las facultades del organismo sobrenatural que permiten esta acción son los dones del Espíritu Santo.

Hemos llegado aquí al punto clave de la teología de la perfección cristiana, o santidad: la existencia y la acción de los dones del Espíritu Santo en el alma humana. Si, como se dice con justa razón, el Espíritu Santo es hoy para muchos cristianos el gran desconocido dentro de las personas de la Santísima Trinidad, podemos también agregar algo más: para la inmensa mayoría de aquellos que se precian de conocer al Espíritu Santo y de experimentar su presencia y su acción poderosa en la vida cristiana, los siete sagrados y preciosísimos dones del Espíritu Santo son los ilustres desconocidos.

Vamos a encontrar, por ejemplo, dentro de la Renovación Carismática Católica centenares de libros y artículos que nos explican y nos enseñan con toda minuciosidad qué son los carismas, cuántos hay, cuál es la acción de cada uno, como se puede fomentar su desarrollo, cuando y de que manera se deben ejercer, etc. Pero sobre los dones del Espíritu Santo, sólo encontraremos aquí y allá una simple mención, sin explicar como obran en el alma cristiana.

Desde ya, en la literatura católica tradicional, salvo en aquella especializada dirigida a quienes estudian teología, si casi ni siquiera se menciona el hecho de la experiencia del Espíritu Santo y la acción de los carismas, mucho menos se trata de la acción de los dones del Espíritu Santo. Así en general, no se pasa de nombrar la lista de los siete dones, inteligencia, sabiduría, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios, en las celebraciones de Pentecostés.

¿Por qué es tan importante el conocimiento de las características y de la acción de los dones del Espíritu Santo? Veamos que nos dice al respecto un especialista en este tema:
"El tratado de los dones del Espíritu Santo constituye la clave de la teología mística. Los más grandes maestros espirituales han puesto siempre muy de relieve este papel primordial del Espíritu de amor en nuestra vida espiritual. Ignorar la doctrina de los dones del Espíritu Santo es desconocer la acción más secreta de Dios en la Iglesia. Este tratado de los dones nos proporciona el instrumento más poderoso para analizar las profundidades del alma de los santos, y, por contraste, los del drama del pecado.
El Espíritu es el amo y Señor de sus dones. Cuánto más dóciles se muestran las almas a su acción, más las aproxima Él a Dios, más realiza en ellas las maravillas de la gracia y de la gloria. Las operaciones más elevadas de las Tres Personas divinas en las almas son fruto de los dones del Espíritu Santo." (155)

En efecto, sin conocer esta acción profunda de los dones, es difícil saber si ya se la está experimentando, y mucho menos se puede avanzar en la disposición necesaria para que se evidencien cada vez más claramente y fuertemente. Dicho de otra manera, es muy difícil avanzar a fondo en la santidad, superando los obstáculos que se interponen, uno de los cuales es precisamente la ignorancia sobre esta acción secreta del Espíritu Santo en el alma a través de sus siete dones.

Vimos que la acción de los dones del Espíritu Santo en el hombre implica que éste deje de lado su propia iniciativa humana, y reduzca su actividad a secundar con docilidad las mociones del Espíritu Santo que llegan en forma directa a su razón, en el momento que Dios así lo dispone.

Es muy importante que quede claro esto: los dones del Espíritu Santo funcionan, de alguna manera, como "antenas" receptoras de las mociones que vienen directamente del Espíritu Santo. Pero no son principios de acción, sino que siempre son las virtudes infusas las que producirán las acciones, ya sea las teologales, dirigidas hacia Dios, o las cardinales y sus derivadas, en orden a los medios sobrenaturales necesarios en ese camino de ir hacia Dios. Así encontramos un distinto motor que pone en actividad las virtudes cristianas: pueden estar dirigidas por el hombre, a través de su razón esclarecida por la luz de la fe, o por el Espíritu Santo, a través de la razón del hombre iluminada directamente por los dones del Espíritu Santo.

Este accionar sobrenatural tiene exactamente la misma diferencia que encontramos en el orden natural, en la vida del hombre racional. En el plano humano, generalmente se obra a partir de un razonamiento, que implica meditar sobre una situación determinada, considerando las razones a favor y en contra, evaluando las distintas posibilidades que se tienen, y la probabilidad de éxito de cada alternativa, y, finalmente, se toma una decisión y se ejecuta la acción resultante.

Pero, a veces, se actúa de otra manera, por una inspiración repentina, a modo de "corazonada" o instinto, en donde, sin todo ese proceso de meditación y evaluación, se sigue en el obrar a esta inspiración que llegó de improviso, a modo de un "flash" o relámpago que ilumina la inteligencia e indica qué es lo que se puede hacer.

Esto mismo es expresado muy claramente por el mismo autor citado anteriormente:
"Mientras que en el plano humano, sólo algunos privilegiados geniales -artistas, pensadores, hombres de acción- aparecen intermitentemente como los beneficiarios de una inspiración de lo alto, todos los cristianos, en cambio, si son fieles, son moradas del Espíritu Santo, que les anima con su intervención personal tantas veces cuantas les sea preciso para su salvación. Puede formularse como principio que "cada vez que la razón humana se halla ante una dificultad insuperable por sus propias fuerzas, interviene el Espíritu Santo para inspirarle, por un instinto divino, la solución liberadora".
Todo cristiano que necesita del especial socorro de Dios según su vocación y su misión en la Iglesia, puede contar con la intervención personal e inmediata del Espíritu Santo, como los Apóstoles y sus primeros discípulos." (156)

Con este panorama de la acción de los dones en el alma del cristiano aparece en toda su dimensión la característica más importante de la acción de la gracia en el hombre, si se persevera en el crecimiento y se tiene cada vez más docilidad a la acción profunda del Espíritu Santo: llegará un momento en que, a partir de la acción de los siete dones, la mente del hombre sufrirá una transformación sobrenatural, por la que dejará de funcionar al modo humano, y se moverá según el modo divino.

Allí es donde, a partir de esta transformación prodigiosa, aparece el "hombre nuevo", "adulto espiritual" u "hombre perfecto", según la terminología empleada por san Pablo, o, en definitiva, el santo. San Pablo nos va describiendo la existencia de esta transformación, en la comunidad cristiana o Iglesia, que lleva al "niño espiritual" a ser un "hombre perfecto":

"El mismo (Cristo) "dio" a unos ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo. Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error." (157)
Aquí San Pablo diferencia el "niño" cristiano, que es movido y confundido en su razón por las cosas e influencias que llegan del mundo, del "hombre perfecto", que es el que ha alcanzado "la madurez de la plenitud de Cristo". ¿En qué consiste esta madurez? El mismo Pablo lo explica: "Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto." (158)

Así San Pablo nos indica que el "adulto espiritual", el "hombre perfecto", es aquél que vive una transformación de su mente en una totalmente nueva, tal que distingue claramente, "sabe" cuál es la voluntad de Dios frente a las circunstancias de su vida. Esta es la acción de los dones del Espíritu Santo, que san Pablo la llama "sabiduría entre los perfectos" (159) y cuyo resultado, como concluye, es uno solo: "nosotros tenemos la mente de Cristo". (160)

¡Esta es la más extraordinaria consecuencia de la gracia! Cada cristiano puede llegar a tener su mente, inteligencia y voluntad, transformada totalmente, de manera que "recibe" a través de los dones del Espíritu Santo directamente las mociones del Espíritu Santo, que expresan la voluntad de Dios para su vida y sus acciones. Se transforma así en "otro Cristo" y podrá entonces exclamar, al igual que San Pablo: "Y no vivo yo, sino que es Cristo que vive en mí." (161)
Estamos así en presencia del santo, del "hombre nuevo", de aquél que, si en su libertad permanece dócil a la acción de la gracia, se moverá y actuará plenamente de acuerdo a la voluntad de Dios, y, como consecuencia de esto, será un instrumento perfecto del Espíritu Santo, según su vocación y estado, obrando en plena "sintonía" con las mociones que recibe de lo alto.

Es muy difícil para la razón humana abarcar la magnitud de lo que significa esta transformación sobrenatural del hombre, que verdaderamente lo "deifica", pero la vislumbramos cuando leemos la Biblia, en los Hechos de los Apóstoles, que fue lo que éstos hicieron después de vivir esta profunda transformación el día de Pentecostés, día del "bautismo en el Espíritu" que les había prometido Jesús. Se transformaron en instrumentos para la evangelización del mundo, con todo el poder del Espíritu Santo que se manifestaba a través de ellos con señales, prodigios y milagros.
Y, por supuesto, esta misma transformación la encontramos a lo largo de toda la historia de la Iglesia en tantos santos y santas, los que muchas veces llaman la atención por las cosas asombrosas que hicieron en su vida, movidos por el Espíritu Santo al que tan bien escuchaban.

Veremos en los próximos capítulos en detalle de qué manera y siguiendo cuáles pasos y etapas se va produciendo en el cristiano que persevera esta tremenda transformación, esta conversión profunda y total.

Para terminar, miremos rápidamente la función y la acción de cada uno de los siete dones del Espíritu Santo. La acción directa e inmediata del Espíritu Santo se ejerce sobre las dos facultades del hombre racional, la inteligencia y la voluntad, por lo que diferenciamos los dones del Espíritu Santo en dos grupos:

Hay dones llamados "dones intelectuales", porque su acción se centra en la inteligencia:

Don de Inteligencia o Entendimiento: permite en una sola "mirada", sin proceso de razonamiento, captar y penetrar en las verdades primordiales de la Revelación de Dios. Es el don que permite penetrar en el sentido oculto de la Escritura, de los acontecimientos que nos ocurren, de las imágenes y los símbolos sagrados, etc. Lleva a su máxima perfección a la virtud de la fe.

Don de Ciencia: permite "ver" la acción de Dios en el mundo que nos rodea, y, en particular, en las criaturas. Podemos a través de este don ver con prontitud y certeza lo que se refiere a nuestra santificación y la de los otros. Por medio de él entiende el predicador lo que ha de decir a sus oyentes para el bien de éstos, y el director espiritual como ha de guiar a las almas, porque penetra en sus secretos movimientos y puede ver los corazones hasta el fondo, ya que da el discernimiento infuso de espíritus. Es el guía y motor de las grandes empresas apostólicas.

Don de Sabiduría: actúa tanto sobre la inteligencia como sobre la voluntad; es el don que perfecciona al máximo la virtud de la caridad, y da un "conocimiento sabroso", como lo define San Bernardo, de las cosas de Dios, produciendo un gozo y un gusto sobrenatural. Es el don que da un conocimiento casi "experimental" de la presencia de la Trinidad en el alma del justo, y del que se derivan las más profundas experiencias místicas. Esta vivencia del amor de Dios tan extraordinaria es la que lleva la caridad, o amor de Dios, a su máxima perfección aquí en la tierra.

Don de Consejo: es una luz con que el Espíritu Santo inspira al creyente lo que ha de hacer en cuanto a su vida en relación con Dios, dándole a entender pronta y seguramente, por una especie de intuición sobrenatural, lo que conviene hacer o decir, especialmente en situaciones difíciles que rebasan la capacidad de la razón humana.

Los otros dones, que obran sobre la voluntad, son los siguientes:

Don de Fortaleza: perfecciona la virtud de la fortaleza, dando al alma fuerza y energía para poder hacer o padecer alegre e intrépidamente cosas grandes para su salvación o la de los demás, a pesar de todas las dificultades.

Don de Piedad: produce en el corazón un afecto filial sobrenatural para con Dios y las cosas divinas, de manera que el cristiano puede cumplir con gran devoción y alegría sus deberes religiosos y obras de misericordia con el prójimo.

Don de Temor de Dios: lleva a la voluntad del hombre al respeto filial de Dios, y lo aparta del pecado, en cuanto a no ofender a ese Padre amoroso. No es miedo a Dios o al infierno, que puede entristecer o perturbar, sino que es reverencia y respeto por un Dios tan grande y bueno al que no se quiere ofender.

Vamos a aclarar desde ahora algo fundamental: la aparición de la acción de los dones del Espíritu Santo, especialmente de los llamados "dones intelectuales" se va evidenciando a partir de la vivencia de la llamada oración de contemplación infusa, por lo que resulta que la experiencia de este tipo de oración, que muchos creen equivocadamente que está reservada solamente a los así llamados "místicos", se encuentra necesariamente dentro del camino normal y ordinario de la verdadera vida cristiana.
El cristiano que no llega a ser contemplativo, tampoco tendrá "activados" en su vida espiritual los siete preciosos dones del Espíritu Santo, y no podrá alcanzar la verdadera y profunda conversión hacia una vida nueva, que debería ser la consecuencia normal del bautismo.

La oración de contemplación infusa es entonces la "escuela" para conocer y experimentar la acción de los dones del Espíritu Santo, y es tan grande su importancia que le dedicaremos todo el espacio necesario en la Tercera Parte, cuando hablemos de la oración cristiana.

No nos debe preocupar si esto que hemos desarrollado no nos ha quedado del todo claro; lo debemos tomar como una introducción al tema de los dones del Espíritu Santo, ya que en el próximo capítulo, en donde veremos este nuevo organismo sobrenatural en acción, terminaremos por comprender su utilidad, al ver como se manifiestan en la práctica.

La Gracia Actual.

Vamos a ver ahora otro tipo de gracia que viene de Dios. Para ejercitar las facultades sobrenaturales, las virtudes y los dones, se necesita un impulso de Dios, una moción divina que se denomina gracia actual. A su vez, estas gracias disponen al alma a recibir la gracia habitual, cuando no la tiene todavía o la ha perdido.

Sin esta gracia no es posible al hombre, primero, disponerse a la conversión cristiana, ni perseverar después efectivamente en el ejercicio de las virtudes infusas para llegar a la santidad.
Podemos definir la gracia actual diciendo que es aquella que dispone o mueve de manera transitoria, para recibir o actuar los hábitos sobrenaturales infusos (virtudes y dones del Espíritu Santo).

Hay dos diferencias fundamentales entre la gracia habitual y la gracia actual. Veamos cuales son:

a) La gracia habitual (acompañada de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo) es una cualidad permanente o hábito, que produce su efecto de manera continua en el sujeto en que reside, mientras que la gracia actual es una moción que se presenta en un momento dado, con un fin específico, por lo que se llama transeúnte, y su efecto final depende de la docilidad o resistencia que le opone el que la recibe.

b) La gracia habitual produce la disposición para la acción, mientras que la gracia actual es la que empuja y produce la acción misma.

La gracia actual es imprescindible para poner en ejercicio los hábitos infusos de las virtudes y los dones, ya que el esfuerzo puramente natural del alma no puede llevar a operar a principios de acción sobrenaturales, como lo son las virtudes y dones. De aquí resulta que en todo acto de una virtud infusa cualquiera, o en la actuación de los dones, se supone necesariamente que existió una previa gracia actual.

También la gracia actual es necesaria para lograr la disposición necesaria para recibir la gracia habitual, ya sea por no haberla tenido nunca o por haberla perdido por el pecado mortal. La gracia actual trabaja en el espíritu del hombre, generando arrepentimiento y contrición por las culpas, confianza en la misericordia de Dios, temor a las consecuencias del pecado, etc., lo que, si es atendido, produce la disposición para volver a recibir la gracia, por ejemplo por el sacramento de la reconciliación o penitencia.

Según las distintas formas que actúan las gracias actuales, encontramos, entre las más importantes, las siguientes:

Gracias operantes y cooperantes: Dios a veces mueve al hombre a obrar según su propia deliberación, según el modo humano natural. Por ejemplo: si una persona se ha propuesto orar todos los días a una determinada hora, cuando ve que llega ese momento, deja lo que está haciendo, busca un lugar adecuado, y se pone a orar. Aquí actúa una gracia actual cooperante, que ayuda la acción humana para que se haga efectiva, para cumplir con un propósito. Otras veces, la gracia actual obra de modo imprevisto; por ejemplo, estando una persona ocupada en una tarea, recibe de pronto la inspiración de orar, y, dejándolo todo, así lo hace. Esta gracia especial se denomina gracia actual operante, porque actúa en el hombre sin una deliberación expresa, siendo el alma inspirada directamente por Dios, aunque necesita siempre el consentimiento libre de la voluntad humana.

Gracias prevenientes y subsecuentes: las gracias prevenientes suscitan en el hombre buenas ideas o buenos pensamientos, es decir, son gracias previas a los actos del hombre, moviendo y disponiendo a la voluntad. Si no se opone resistencia a esta moción, Dios añadirá otra gracia actual subsecuente, que ayudará acompañando a la voluntad a realizar el acto y dándole la energía necesaria para el mismo.
San Pablo afirma este accionar de la gracia de Dios: "Pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece." (Flp. 2,13).

Resulta de todo esto que la gracia, para que produzca en el cristiano sus efectos, pide siempre su libre cooperación. Dios, que ha creado al hombre libre, respeta de tal modo esa libertad, que, como decía San Agustín, "El que nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nosotros."

Compete al hombre acoger las inspiraciones de la gracia actual, seguir dócilmente sus inspiraciones, aún a pesar de los obstáculos, y ponerlas en práctica. Así se transforma en un colaborador de Dios, y su acción será el resultado de la conjunción de la gracia divina y del libre arbitrio humano, ya que la gracia actual es como un impulso de Dios que pone en marcha el organismo sobrenatural dado por la gracia habitual.

Lamentablemente, la inmensa mayoría de las gracias actuales con que Dios llega a los hombres, o no son advertidas, o son desechadas y no seguidas. De ahí la enorme importancia de la oración y de los momentos de recogimiento interior, para comenzar a captar y abrirse a estas mociones que vienen de lo alto.

Conclusiones.

Podemos resumir ahora lo visto en estos dos capítulos, que se trata nada menos que del inmenso tesoro que constituye la gracia recibida en el bautismo cristiano.

En primer lugar, vimos que el hombre se incorpora al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. El individuo que está en el "mundo" es injertado o trasplantado en un verdadero Cuerpo, formando a partir de allí parte integrante de él.
Estando así incorporado, participa de la misma vida de todo el cuerpo, que es la vida misma de su Cabeza, Jesucristo. El hombre pasa a ser hijo adoptivo de Dios, su heredero y hermano de Jesucristo. Se establece entre todos los miembros de este Cuerpo una unión común, llamada Comunión de los Santos, de la que participan los miembros de la Iglesia en su totalidad, formada por la Iglesia militante, es decir, los que están en la tierra, la Iglesia purgante, con los que se están aún purificando después de la muerte, y la Iglesia triunfante, con los santos en la gloria de la presencia de Dios.

Esta vida divina que viene del Cuerpo Místico se difunde en el cristiano incorporado a él, produciéndole dos efectos primordiales: la Santísima Trinidad, Dios mismo, va a habitar en el alma del cristiano, y va a formar en él un nuevo organismo sobrenatural, para que esté capacitado para vivir una vida sobrenatural semejante a la suya. La Trinidad inhabita en el alma, con una presencia real y plena, y el cristiano puede gozar y disfrutar de esta divina presencia.
Esa nueva vida, que implica una novedosa forma de ser y de actuar, un cambio total de su condición humana y natural, es posible vivirla a partir de la acción de las virtudes infusas, que agregan a las capacidades naturales del hombre la posibilidad de realizar actos sobrenaturales.

Las virtudes se ejercen en un principio dirigidas por la misma razón humana del hombre, al modo humano, pero, a medida que el cristiano va creciendo y se va desarrollando en él este nuevo organismo sobrenatural, ira viviendo cada vez más claramente la acción directa en su razón de las mociones del Espíritu Santo, por lo que comenzará a practicar cada vez más asiduamente las distintas virtudes cristianas bajo la dirección inmediata del Espíritu Santo, dejando de lado su proceso natural humano de meditación discursiva.
La acción del Espíritu Santo tiene efecto a través de los dones, que permiten "captar" las mociones que vienen de lo alto, a modo de intuiciones o iluminaciones que acceden directamente al entendimiento y la voluntad. Se producirá allí la transformación del cristiano en adulto espiritual, hombre nuevo o santo, y recién entonces el creyente vivirá la verdadera vida cristiana.

Por último, para poner por obra a través de la acción de las virtudes, los actos que se derivan de ellas, Dios le provee al cristiano un motor divino, un empuje sobrenatural, por la acción de las gracias actuales, que obrarán más y mejor cuanto mayor sea la apertura y docilidad del creyente a las mociones que vienen de Dios.
Ya tenemos todos los elementos para encarar en los próximos capítulos la acción del nuevo organismo sobrenatural en el hombre en estado de gracia.

Referencias al Capítulo 2:

(141): Catecismo de la Iglesia Católica Nª 978 y 1990
(142): Romanos 8,15-17
(143): 1 Juan 3,1
(144): Juan 3,16
(145): Romanos 8,29
(146): Mateo 3,17
(147): Marcos 9,7
(148): Juan 14,21
(149): Juan 15,9
(150): Juan 15,15
(151): Juan 17,22
(152): Juan 14,23
(153): Juan 14,14-17
(154): A. Royo Marín, “Teología de la perfección cristiana”, Parte 1 Cap.2
(155): P. M. Philipon, OP, en la introducción de su libro “Los dones del Espíritu Santo”:
(156): Idem anterior, 2º Parte, Sección I, Capítulo 2
(157): Efesios 4,11-14
(158): Romanos 12,2
(159): 1 Corintios 2,6
(160): 1 Corintios 2,16
(161): Gálatas 2,20







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