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Quiero amor y sufro menosprecio
Contraer matrimonio es un acto de creencia, en el que la pedagogía divina se muestra en todo su esplendor


Por: Guillermo Urbizu | Fuente: Catholic.net



Algo pasa. Los matrimonios se deshacen como azucarillos en el ácido de la sinrazón y del desasosiego. Ya casi nos hemos acostumbrado. Y actuamos como si todo fuera normal. Cada uno por su sitio y los niños a la consulta del psicólogo. Total, era ya lo mejor. No se hablaban, él la engañaba con otra... En fin, la casuística de rigor.

Uno ya se casa previendo prácticamente su divorcio o separación. Las cosas pueden salir mal, tanto en cuanto yo no voy a estar dispuesto a ceder ni un ápice de mi egotista ubicación. Y se oye hablar de “mi” libertad, de “mis” derechos, de “mi” proyección profesional, de “mi” vida. El mi de lo mío. El yo como ombligo de toda una mezquina cosmovisión.

El matrimonio visto como jerigonza social y cumbre de unas calculadas relaciones congestionadas de sexo e hipotecas (no siempre inmobiliarias). El capricho sustituye al sacrificio, el confort a los hijos y la retórica de mi agrado, placer o satisfacción a la guasa aquella -tan pazguata, piensan- de “hasta que la muerte os separe”.

Y es que los hombres estamos dejando de apreciar las delicias del AMOR con mayúsculas. Preferimos lo sucedáneo, la mentira con apariencia de verdad. Dar la vida por el que amas es una bonita frase, sí, pero poco más. Lo que denominamos amor dura lo que dura la pasión. Porque cuando llega la hora de la verdad esquivamos raudos el compromiso. No vaya a ser que nos complique en exceso.

Amar no es un estado de ánimo, ni una posesión, ni siquiera un sentimiento. Amar es abrazar la voluntad del otro con un piropo, amar significa entregarse hasta la extenuación, amar es olvidarse del propio cuerpo entregando por entero el alma, amar es aprender a ser feliz en una larga instrucción que dura toda la vida.

Pero no nos engañemos, en la raíz de los conflictos matrimoniales hay un profundo olvido de nuestra condición de hijos de Dios. De esa condición trascendente emana todo lo que verdaderamente importa. Tener conciencia de ello implica tratar al otro como lo que es: nuestro camino hacia Dios. Camino de perfección -que diría Santa Teresa-, nunca desgana, desventaja o fraude.

Ya no estamos hablando tan sólo de un estado social o legal, estamos hablando de una vocación, de una llamada específica a la santidad. Cuando se olvida el aspecto sagrado del matrimonio (como el de la vida), nos estamos olvidando de su entraña, de su poesía, de su sentido, de su misión.

Casarse significa creer en la felicidad del hombre. Es más, contraer matrimonio es un acto de creencia, en el que la pedagogía divina se muestra en todo su esplendor. Las contrariedades -con los ojos del alma puestos en Dios- no hacen sino fortalecer esa creencia, esa unidad de hombre y mujer, cuyo prodigio más evidente son los hijos. Con sus risas, chismes y trastadas.

Comentarios al autor: guilleurbizu@hotmail.com







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