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Encíclica Sapientiae Christianae

Encíclica Sapientiae Christianae
Sapientiae Christianae Sobre los deberes de los ciudadanos cristianos Carta Encíclica del Sumo Pontífice León XIII 10 de enero de 1890


Por: Sumo Pontífice León XIII |




Sapientiae Christianae
Sobre los deberes de los ciudadanos cristianos
Carta Encíclica del Sumo Pontífice León XIII
10 de enero de 1890


Se deja sentir más y más la necesidad de recordar los preceptos de cristiana sabiduría, para en todo conformar a ellos la vida, costumbres e instituciones de los pueblos. Porque, postergados estos preceptos, se ha seguido tal diluvio de males, que ningún hombre cuerdo puede, sin angustiosa preocupación, sobrellevar los actuales ni contemplar sin pavor los que están por venir.

Y a la verdad, en lo tocante a los bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se ha progresado bastante; pero cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la robustez de fuerzas, la abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan comodidades, aumentando las delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al alma, creada para cosas más altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y dirigirse a Él, es la ley suprema de la vida del hombre, el cual, creado a imagen y semejanza de su Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente estimulado a poseerlo. Pero a Dios no se acerca el hombre por movimiento corporal, sino por la inteligencia y la voluntad, que son movimientos del alma. Porque Dios es la primera y suma verdad; es asimismo la santidad perfecta y el bien sumo, al cual la voluntad sólo puede aspirar y acercarse guiada por la virtud.



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Índice General



INTRODUCCIÓN
* Progreso material, retroceso espiritual



I. Deberes de los cristianos
* Amor a la patria
* Dos patrias
* Deberes contra los enemigos de la Iglesia
* Propagar el Evangelio
* Lucha, unida
* Unidad y disciplina
* Obediencia a la Iglesia


II. Doctrina político - religiosa
* Iglesia, y partidos
* Iglesia, y sociedad civil
* Timidez y temeridad, en política
* Sumisión, obediencia y moralidad
* Deber de la caridad
* Derechos de los padres





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Sapientiae Christianae
Sobre los deberes de los ciudadanos cristianos
Carta Encíclica del Sumo Pontífice León XIII
10 de enero de 1890





INTRODUCCIÓN



Cada día se deja sentir más y más la necesidad de recordar los preceptos de cristiana sabiduría, para en todo conformar a ellos la vida, costumbres e instituciones de los pueblos. Porque, postergados estos preceptos, se ha seguido tal diluvio de males, que ningún hombre cuerdo puede, sin angustiosa preocupación, sobrellevar los actuales ni contemplar sin pavor los que están por venir.

Y a la verdad, en lo tocante a los bienes del cuerpo y exteriores al hombre, se ha progresado bastante; pero cuanto cae bajo la acción de los sentidos, la robustez de fuerzas, la abundancia grande de riquezas, si bien proporcionan comodidades, aumentando las delicias de la vida, de ningún modo satisfacen al alma, creada para cosas más altas y nobles. Tener la mirada puesta en Dios y dirigirse a Él, es la ley suprema de la vida del hombre, el cual, creado a imagen y semejanza de su Hacedor, por su propia naturaleza es poderosamente estimulado a poseerlo. Pero a Dios no se acerca el hombre por movimiento corporal, sino por la inteligencia y la voluntad, que son movimientos del alma. Porque Dios es la primera y suma verdad; es asimismo la santidad perfecta y el bien sumo, al cual la voluntad solo puede aspirar y acercarse guiada por la virtud.


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Progreso material retroceso espiritual


Y lo que se dice de los individuos se ha de entender también de la sociedad, ya sea doméstica o civil. Porque la sociedad no ha sido instituida por la naturaleza para que la busque el hombre como fin, sino para que en ella y por ella posea medios eficaces para su propia perfección. Si, pues, alguna sociedad, fuera de las ventajas materiales y progreso social, con exquisita profusión y gusto procurados, ningún otro fin se propusiera; si en el gobierno de los pueblos menosprecia a Dios y para nada se cuida de las leyes morales, se desvía lastimosamente del fin que su naturaleza misma le prescribe, mereciendo, no ya el concepto de comunidad o reunión de hombres, sino más bien el de engañosa imitación y simulacro de sociedad.

Ahora bien: el esplendor de aquellos bienes del alma, antes mencionados, los cuales principalmente se encuentran en la práctica de la verdadera religión y en la observancia fiel de los preceptos cristianos, vemos que cada día se eclipsa más en los ánimos por el olvido o menosprecio de los hombres, de tal manera que, cuánto mayor sea el aumento en lo que a los bienes del cuerpo se refiere, tanto más caminan hacia el ocaso los que pertenecen al alma. De cómo se ha disminuído o debilitado la fe cristiana, son prueba eficaz los insultos con que a vista de todos se injuria con desusada frecuencia a la religión católica: injurias que en otra época, cuando la religión estaba en auge, de ningún modo se hubieran tolerado.

Por esta causa es increíble la asombrosa multitud de hombres que ponen en peligro su eterna salvación; los pueblos mismos y los reinos no pueden por mucho tiempo conservarse incólumes, porque con la ruina de las instituciones y costumbres cristianas, menester es que se destruyan los fundamentos que sirven de base a la sociedad humana. Se fía la paz pública y la conservación del orden a la sola fuerza material, pero la fuerza, sin la salvaguardia de la religión, es por extremo débil: a propósito para engendrar la esclavitud más bien que la obediencia, lleva en sí misma los gérmenes de grandes perturbaciones. Ejemplo de lamentables desgracias nos ofrece lo que llevamos de siglo, sin que se vea claro si acaso no han de temerse otras semejantes.

Y así, la misma condición de los tiempos aconseja buscar el remedio donde conviene, que no es otro sino restituir a su vigor, así en la vida privada como en todos los sectores de la vida social, la norma de sentir y obrar cristianamente, única y excelente manera de extirpar los males presentes, y precaver los peligros que amenazan. A este fin, Venerables Hermanos, debemos dirigir Nuestros esfuerzos, y procurarlo con todo ahínco y por cuantos medios estén a Nuestro alcance; por lo cual, aunque en diferentes ocasiones, según ofrecía la oportunidad, ya enseñamos lo mismo, juzgamos, sin embargo, en esta Encíclica, señalar más distintamente los deberes de los cristianos, porque, si se observan con diligencia, contribuyen por maravillosa manera al bienestar social. Asistimos a una contienda ardorosa y casi diaria en torno a intereses de la mayor monta; y en esta lucha, muy difícil es no ser alguna vez engañados, ni engañarse, ni que muchos no se desalienten y caigan de ánimo Nos corresponde, Venerables Hermanos, advertir a cada uno, enseñar y exhortar conforme a las circunstancias para que nadie se aparte del camino de la verdad.



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I. DEBERES DE LOS CRISTIANOS




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Amor a la patria


No puede dudarse de que en la vida práctica son mayores en número y gravedad los deberes de los cristianos que los de quienes, o tienen de la religión católica ideas falsas, o la desconocen por completo. Cuando, redimido el linaje humano, Jesucristo mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio a toda criatura, impuso también a todos los hombres la obligación de aprender y creer lo que les enseñasen; y al cumplimiento de este deber va estrechamente unida la salvación eterna. “El que creyere y fuere bautizado será salvo, pero el que no creyere se condenarᔠ(1). Pero al abrazar el hombre, como es deber suyo, la fe cristiana, por el mismo acto se constituye en súbdito de la Iglesia, como engendrado por ella, y se hace miembro de aquella amplísima y santísima sociedad, cuyo régimen, bajo su cabeza visible, Jesucristo, pertenece, por deber de oficio y con potestad suprema, al Romano Pontífice.

Ahora bien: si por ley natural estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar aun la misma muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante en los cristianos, hallarse en igual disposición de ánimo para con la Iglesia. Porque la Iglesia es la ciudad santa del Dios vivo, fundada por Dios, y por El mismo establecida, la cual, aunque peregrina sobre la tierra, llama a todos los hombres, y los instruye y los guía a la felicidad eterna allá en el cielo. Por consiguiente, se ha de amar la patria donde recibimos esta vida mortal, pero más entrañable amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del alma, que ha de durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los bienes del cuerpo los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los hombres son incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.

Por lo demás, si queremos sentir rectamente, el amor sobrenatural de la Iglesia y el que naturalmente se debe a la patria, son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, puesto que de entrambos es causa y autor el mismo Dios; de donde se sigue, que no puede haber oposición entre los dos. Ciertamente, una y otra cosa podemos y debemos: amarnos a nosotros mismos y desear el bien de nuestros prójimos, tener amor a la patria y a la autoridad que la gobierna; pero al mismo tiempo debemos honrar a la Iglesia como a madre, y con todo el afecto de nuestro corazón amar a Dios.

Y, sin embargo, o por lo desdichado de los tiempos o por la voluntad menos recta de los hombres, alguna vez el orden de estos deberes se trastorna. Porque se ofrecen circunstancias en las cuales parece que una manera de obrar exige de los ciudadanos el Estado, y otra contraria la religión cristiana; lo cual ciertamente proviene de que los que gobiernan a los pueblos, o no tienen en cuenta para nada la autoridad sagrada de la Iglesia, o pretenden que ésta les sea subordinada. De aquí nace la lucha, y el poner a la virtud a prueba en el combate. Manda una y otra autoridad, y como quiera que mandan cosas contrarias, obedecer a las dos es imposible: “Nadie puede servir al mismo tiempo a dos señores” (2); y así es menester faltar a la una, si se ha de cumplir lo que la otra ordena. Cuál deba llevar la preferencia, nadie puede ni dudarlo.

Impiedad es por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o bajo color de conservar un derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia...: “Conviene obedecer a Dios antes que a los hombres” (3); y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilicitas, eso mismo en igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz como en la guerra, quien aventaje al cristiano consciente de sus deberes; pero debe arrostrar y preferir todo, aun la misma muerte, antes que abandonar, como un desertor, la causa de Dios y la Iglesia.

Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de sediciosa. Hablamos de cosas sabidas y Nos mismo las hemos explicado ya otras veces. La ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por la potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien únicamente pertenece el dar poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades humanas y las separa del amor de Dios.

Sagrado es, por cierto, para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, “porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor” (4) ; pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición al derecho divino, si con ellas se ofende a la Iglesia o si contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia es un crimen, que por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, pues pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado.

Echase también de ver nuevamente cuán injusta sea la acusación de rebelión; porque no se niega la obediencia debida al príncipe y a los legisladores, sino que se apartan de su voluntad únicamente en aquellos preceptos para los cuales no tienen autoridad alguna, porque las leyes hechas con ofensa de Dios son injustas, y cualquiera otra cosa podrán ser menos leyes.

Bien sabéis, Venerables Hermanos, ser ésta la mismísima doctrina del apóstol San Pablo, el cual como escribiese a Tito que se debía aconsejar a los cristianos que estuviesen sujetos a los príncipes y potestades y obedecer a sus mandatos, inmediatamente añade que estuviesen dispuestos a toda obra buena (5), para que constase ser lícito desobedecer a las leyes humanas cuando decretan algo contra la ley eterna de Dios. Por modo semejante el Príncipe de los Apóstoles, a los que intentaban arrebatarle la libertad en la predicación del Evangelio, con aliento sublime y esforzado respondía: “Si es justo delante de Dios, juzgadlo vosotros mismos. Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que hemos visto y oído” (6).



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Dos patrias


Amar, pues, a una y otra patria, la natural y la de la ciudad celestial, pero de tal manera que el amor de ésta ocupe lugar preferente en nuestro corazón, sin permitir jamás que a los derechos de Dios se antepongan los derechos del hombre, es el principal deber de los cristianos, y como fuente de donde se derivan todos los demás deberes. Y a la verdad que el libertador del linaje humano: “Yo, dice de sí mismo, para esto he nacido y con este fin vine al mundo, para dar testimonio de la verdad” (7), y asimismo, “he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?” (8). En el conocimiento de esta verdad, que es la perfección suma del entendimiento, y en el amor divino, que de igual modo perfecciona la voluntad, consiste toda la vida y libertad cristiana. Y ambas cosas, la verdad y la caridad, como patrimonio nobilísimo legado a la Iglesia por Jesucristo, lo conserva y defiende ésta con incesante esmero y vigilancia.

Pero cuán encarnizada y múltiple es la guerra que ha estallado contra la Iglesia, ni siquiera es preciso decirlo. Porque como quiera que le ha cabido en suerte a la razón, ayudada por las investigaciones científicas, descubrir muchos secretos velados antes por la naturaleza y aplicarlos convenientemente a los usos de la vida, se han envanecido los hombres de tal modo, que creen poder ya lanzar de la vida social de los pueblos a Dios y su divino gobierno.

Llevados de semejante error, transfieren a la naturaleza humana el principado arrancado a Dios; propalan que sólo en la naturaleza ha de buscarse el origen y norma de toda verdad; que de ella provienen y a ella han de referirse cuantos deberes impone la religión. Por lo tanto, que ni ha sido revelada por Dios verdad alguna, ni para nada ha de tenerse en cuenta la institución cristiana en las costumbres, ni se debe obedecer a la Iglesia; que ésta ni tiene potestad para dar leyes ni posee derecho alguno; más aún: que no debe hacerse mención de ella en las constituciones de los pueblos.

Ambicionan y por todos los medios posibles procuran apoderarse de los cargos públicos y tomar las riendas en el gobierno de los Estados, para poder así más fácilmente, según tales principios, arreglar las leyes y educar los pueblos. Y así vemos la gran frecuencia con que o claramente se declara la guerra a la religión católica, o se la combate con astucia; mientras conceden amplias facultades para propagar toda clase de errores y se ponen fortísimas trabas a la pública profesión de las verdades religiosas.

En circunstancias tan lamentables, ante todo es preciso que cada uno entre en sí mismo procurando con exquisita vigilancia conservar hondamente arraigada en su corazón la fe, precaviéndose de los peligros, y señaladamente siempre bien armado contra varios sofismas engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud, juzgamos sobremanera útil y por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos el esmerado estudio de la doctrina cristiana, según la posibilidad y capacidad de cada cual; empapando su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que atañen a la religión y por la razón pueden alcanzarse. Y como quiera que no sólo se ha de conservar en todo su vigor pura e incontaminada la fe cristiana sino que es preciso robustecerla más cada día con mayores aumentos, de aquí la necesidad de acudir frecuentemente a Dios con aquella humilde y rendida súplica de los Apóstoles: “Aumenta en nosotros la fe” (9).



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Deberes contra los enemigos de la Iglesia


Es de advertir que en este orden de cosas que pertenecen a la fe cristiana hay deberes cuya exacta y fiel observancia, si siempre fue necesaria para la salvación, lo es incomparablemente más en estos tiempos.

Porque en tan grande y universal extravío de opiniones, deber es de la Iglesia tomar el patrocinio de la verdad y extirpar de los ánimos el error; deber que está obligada a cumplir siempre e inviolablemente, porque a su tutela ha sido confiado el honor de Dios y la salvación de las almas. Pero cuando la necesidad apremia no sólo deben guardar incólume la fe los que mandan, sino que “cada uno esté obligado a propagar la fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles” (10). Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa. Lo uno y lo otro es vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno y lo otro, contrario a la salvación del individuo y de la sociedad: ello aprovecha únicamente a los enemigos del nombre cristiano, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.

Y tanto más se ha de vituperar la desidia de los cristianos cuanto que se puede desvanecer las falsas acusaciones y refutar las opiniones erróneas, ordinariamente con poco trabajo; y, con alguno mayor, siempre. Finalmente, a todos es dado oponer y mostrar aquella fortaleza que es propia de los cristianos, y con la cual no raras veces se quebrantan los bríos de los adversarios y se desbaratan sus planes. Fuera de que el cristiano ha nacido para la lucha, y cuanto ésta es más encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria. “Confiad: yo he vencido al mundo” (11). Y no oponga nadie que Jesucristo, conservador y defensor de la Iglesia, de ningún modo necesita del auxilio humano porque, no por falta de fuerza, sino por la grandeza de su voluntad, quiere que pongamos alguna cooperación para obtener v alcanzar los frutos de la salvación que Él nos ha conquistado.



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Propagar el Evangelio


Lo primero que ese deber nos impone es profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla, cada uno según sus fuerzas. Porque, corno repetidas veces se ha dicho, y con muchísima verdad, nada daña tanto a la doctrina cristiana corno el no ser conocida; pues, siendo bien entendida, basta ella sola para rechazar todos los errores, y si se propone a un entendimiento sincero y libre de falsos prejuicios, la razón dicta el deber de adherirse a ella. Ahora bien: la virtud de la fe es un gran don de la gracia y bondad divina; pero las cosas a que se ha de dar fe no se conocen de otro modo que oyéndolas.

“¿Cómo creerán en El, si de El nada han oído hablar? ¿Y cómo oirán hablar de El si no se les predica?. Así que la fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la Palabra de Cristo” (12). Siendo, pues, la fe necesaria para la salvación, síguese que es enteramente indispensable que se predique la palabra de Cristo. El cargo de predicar, esto es, de enseñar, por derecho divino compete a los maestros, a los que “el Espíritu Santo ha instituido Obispos para gobernar la Iglesia de Dios” (13), y principalmente al Pontífice Romano, Vicario de Jesucristo puesto al frente de la Iglesia universal con potestad suma como maestro de lo que se ha de creer y obrar. Sin embargo, nadie crea que se prohíbe a los particulares poner en uso algo de su parte, sobre todo a los que Dios concedió una buena inteligencia y el deseo de hacer bien; los cuales, cuando el caso lo exija, pueden fácilmente, no ya arrogarse el cargo de doctor, pero sí comunicar á los demás lo que ellos han recibido, siendo así como el eco de la voz de los maestros. Más aún, a los Padres del Concilio Vaticano les pareció tan oportuna y fructuosa la colaboración de los particulares, que hasta juzgaron exigírsela: “A todos los fieles, en especial a los que mandan o tienen cargo de enseñar, suplicamos encarecidamente por las entrañas de Jesucristo, y aun les mandarnos con la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro, que trabajen con empeño y cuidado en alejar y desterrar de la Santa Iglesia estos errores, y manifestar la luz purísima de la fe” (14).



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Lucha, unida


Por lo demás, acuérdese cada uno de que puede y debe sembrar la fe católica con la autoridad del ejemplo, y predicarla profesándola con tesón. Por consiguiente, entre los deberes que nos juntan con Dios y con la Iglesia se ha de contar, entre los principales, el que cada uno, por todos los medios, procure defender las verdades cristianas y refutar los errores.

Pero no llenarán este deber como conviene, colmadamente y con provecho, si bajan a la arena separados unos de otros.

Ya anunció Jesucristo que el odio y la envidia de los hombres de que El, antes que nadie, fue blanco, se extendería del mismo modo a la obra por El fundada, de tal suerte, que a muchos de hecho se les impediría conseguir la salvación, que El por singular beneficio nos ha procurado. Por lo cual quiso no solamente formar alumnos de su escuela, sino además juntarlos en sociedad y unirlos convenientemente en un cuerpo, “que es la Iglesia” (15), cuya cabeza es El mismo. Así que la vida de Jesucristo penetra y recorre la trabazón de este cuerpo, nutre y sustenta cada uno de íos miembros y los tiene unidos entre sí y encaminados al mismo fin, por más que no es una misma la acción de cada uno de ellos (16)

Por estas causas, no sólo es la Iglesia sociedad perfecta y mucho más excelente que cualquier otra sociedad, sino que más le ha impuesto su Fundador la obligación de trabajar por la salvación del linaje humano “como un ejército formado en batalla” (17) Esta composición y conformación sociedad cristiana de ningún modo se puede mudar, y tampoco es permitido a cada uno vivir a su antojo o escoger el modo de pelear que más le agrade, porque desparrama y no recoge el que no recoge con la Iglesia y con Jesucristo; y en realidad, pelean contra Dios todos los que no pelean juntos con El y con la Iglesia (18).

Mas para esta unión de los ánimos y semejanza en el modo de obrar, no sin causa, formidable a los enemigos del nombre católico, lo primero de todo es necesaria la concordia de pareceres, a la cual vemos que el apóstol San Pablo exhortaba a los Corintios con todo encarecimiento y con palabras de mucho peso: “Mas os ruego encarecidamente, hermanos míos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos tengáis un mismo lenguaje y que no haya entre vosotros cisma; antes bien, viváis perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir” (19). Fácilmente se entiende la sabiduría de este precepto: porque el entendimiento es el principio de obrar, y, por consiguiente, ni pueden unirse las voluntades, ni ser las acciones semejantes, si los entendimientos tienen diverso sentir.

Los que por única guía tienen a la razón, muy difícil, si no imposible, es que puedan tener unidad de doctrina porque el arte de conocer las cosas es por difícil y nuestro entendimiento, débil por naturaleza, es atraído en sentidos distintos por las diversas opiniones y a menudo engañado por la impresión de la presentación externa de las cosas; a lo citado se agregan los deseos desordenados, que muchas veces o quitan o por lo menos disminuyen la facultad de ver la verdad. Por esto, en el gobierno de los pueblos se recurre muchas veces a mantener unidos por la fuerza aquellos cuyos ánimos están discordantes.

Muy al contrario los cristianos, los cuales saben qué han de creer por la Iglesia, con cuya autoridad y guía están ciertos que conseguirán la verdad. Por lo cual, como es una la Iglesia, porque uno es Cristo, así una es y debe ser la doctrina de todos los cristianos del mundo entero. “Uno el Señor, una la fe” (20). Pero teniendo todos un mismo espíritu de fe (21) alcanzan el principio saludable que les ha de salvar, del que naturalmente se engendra en todos la misma voluntad y el mismo modo de obrar.



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Unidad y disciplina


Pero, como manda el apóstol San Pablo, conviene que esta unanimidad sea perfecta.

No apoyándose la fe cristiana en la autoridad de la razón humana, sino de la divina, porque las cosas “que hemos recibido de Dios creemos que son verdaderas, no porque con la luz natural de la razón veamos la verdad intrínseca de las cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, el cual no puede engañarse ni engañar” (22), se sigue la absoluta necesidad de abrazar con igual y semejante asentimiento todas y cada una de las verdades de que nos conste haberlas Dios revelado y que negar el asentimiento a una sola viene casi a ser lo mismo que rechazarlas todas. Destruyen, por consiguiente, el fundamento mismo de la fe los que, o niegan que Dios ha hablado a los hombres, o dudan de su infinita veracidad y sabiduría.

Determinar cuáles son las verdades divinamente reveladas, es propio de la Iglesia docente a quien Dios ha encomendado la guarda e interpretación de sus enseñanzas; y el Maestro supremo en la Iglesia es el Romano Pontífice. De donde se sigue que la concordia de los ánimos, así como requiere un perfecto consentimiento en una misma fe, así también pide que las voluntades obedezcan y estén enteramente sumisas a la Iglesia y al Romano Pontífice, lo mismo que a Dios.

Obediencia que ha de ser perfecta, porque lo manda la misma fe, y tiene esto de común con ella que ha de ser indivisible, hasta tal punto que no siendo absoluta y enteramente perfecta, tendrá las apariencias de obediencia, pero la realidad no.

Y tan importante se reputa en el cristianismo la perfección de la obediencia, que siempre se ha tenido y tiene como nota característica y distintiva de los católicos.

Admirablemente explica esto Santo Tomás de Aquino con estas palabras: “El formal... objeto de la fe es la primera verdad, en cuanto se revela en las Sagradas Escrituras y en la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad. Luego todo el que no se adhiere como a regla infalible y divina a la doctrina de la Iglesia, que procede de la primera verdad manifestada en la Sagrada Escritura, no tiene el hábito de la fe, sino que lo que pertenece a la fe lo abraza de otro modo que no es por la fe... Y es claro que aquel que se adhiere a las enseñanzas de la Iglesia como a regla infalible, da asentimiento a todo lo que enseña la Iglesia, porque de otro modo, si en lo que la Iglesia enseña abraza lo que quiere y lo que no quiere no lo abraza, ya no se adhiere a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sitio a su propia voluntad (23). Debe ser una la fe de la Iglesia, según aquello (1 Cor. 1, 10): “Tened todos un mismo lenguaje, y no haya entre vosotros cismas”, lo cual no se podría guardar a no ser que, en surgiendo alguna cuestión en materia de fe, sea resuelta por el que preside a toda la Iglesia, para que su decisión sea abrazada firmemente por toda la Iglesia. Y por esto sólo a la autoridad del Sumo Pontífice pertenece el aprobar una nueva edición del símbolo como todo lo demás aun se refiera a toda la obediencia a la Iglesia”

Tratándose de determinar los límites de la obediencia, nadie crea que se ha de obedecer a la autoridad de los Prelados y principalmente del Romano Pontífice solamente en lo que toca a los dogmas, cuando no se pueden rechazar con pertinacia sin cometer crimen de herejía. Ni tampoco basta admitir con sincera firmeza las enseñanzas que la Iglesia, aunque no estén definidas con solemne declaración, propone con su ordinario y universal magisterio como reveladas por Dios, las cuales manda el Concilio Vaticano que se crean con le católica y divina, sino además uno de los deberes de los cristianos es dejarse regir y gobernar por la autoridad y dirección de los Obispos y, ante todo, por la Sede Apostólica. Muy fácil es, por lo tanto, el ver cuán conveniente sea esto. Porque lo que se contiene en la divina revelación, parte se refiere a Dios y parte al mismo hombre y a las cosas necesarias a la salvación del hombre. Ahora bien: acerca de ambas cosas, a saber, qué se debe creer y qué se ha de obrar, corno dijimos, prescribe la Iglesia por derecho divino, y, en la iglesia, el Sumo Pontífice. Por lo cual el Pontífice, por virtud de su autoridad debe poder juzgar qué es lo que se contiene en las enseñanzas divinas, qué doctrina concuerda con ellas y cuál se aparta de ellas, y del mismo modo señalarnos las cosas buenas y las malas: qué es necesario hacer o evitar para conseguir la salvación; pues de otro modo no sería para los hombres intérprete fiel de las enseñanzas de Dios ni guía seguro en el camino de la vida.



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II. DOCTRINA POLITICO -RELIGIOSA


30. Penetremos más íntimamente en la naturaleza de la iglesia la cual no es un conjunto y reunión casual de los cristianos, sino una sociedad constituida con admirable providencia de Dios, y que tiende directa e inmediatamente a procurar la paz y la santificación de las almas. Y como por divina disposición sólo ella posee lo necesario para esto, tiene leyes ciertas y deberes ciertos, y en la dirección del pueblo cristiano sigue un modo y camino conveniente a su naturaleza.

Pero tal gobierno es difícil, y es frecuente que tropiece con dificultades. Porque la Iglesia gobierna a gentes diseminadas por todas las partes del mundo de diverso. origen Y costumbres, las cuales viviendo cada una en su estado y nación, con leyes propias, tienen el deber de estar a un mismo tiempo sujetas a la potestad civil y a la religiosa. Y este doble deber, aunque unido en la misma persona, no es el uno opuesto al otro, según hemos dicho, ni se confunden entre sí, por cuanto el uno se ordena a la prosperidad de la sociedad civil, y el otro al bien común de la Iglesia y ambos a conseguir la perfección del hombre.

Determinados de este modo los derechos y deberes, claramente se ve que las autoridades civiles quedan libres para el desempeño de sus asuntos, y esto no sólo sin oposición, sino aun con la declarada cooperación de la Iglesia, la cual, por lo mismo que manda particularmente que se ejercite la piedad, que es la justicia para con Dios, ordena también la justicia para con los príncipes. Pero con fin mucho más noble, tiende la autoridad eclesiástica a dirigir los hombres, buscando “el reino de Dios y su justicia” (25), y a esto lo endereza todo; y no se puede dudar, sin perder la fe, que este gobierno de las almas compete únicamente a la Iglesia, de tal modo que nada tiene que ver en esto el poder civil, pues Jesucristo no entregó las llaves del reino de los cielos al César, sino a San Pedro.

Con esta doctrina sobre las cosas políticas y religiosas tienen íntima relación otras de no poca monta, que no queremos pasar aquí en silencio.

Es muy distinta la sociedad cristiana de todas las sociedades políticas; porque si bien tiene semejanza y estructura de reino, pero en su origen, causa y naturaleza es muy desemejante de los otros reinos mortales.

Es, pues, justo que viva la Iglesia y se gobierne con leyes e instituciones conforme a su naturaleza. Y como no sólo es sociedad perfecta, sino también superior a cualquier sociedad humana, por derecho y deber propio rehuye en gran manera ser esclava ningún partido y doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política. Por la misma razón, guardando sus derechos y respetando los ajenos, piensa que no debe ocuparse en declarar qué forma de gobierno le agrade más; con qué leyes se ha de gobernar la parte civil de los pueblos siendo indiferente a las varias formas de gobierno, mientras queden a salvo la religión y la moral.



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Iglesia y partidos


A este ejemplo se han de conformar los pensamientos y conducta de cada uno de los cristianos. No cabe la menor duda que hay una contienda honesta hasta en materia de política; y es cuando, quedando incólumes la verdad y la justicia, se lucha para que prevalezcan las opiniones que se juzgan ser las más conducentes para conseguir el bien común. Mas arrastrar la Iglesia a algún partido o querer tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios, propio es de hombres que abusan inmoderadamente de la religión. Por lo contrario, la religión ha de ser para todos santa e inviolable, y aun en el mismo gobierno de los pueblos, que no se puede separar de las leyes morales y deberes religiosos, se ha de tener siempre y ante todo presente qué es lo que más conviene al nombre cristiano; y si en alguna parte se ve que éste peligra por las maquinaciones de los adversarios, deben cesar todas las diferencias; y, unidos los ánimos y proyectos, peleen en defensa de la religión, que es el bien común por excelencia, al cual todos los demás se han de referir.



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Iglesia y sociedad civil


Creemos necesario exponer esto con algún mayor detenimiento.

Ciertamente la Iglesia y la sociedad civil tienen su respectiva autoridad, por lo cual, en el arreglo de sus asuntos propios, ninguna obedece a la otra; se entiende dentro de los límites señalados por la naturaleza propia de cada una. De lo cual no se sigue de manera alguna que deban estar desunidas, y mucho menos en lucha.

Efectivamente, la naturaleza nos ha dado no sólo el ser físico, sino también el ser moral. Por lo cual, en la tranquilidad del orden público fin inmediato que se propone la sociedad civil, busca el hombre el bienestar, y mucho más tener en ella medios bastantes para perfeccionar sus costumbres; perfección que en ninguna otra cosa consiste sino en el conocimiento y práctica de la virtud. Juntamente quiere, como es justo, hallar en la Iglesia los medios convenientes para su perfección religiosa la cual consiste en el conocimiento y práctica de la verdadera religión, que es la principal de las virtudes, porque llevándonos a Dios las llena y cumple todas.

De aquí se sigue que al sancionar las instituciones y leyes se ha de atender a la índole moral y religiosa del hombre, y se ha de procurar su perfección, pero ordenada y rectamente; y nada se ha de mandar o prohibir sino teniendo en cuenta cuál es el fin de la sociedad política y cuál es el de la religiosa. Por esta misma razón no puede ser indiferente para la Iglesia qué leyes rigen en los Estados; no en cuanto pertenecen a la sociedad civil, sino porque algunas veces, pasando los limites prescritos, invaden los derechos de la Iglesia. Más aún: la Iglesia ha recibido de Dios el encargo de oponerse cuando las leyes civiles se oponen a la religión, y de procurar diligentemente que el espíritu de la legislación evangélica vivifique las leyes e instituciones de los pueblos. Y puesto que de la condición de los que están al frente de los pueblos depende principalmente la buena o mala suerte de los Estados, por eso la Iglesia no puede patrocinar y favorecer a aquellos que la hostilizan, desconocen abiertamente sus derechos y se empeñan en separar dos cosas por su naturaleza inseparables, que son la Iglesia y el Estado. Por lo contrario, es, como debe serlo, protectora de aquellos que, sintiendo rectamente de la Iglesia y del Estado, trabajan para que ambos a una procuren el bien común.

En estas reglas se contiene la norma que cada católico debe seguir en su vida pública a saber: dondequiera que la Iglesia permite tomar parte en negocios públicos, se ha de favorecer a las personas de probidad conocida y que se espera han de ser útiles a la religión; ni puede haber causa alguna que haga lícito preferir a los más dispuestos contra ella. De donde se ve qué deber tan importante es mantener la concordia de los ánimos sobre todo ahora que con proyectos tan astutos se persigue la religión cristiana.

Cuantos procuran diligentemente adherirse a la Iglesia, que “es columna y apoyo de la verdad” (26), fácilmente se guardarán de los maestros “mentirosos... que les prometen libertad cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción”(27), más aún, gracias a la fuerza de la Iglesia, que participarán, podrán destruir las insidias con su prudencia, y las violencias con su fortaleza.



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Timidez y temeridad en política


No es ocasión ésta de averiguar si han sido parte y hasta qué punto, para llegar al nuevo estado de cosas, la cobardía y discordias de los católicos entre sí; pero de seguro no sería tan grande la osadía de los malos, ni hubiesen sembrado tantas ruinas, si hubiera estado más firme y arraigada en el pecho de muchos “la fe que obra mediante la caridad” (28), ni tampoco hubiera decaído tan generalmente la observancia de las leyes dadas al hombre por Dios. ¡Ojalá que de la memoria de lo pasado saquemos el provecho de ser más avisados en adelante!

Por lo que hace a los que han de tomar parte en la vida pública, deben evitar cuidadosamente dos extremos viciosos, de los cuales uno se arroga el nombre de prudencia, y el otro raya en temeridad. Porque algunos dicen que no conviene hacer frente al descubierto a la impiedad fuerte y pujante, no sea que la lucha exaspere los ánimos de los enemigos. Cuanto a quienes así hablan, no se sabe si están en favor de la Iglesia o en contra de ella; pues, aunque dicen que son católicos, querrían que la Iglesia dejara que se propagasen impunemente ciertas maneras de opinar, de que ella disiente.

Llevan los tales a mal la ruina de la fe y la corrupción de las costumbres; pero nada hacen para poner remedio, antes con su excesiva indulgencia y disimulo perjudicial acrecientan no pocas veces el mal. Esos mismos no quieren que nadie ponga en duda su afecto a la Santa Sede; pero nunca les faltan pretextos para indignarse contra el Sumo Pontífice.

La prudencia de esos tales la califica el apóstol San Pablo de “sabiduría de la carne y muerte” del alma, porque ni está ni puede estar sujeta a la ley de Dios (29). Y en verdad que no hay cosa menos conducente para disminuir los males. Porque los enemigos, según que muchos de ellos confiesan públicamente y aun se glorían de ello, se han propuesto a todo trance destruir hasta los cimientos, si fuese posible, de la religión católica, que es la única verdadera. Con tal intento no hay nada a que no se atrevan, porque conocen bien que cuanto más se amedrente el valor de los buenos tanto más desembarazado hallarán el camino para sus perversos designios.

Y así, los que tan bien hallados están con la prudencia de la carne; los que fingen no saber que todo cristiano está obligado a ser buen soldado de Cristo; los que pretenden llegar, por caminos muy llanos y sin exponerse a los azares del combate, a conseguir el premio debido a los vencedores, tan lejos están de atajar los pasos a los malos que más bien les dejan expedito el camino.

Por lo contrario, no pocos, movidos por un engañoso celo o, lo que sería peor, por ocultos fines, se apropian un papel que no les pertenece.

Quisieran que todo en la Iglesia se hiciese según su juicio y capricho, hasta el punto de que todo lo que se hace de otro modo lo llevan a mal o lo reciben con disgusto.

Estos trabajan con vano empeño; pero no por eso son menos dignos de reprensión que los otros. Porque eso no es seguir la legítima autoridad, sino ir delante de ella y alzarse los particulares con los cargos propios de los superiores, con grave trastorno del orden que Dios mandó se guardase perpetuamente en su Iglesia, y que no permite sea violado impunemente por nadie.

Mejor lo entienden los que no rehúsan la batalla siempre que sea menester, con la firme persuasión de que la fuerza injusta se irá debilitando y acabará por rendirse a la santidad del derecho y de la religión.

Estos, ciertamente, acometen una empresa digna del valor de nuestros mayores, cuando se esfuerzan en defender la religión, sobre todo contra la secta audacísima, nacida para vejación del nombre cristiano, que no deja un momento de ensañarse contra el Sumo Pontífice, sojuzgado bajo su poder; pero guardan cuidadosamente el amor a la obediencia, y no acostumbran emprender nada sin que les sea ordenado. Y como quiera que ese deseo de obedecer, junto con un ánimo firme y constante, sea necesario a todos los cristianos para que, suceda lo que sucediere, no sean “en nada hallados en falta” (30), con todo el corazón querríamos que en el corazón de todos arraigase profundamente lo que San Pablo llama “prudencia del espíritu” (31) . Porque ésta modera las acciones humanas, siguiendo la regla del justo medio, haciendo que ni desespere el hombre por tímida cobardía, ni confíe temerariamente más de lo que debe.

Mas hay esta diferencia entre la prudencia política que mira al bien común y la que tiene por objeto el bien particular de cada uno; que ésta se halla en los particulares que en el gobierno de sí mismos siguen el dictamen de la razón, y aquélla es propia de los superiores, y más bien aun de los príncipes a, quienes toca presidir con autoridad. De modo que la prudencia política de los particulares parece tener únicamente por oficio el fiel cumplimiento de lo que ordena la legítima autoridad (32). Esta disposición y orden son de tanto mayor importancia en el pueblo cristiano, cuanto a más cosas se extiende la prudencia política del Sumo Pontífice, al cual toca no sólo gobernar la Iglesia, sino también enderezar las acciones de todos los cristianos en general, en la mejor forma para conseguir la salvación eterna que esperamos. De donde se ve que, además de guardar una grande conformidad de pareceres y acciones, es necesario ajustarse en el modo de proceder a lo que enseña la sabiduría política de la autoridad eclesiástica.



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Sumisión, obediencia, moralidad


Ahora bien: el gobierno del pueblo cristiano, después del Papa y con dependencia de él, toca a los Obispos que, si bien no han llegado a lo más alto de la potestad pontifical, son, empero, verdaderos príncipes en la jerarquía eclesiástica, teniendo a su cargo cada uno el gobierno de una Iglesia, son “como arquitectos principales... del edificio espiritual” (33), y tienen a los demás clérigos por colaboradores de su cargo y ejecutores de sus deliberaciones.

A este modo de ser de la Iglesia, que ningún hombre puede alterar, debe acomodarse el tenor de la vida y las acciones. Por lo cual, así sea como es necesaria la unión de los Obispos, en el desempeño de su episcopado, con la Santa Sede, así conviene también que, tanto los clérigos corno los seglares, vivan y obren muy en armonía con sus Obispos.

Podrá, ciertamente, suceder que en las costumbres de los Prelados se halle algo menos digno de loa, y en su modo de sentir algo menos digno de aprobación; pero ningún particular puede erigirse en juez, cuando Jesucristo Nuestro Señor confió ese oficio a sólo aquel a quien dio la supremacía, así de los corderos como de las ovejas.

Tengan todos muy presente en la memoria aquella máxima sapientísima de San Gregorio Magno: “Deben ser avisados los súbditos que no juzguen temerariamente la vida de sus superiores, si acaso los vieren hacer algo digno de reprensión; no sea que al reprender el mal, movidos de rectitud, empujados por el viento de la soberbia se despeñen en más profundos males. Deben ser avisados que no cobren osadía contra sus superiores por ver en ellos algunas faltas; antes bien, de tal manera han de juzgar las cosas que en ellos vieren malas, que movidos por amor divino, no rehúsen llevar el yugo de la obediencia debida. Porque las acciones de los superiores, hasta cuando se las juzga dignas de justa reprensión, no se han de herir con la espada de la lengua” (34).

Mas, con todo esto, de poco provecho serán nuestros esfuerzos si no se emprende un tenor de vida conforme a la moral cristiana.

Del pueblo judío dicen muy bien las Sagradas Escrituras: “Mientras no enojaron a Dios con sus pecados, todo les salió bien; porque su Dios tiene odio a la iniquidad. Pero tan luego como se apartaron del camino que Dios les habla trazado para que anduviesen por él, fueron exterminados en las guerras que les hicieron muchas naciones” (35).


Pues la nación de los judíos representaba como la infancia del pueblo cristiano, y en muchos casos lo que a ellos les acontecía no era sino figura de lo que habla de suceder en lo por venir; con esta diferencia, que a nosotros nos colmó y enriqueció la divina bondad con muy mayores beneficios, por lo cual la mancha de la ingratitud hace mucho más graves las culpas de los cristianos.



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Deber de la caridad


Ciertamente que Dios nunca ni por nada abandona a su Iglesia; por lo cual nada tiene ésta que temer de la maldad de los hombres. Pero no puede prometerse igual seguridad las naciones cuando van degenerando de la virtud cristiana. “El pecado hace desgraciados a los pueblos” (36) .

Y si en todo el tiempo pasado se ha verificado rigurosamente la verdad de ese dicho, ¿por qué motivo no se ha de experimentar también en nuestro siglo? Antes bien, que ya está cerca el día del merecido castigo, lo hace pensar, entre otros indicios, la condición misma de los Estados modernos, a muchos de los cuales vemos consumidos por disensiones y a ninguno que goce de completa y tranquila seguridad. Y si los malos con sus insidias continúan audaces por el camino emprendido, si llegan a hacerse fuertes en riquezas y en poder, como lo son en malas artes y peores intentos, razón habría para temer que acabasen por demoler, desde los cimientos, puestos por la naturaleza, todo el edificio social. Ni ese tan grave riesgo se puede alejar sólo con medios humanos, cuando vemos ser tantos los hombres que, abandonada la fe cristiana, pagan el justo castigo de su soberbia con que, obcecados por las pasiones, buscan inútilmente la verdad, abrazando lo falso por lo verdadero, y se tienen a sí mismos por sabios, cuando llaman “bien al mal y al mal bien, como luz a las tinieblas y tinieblas a la luz” (37).

Es, pues, necesario que Dios ponga en este negocio su mano, y que, acordándose de su benignidad, se digne volver los ojos a la sociedad civil de los hombres.

Para lo cual, según otras veces os hemos exhortado, se debe procurar con singular empeño y constancia aplacar con humildes oraciones la divina clemencia, y hacer que florezcan de nuevo las virtudes que forman la esencia de la vida cristiana.

Ante todo se debe fomentar y mantener la caridad, fundamento el más firme de la vida cristiana, y sin la cual, o no hay virtud alguna, o sólo virtudes estériles y sin fruto.

Por eso San Pablo, exhortando a los Colosenses a que se guardasen de todo vicio y se hiciesen recomendables con la práctica de las virtudes, añade: “Sobre todo esto, esmeraos en la guarda de la caridad porque es el lazo de la perfección” (38).

Y en verdad que la caridad es un lazo de perfección, porque une con Dios estrechamente a aquellos entre quienes reina, y hace que los tales reciban de Dios la vida del alma y vivan con El y para El.

Y con la caridad y amor de Dios ha de ir unido el amor. del prójimo, pues los hombres participan de la bondad infinita de Dios, de quien son imagen y semejanza. “Este mandamiento nos ha dado Dios, que quien le ama a El, ame también a su hermano” (39). “Si alguno dijere ‘amo a Dios’ y aborreciere a su hermano, miente” (40). Y este mandamiento de la caridad lo llamó nuevo el divino Legislador, no porque hasta entonces no hubiese ley alguna divina o natural, que mandara se amasen los hombres unos a otros, sino porque el modo de amarse que habían de tener los cristianos era nuevo y hasta entonces nunca oído. Porque la caridad con que Jesucristo es amado por su Padre, y con la que El ama a los hombres, ésa la consiguió El para sus discípulos y seguidores, a fin de que sean en El un corazón y una sola alma, así como El y el Padre son una sola cosa por naturaleza. Muy sabido es cuán hondas raíces echó la virtud de este precepto en los pechos de los primeros cristianos, y cuán copiosos y excelentes frutos dio de concordia, mutua benevolencia, piedad, paciencia y fortaleza.

¿Por qué no hemos de esforzarnos en imitar los ejemplos de nuestros mayores? Lo calamitoso de los tiempos es un buen estímulo para movernos a guardar la caridad. Pues tanto crece el odio de los impíos contra Jesucristo, muy puesto en razón es que los cristianos vigoricen la piedad y enciendan la caridad, fecunda madre de las más grandes empresas.

Acábense, pues, las diferencias, si alguna hubiere. Dése fin a aquellos debates que, acabando con las fuerzas de los combatientes, no son de provecho alguno a la religión.

Unidas las inteligencias por la fe y con la caridad las voluntades, vivamos, corno es nuestro deber en el amor de Dios y del prójimo.



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derechos de los padres


54. Oportuna ocasión es ésta para exhortar en especial a los padres de familia para que traten, no sólo de gobernar sus casas, sino también de educar a tiempo a sus hijos según estas máximas.

Fundamento de la sociedad civil es la familia, y, en gran parte, es en el hogar doméstico donde se prepara el porvenir de los Estados. Por eso los que desean poner divorcio entre la sociedad y el Cristianismo, poniendo la segur en la raíz, se apresuran a corrompe la sociedad doméstica: ni les arredran en tan malvado intento el pensar que lo podrán llevar a cabo sin grave injuria de los padres a quienes la misma naturaleza da el derecho de educar a sus hijos, imponiéndoles al mismo tiempo el deber de que la educación y enseñanza de la niñez corresponda y diga bien con el fin para el cual el Cielo les dio los hijos. A los padres toca, por lo tanto, tratar con todas sus fuerzas de rechazar todo atentado en este particular, y de conseguir a toda costa que en su mano quede el educar cristianamente, cual conviene, a sus hijos, y apartarlos cuanto más lejos puedan de las escuelas donde corren peligro de que se les propine el veneno de la impiedad. Cuando se trata de amoldar al bien el corazón de los jóvenes, todo cuidado y trabajo que se tome será poco para lo que la cosa se merece. En lo cual son, por cierto, dignos de la admiración de todos, los católicos de varios países, que con grandes gastos y mayor constancia han abierto escuelas para la educación de la niñez.

Conveniente es emular ejemplo tan saludable dondequiera que lo exijan los tiempos que corren; pero téngase ante todo por indudable que es mucho lo que puede en los ánimos de los niños la educación doméstica Si los jóvenes encontraren en sus casas una moralidad en el vivir y una corno palestra de las virtudes cristianas, quedará en parte asegurada la salvación de las naciones.

Nos parece haber tocado ya las principales cosas que en estos tiempos han de hacer los católicos, así como las que han de rehuir.

Sólo resta, y esto es de vuestra incumbencia, Venerables Hermanos, que procuréis sea oída Nuestra voz en todas partes, y que todos entiendan de cuánta importancia es que se lleve a cabo lo que en esta Carta hemos declarado. No puede ser molesto y pesado e







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