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Pacem Dei Munus, Sobre la restauración de la paz

Pacem Dei Munus, Sobre la restauración de la paz
La paz, magnífico don de Dios que, como dice Agustín, “es, entre los bienes terrenos y transitorios, el más grato de que se pueda hablar, el más deseable que sea dado codiciar, el mejor que sea posible encontrar”...


Por: Sumo Pontífice Benedicto XV |




Pacem Dei Munus
Sobre la restauración de la paz
Carta Encíclica del Sumo Pontífice Benedicto XV
23 de mayo de 1920



Te ofrecemos como texto preliminar y complementario a la Carta Encíclica Pacem Dei Munus, la posición de la Santa Iglesia, a través del Catecismo de la Iglesia Católica para que reflexiones con nosotros sobre la defensa de la paz


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Catecismo de la Iglesia Católica

III La defensa de la paz


2302 Recordando el precepto:‘no matarás’ (Mt 5, 21), nuestro Señor pide la paz del corazón y denuncia la inmoralidad de la cólera homicida y del odio:

La cólera es un deseo de venganza. ‘Desear la venganza para el mal de aquel a quien es preciso castigar, es ilícito’; pero es loable imponer una reparación ‘para la corrección de los vicios y el mantenimiento de la justicia’ (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 158, 1 ad 3). Si la cólera llega hasta el deseo deliberado de matar al prójimo o de herirlo gravemente, constituye una falta grave contra la caridad; es pecado mortal. El Señor dice: ‘Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal’ (Mt 5, 22).

2303 El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamenteun daño grave. ‘Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial...’ (Mt 5, 44-45).

2304 El respeto y el desarrollo de la vida humana exigen la paz. La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es la ‘tranquilidad del orden’ (S. Agustín, civ. 19, 13). Es obra de la justicia (cf Is 32, 17) y efecto de la caridad (cf GS 78, 1-2).

2305 La paz terrenal es imagen y fruto de la paz de Cristo, el ‘Príncipe de la paz’ mesiánica (Is 9, 5). Por la sangre de su cruz, ‘dio muerte al odio en su carne’ (Ef 2, 16; cf Col 1, 20-22), reconcilió con Dios a los hombres le hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios. ‘El es nuestra paz’ (Ef 2, 14). Declara ‘bienaventurados a los que construyen la paz’ (Mt 5, 9).

2306 Los que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica, siempre que esto se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las sociedades. Atestiguan legítimamente la gravedad de los riesgos físicos y morales del recurso a la violencia con sus ruinas y sus muertes (cf GS 78, 5).

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Evitar la guerra

2307 El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cf GS 81, 4).

2308 Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.

Sin embargo, ‘mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa’ (Gs 79, 4).

2309 Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:

– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.

– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.

– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.

– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la ‘guerra justa’.

La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.

2310 Los poderes públicos tienen en este caso el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional.

Los que se dedican al servicio de la patria en la vida militar son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la nación y al mantenimiento de la paz (cf GS 79, 5).

2311 Los poderes públicos atenderán equitativamente al caso de quienes, por motivos de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; éstos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana (cf GS 79, 3).

2312 La Iglesia y la razón humana declaran la validez permanente de la ley moral durante los conflictos armados. ‘Una vez estallada desgraciadamente la guerra, no todo es lícito entre los contendientes’ (GS 79, 4).

2313 Es preciso respetar y tratar con humanidad a los no combatientes, a los soldados heridos y a los prisioneros.

Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales, como asimismo las disposiciones que las ordenan, son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ella. Así, el exterminio de un pueblo, de una nación o de una minoría étnica debe ser condenado como un pecado mortal. Existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que ordenan genocidios.

2314 ‘Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones’ (GS 80, 4). Un riesgo de la guerra moderna consiste en facilitar a los que poseen armas científicas, especialmente atómicas, biológicas o químicas, la ocasión de cometer semejantes crímenes.

2315 La acumulación de armas es para muchos como una manera paradójica de apartar de la guerra a posibles adversarios. Ven en ella el más eficaz de los medios, para asegurar la paz entre las naciones. Este procedimiento de disuasión merece severas reservas morales. La carrera de armamentos no asegura la paz.

En lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas. La inversión de riquezas fabulosas en la fabricación de armas siempre más modernas impide la ayuda a los pueblos indigentes (cf PP 53), y obstaculiza su desarrollo. El exceso de armamento multiplica las razones de conflictos y aumenta el riesgo de contagio.

2316 La producción y el comercio de armas atañen hondamente al bien común de las naciones y de la comunidad internacional. Por tanto, las autoridades tienen el derecho y el deber de regularlas. La búsqueda de intereses privados o colectivos a corto plazo no legitima empresas que fomentan violencias y conflictos entre las naciones, y que comprometen el orden jurídico internacional.

2317 Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra:

En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: ‘De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate’ (Is 2, 4) (GS 78, 6).



Índice General



Introducción: La Paz
I. La Caridad en General
II. La caridad, remedio de la actual situación
III. La Sociedad de las Naciones
Epílogo


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Pacem Dei Munus
Sobre la restauración de la paz
Carta Encíclica del Sumo Pontífice Benedicto XV
23 de mayo de 1920




Introducción: La Paz
La paz, magnífico don de Dios que, como dice Agustín, “es, entre los bienes terrenos y transitorios, el más grato de que se pueda hablar, el más deseable que sea dado codiciar, el mejor que sea posible encontrar”; la paz por que, durante más de cuatro años, han clamado tantas voces de corazones compasivos, tantas plegarias de almas piadosas, tantas lágrimas de madres; la aurora de la paz luce, por fin, sobre los pueblos; Nos nos regocijamos, Nos exultamos de felicidad.

Sin embrago, profundas amarguras vienen a turbar esta alegría de Nuestro corazón paternal. Si bien en casi todas partes se ha puesto, en cierta manera, fin a la guerra; si se han firmado tratados de paz, no han sido, empero, extirpados los gérmenes de las antiguas discordias; y no dudáis, Venerables Hermanos que toda paz es inestable, ineficaces todos los tratados -no obstante las prolongadas y laboriosas negociaciones de sus autores y el carácter sagrado de los convenios suscritos- mientras no se apacigüen los odios y las enemistades mediante una reconciliación inspirada por la caridad mutua.

Tal es la situación dolorosa y llena de peligros, de que Nos queremos hablaros, Venerables Hermanos, y sobre la cual Nos deseamos dirigir a vuestros fieles apremiantes recomendaciones.

Como sabéis, y lo hemos prometido el día en que el secreto designio de Dios Nos ha elevado a la dignidad de esta Cátedra, en ningún momento hemos cesado, durante el curso de las hostilidades, de emplear toda Nuestra influencia para inducir a todas las naciones del mundo a que reanudaran, cuanto antes posible, sus relaciones fraternales.

Perseverantes plegarias, reiteradas exhortaciones, insinuación de los medios adecuados para restablecer relaciones amistosas, esfuerzos de todo genero tendientes a facilitar el camino, con el favor de Dios, hacia una paz justa, honorable y duradera; abnegación activa y fraternal para suministrar algún alivio a los inmensos dolores y calamidades, consecuencia de una guerra cruel, todo esto Nos lo hemos intentado.

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I. La Caridad en General
Desde los comienzas tan turbulentos de Nuestro Pontificado, la caridad de Jesucristo Nos ha urgido a trabajar por el retorno de la paz y por el alivio de los horrores de la guerra; hoy que, por fin, ha llegado una paz relativa, esta misma caridad Nos impele a pedir a todos los hijos de la Iglesia, o más bien, a los hombres de todas las naciones, que extirpen de sus corazones los antiguos rencores y que restablezcan la concordia y el mutuo afecto.




Superfluo es detenerse a demostrar que la humana sociedad padecería los más graves daños si la paz que acaba de firmarse dejara subsistir sordos enconos y relaciones hostiles entre las naciones. Nos no mencionamos la ruina de todo lo que conserva y suscita los progresos de la vida social; comercio, industria, artes, letras, que no podrán florecer sin el perfecto entendimiento y la tranquilidad general de las naciones.

Lo más temible es que un golpe gravísimo será asestado a la propia vida y a la esencia del cristianismo, el cual extrae toda su fuerza de la caridad, hasta el punto que la misma predicación de la ley cristiana es llamada el Evangelio de la paz .

Como sabéis, y lo hemos recordado, en reiteradas oportunidades, nada ha sido recomendado con más vehemencia y con tanta frecuencia por el Señor a sus discípulos, como el precepto de la caridad mutua, precisamente porque comprende a todos los demás; precepto nuevo lo llamó Cristo, su mandamiento, y quiso hacer del mismo el distintivo o señal característica de los cristianos, la cual sirviera para distinguirlos fácilmente de los demás.

Finalmente, la víspera de su pasión, Jesús lo dejó como testamento a los suyos, prescribiéndoles amarse los unos a los otros y esforzarse en imitar, por la caridad, la unidad inefable de las divinas Personas en la Trinidad: “Que todos sean uno... así como nosotros somos uno... para que sean consumados en la unidad”.

Por tanto, siguiendo las huellas del divino Maestro, y fieles en conformarse a sus lecciones y a sus mandamientos, los apóstoles dirigían a los fieles, con admirable instancia, estas exhortaciones: “Sobre todo mantened constante, entre vosotros la mutua caridad”.

“Por sobre todas las cosas, guardad la caridad, que es lazo de perfección”. “Carísimos amémonos los unos a los otros: porque la caridad procede de Dios”.

Y estas exhortaciones de Cristo y de los Apóstoles eran dócilmente escuchadas por nuestros fieles de la Iglesia naciente: perteneciendo a naciones distintas y rivales, encontraban, no obstante en el voluntario olvido de sus disensiones, el secreto de una concordia perfecta. ¡Cuán maravilloso contraste debía ser, en medio de los mortales odios que entonces roían a la sociedad, una tan armoniosa unidad de los espíritus y de los corazones!

Los pasajes de los Libros Santos que acabamos de citar y que recuerdan el precepto de amor mutuo, son de igual modo formales en lo que concierne al olvido de las injurias; el mismo Maestro enuncia, con igual firmeza, este otro deber: “Y Yo os digo más: amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen; orad por los que os persiguen y calumnian; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; el cual hace nacer el sol sobre buenos y manos”.

Escuchemos aún esta gravísima advertencia del apóstol San Juan: “Cualquiera que tiene odio a su hermano, es un homicida. Y ya sabéis, que en ningún homicida tiene su morada la vida eterna”. Finalmente en la oración dirigida a Dios que Cristo nos ha enseñado, declaramos desear ser perdonados desde el momento que perdonamos a los otros: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

Puede, a veces, parecernos demasiado duro y difícil observar esta ley; el divino Redentor del género humano está presto a ayudarnos a vencer toda dificultad ofreciéndonos en el momento oportuno, no solamente el socorro de su gracia, sino también el estímulo de su ejemplo: pendiente de la cruz, abogó ante su Padre por sus injustos e indignos verdugos: “Padre, dijo, perdónalos porque no saben lo que hacen” .

En cuanto a Nos, que, aun cuando sin ningún mérito personal, ocupamos el lugar de Jesucristo, Nos incumbe, más que a nadie, imitar su bondad misericordiosa; a ejemplo suyo, perdonamos, de lo intimo del corazón, a todos y a cada uno de Nuestros enemigos quienes, a sabiendas o por inadvertencia, han dirigido o dirigen todavía en este momento contra Nuestra persona o contra Nuestra obra los dardos de imputaciones injuriosas; Nos los estrechamos a todos en un mismo sentimiento de profundo y benevolente afecto, no desperdiciando ni una sola ocasión para colmarlos de favores en cuanto esté a Nuestro alcance.

Es de este modo como los cristianos dignos de tal nombre deben comportarse con quienes, mientras duró la contienda, hayan cometido injusticias con ellos.

La caridad cristiana, en efecto, no se limita a exigir que amemos a nuestros enemigos cual si fueran hermanos, en vez de odiarlos; nos ordena, además, prestarles benevolente ayuda, a ejemplo de nuestro Redentor, “el cual ha ido haciendo beneficios por todas partes por donde ha pasado, y ha curado a todos los que estaban bajo la opresión del demonio” y, después de haber jalonado cada una de las etapas de su vida mortal de inestimables favores prodigados a los hombres, murió dando por ellos su sangre.

Por eso dice San Juan: “En esto hemos conocido la caridad de Dios, en que dió su vida por nosotros; y así nosotros debemos estar prontos a dar la vida por nuestros hermanos.

Quien tiene bienes de este mundo, y viendo a su hermano en necesidad, cierra las entrañas para no compadecerse de él, ¿cómo es posible que resida en él la caridad de Dios? Hijitos míos, no amemos de palabra y con la lengua, sino con obras y de veras”. Jamás fue más necesario “dilatar las fronteras de la caridad”, que en estos momentos de tan terribles angustias como nos acosan y oprimen; tal vez jamás el género humano tuvo tanta necesidad como hay de esa bondad mutua, nacida de un sincero amor al prójimo y a la vez plena de abnegación y de solicitud


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II. La caridad, remedio de la actual situación
Tendamos la mirada sobre las regiones en que tuvo libre curso el furor bélico; son comarcas inmensas despobladas y devastadas, sin cultivo y abandonadas; poblaciones enteras privadas hasta de víveres, de abrigos y de techo; muchedumbre incontable de viudas y de huérfanos, carentes de todo socorro; multitud increíble de anémicos, en su mayor parte jóvenes y niños, cuyos cuerpos agotados dan testimonio de la atrocidad de esta guerra.



El espectáculo de las terribles desgracias que oprimen al género humano, espontáneamente Nos trae el recuerdo de aquel viajero del Evangelio que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de ladrones, los cuales, después de haberlo despojado de todo, le cubrieron de heridas y le dejaron medio muerto. Grande es la semejanza entre estas dos desgracias.

Un samaritano, movido a compasión, se aproxima al viajero, venda sus heridas y báñalas con aceite y vino, condúcelo a la hostería y cuida de él; de igual manera, para curar las heridas de la sociedad humana, es necesaria la intervención de Jesucristo, de quien el buen Samaritano no era más que figura.

Por tanto, esta obra y esta misión reconstructivas están reivindicadas, como de propia pertenencia, por la Iglesia, heredera del espíritu de N. S. Jesucristo; por la Iglesia, repetimos, cuya historia toda está tejida por una trama prodigiosa de beneficios de toda especie; en afecto, “verdadera madre de los cristianos, posee en grado tan elevado el sentido del amor del prójimo y de la caridad, que encuentra un soberano remedio para cada una de las enfermedades que afligen a las almas por motivo de sus faltas”; de manera que “maternal con la niñez, firme con la juventud, serenamente suave con la vejez, adapta su conducta y su enseñanza a la edad no sólo física sino también espiritual de cada uno”.

Es increíble hasta qué punto los servicios de tal manera prestados por la bondad cristiana, ganan los corazones y tornan más fácil el restablecimiento de la paz en la sociedad.

Asimismo Nos os pedimos, Venerables Hermanos, y os rogamos encarecidamente por el corazón amante de Cristo, que pongáis en juego todas las diligencias de vuestro celo, no sólo para exhortar a todos los fieles a vuestro cargo a que depongan sus odios y perdonen mutuamente las injusticias, sino también para que los instéis a que impulsen todas las instituciones de beneficencia cristiana que tengan por finalidad el socorro de los pobres, el consuelo de los afligidos, la defensa de los débiles, en una palabra, que ofrezcan una ayuda oportuna a todas las desdichadas víctimas de la guerra.

Mas, lo que Nos deseamos sobre todo, es que exhortéis a vuestros sacerdotes, ministros de la paz cristiana, a que en ningún momento dejen de hacer recordar esta virtud esencial de la vida cristiana, cual es el amor del prójimo, aun cuando fuere nuestro enemigo; y “que se hagan todo para todos”, para que así arrastren a los fieles con su ejemplo; que declaren y lleven a efecto por doquier una guerra sin cuartel al odio y a la discordia, seguros de que su conducta ha de ser sumamente agradable al amantísimo Corazón de Jesús y a Aquel que, no obstante su indignidad, es su Vicario en la tierra.

A este respecto, conviene igualmente hacer presente su deber a los escritores católicos de libros, a los redactores de publicaciones y de diarios, y rogarles con empeño que se revistan “como elegidos de Dios, santos y dilectos, de misericordia y de bondad” y a que trasfundan esa benevolencia a sus escritos, absteniéndose no solamente de acusaciones vanas e injustificadas, mas aun de toda violencia y dureza en la expresión, procederes que violan la ley cristiana y corren riesgo de renovar las llagas mal cicatrizadas, en el preciso momento en que, persistiendo la sensibilidad, por motivo de la reciente herida, no puede sufrir ni el más ligero roce.

La práctica del deber de la caridad, que Nos acabamos de recomendar a cada cual en particular, queremos recordarla asimismo a las naciones que soportaron durante tanto tiempo el peso de la guerra, a fin de que puedan -suprimiendo en cuanto sea posible los motivos de discordia, y salvaguardados, por cierto, los derechos de la justicia-, reanudar sus relaciones de mutua amistad.

El Evangelio, en efecto, no contiene una ley de caridad para los individuos, y otra ley, diferente de la primera, para las ciudades y las naciones, las cuales, en definitiva, no son sino agrupaciones de individuos.

Además de la caridad, existe, al terminarse esta contienda, una razón de necesidad que parece orientar los acontecimientos en el sentido de una reconciliación general y mutua de los pueblos; las relaciones naturales de dependencia y de recíprocos buenos oficios, que unen a las naciones, se han vuelto más estrechas que nunca en virtud de un sentimiento más refinado de civilización y de los medios maravillosamente extendidos de las relaciones.

Este deber del perdón de las ofensas y del acercamiento fraternal de los pueblos -que prescribe la sagrada ley de Cristo Jesús y que exige el propio interés de los individuos y de la sociedad- la Santa Sede, Nos lo hemos enseñado, jamás ha cesado de recordarlo en el transcurso de la guerra y en ningún momento permitió que fuera olvidado por causa de las rivalidades y de los odios. Desde que fueron firmados los tratados de paz, volvemos sobre este asunto con mayor insistencia todavía, siendo de ello testimonio Nuestras Cartas dirigidas poco ha, por una parte, a todos los obispos de Alemania, y por otra, al cardenal arzobispo de París.

Por tanto, esta buena armonía de las naciones civilizadas está singularmente salvaguardada y favorecida por el uso, hecho hoy día frecuente, de las entrevistas y conferencias de soberanos y jefes de gobierno con miras a tratar las más importantes cuestiones.

De igual manera, por lo que a Nos atañe, teniendo presentes todas las consideraciones, ya sea tocante al cambio de situaciones, como de la grave modificación de las circunstancias en el mundo entero, y con el objeto de colaborar a esa concordia, no estaríamos lejos de atemperar en algo la severidad de las condiciones legítimamente establecidas por Nuestros predecesores, a raíz de la destrucción del poder temporal de los Soberanos Pontífices, con el designio de tornar imposibles las visitas oficiales de los príncipes católicos a Roma.

Mas, Nos declaramos solemnemente que en ningún momento la condescendencia de Nuestra actitud aconsejada, Nos parece, y hasta reclamada por la excesiva gravedad de los tiempos actuales, deberá ser interpretada como una tácita abdicación de la Santa Sede, de sus derechos sagrados, como si finalmente hubiera aceptado la anormal situación que se le ha creado actualmente.

Por lo contrario, Nos aprovechamos esta oportunidad “para renovar aquí, por Nuestra cuenta y por idénticos motivos, las protestas que, en diferentes oportunidades, han elevado Nuestros predecesores, incitados no por motivos humanos, sino por un sagrado deber, es decir, por la obligación de defender los derechos y la dignidad de la Sede Apostólica”, y ahora que la paz ha sido restablecida entre las naciones, Nos, nuevamente y con mayor empeño, solicitamos que “el Jefe de la Iglesia no vuelva a encontrarse en esta situación anormal, la cual, por muchas razones, es igualmente funesta para la tranquilidad de los pueblos”.


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III. La Sociedad de las Naciones
Por consiguiente, en cuanto todo sea restablecido según las normas de la justicia y de la caridad y cuando las naciones se hayan reconciliado, muy de desear es, Venerables Hermanos, que todos los Estados, dejando de lado todos sus mutuos recelos, se unan para no formar más que una sola sociedad, o mejor dicho, una sola familia, con la mira de defender sus libertades particulares y de mantener el orden social.




Esta sociedad de las naciones responde, -sin parar mientes en muchísimas otras consideraciones-, a la necesidad, reconocida de consuno, de realizar todos los esfuerzos para suprimir o reducir los presupuestos militares, cuya aplastante carga no pueden los Estados soportar por más tiempo; tornar imposibles en el futuro contiendas tan desastrosas o, por lo menos, alejar, dentro de lo previsible, su amenaza y asegurar a cada pueblo, dentro de los límites de sus legítimas fronteras, su independencia a la vez que la integridad de su territorio.

La Iglesia pondrá sumo cuidado en prestar su activo y decidido concurso a las naciones unidas por una liga, fundada sobre la leí cristiana, para todas sus empresas inspiradas por la justicia y la caridad. Indudablemente ella constituye el más acabado modelo de la sociedad universal.

Dispone, además, por medio de su propia constitución y de sus instituciones, de una maravillosa influencia para acercar a los hombres con miras no solamente a su salvación eterna, sino también a su prosperidad temporal; ya Que les enseña a hacer uso de los bienes materiales de manera de no perder los bienes eternos.

Testimonio nos presta la historia en cuanto se refiere a los pueblos bárbaros de la primitiva Europa: desde el día en que éstos fueron impregnados por el espíritu de la Iglesia, comenzaron a notar cómo poco a poco desaparecían las múltiples divergencias que los dividían y se aquietaban sus reyertas; fundiéronse en una sola sociedad homogénea y dieron nacimiento a la Europa cristiana, la cual, bajo el cuidado y los auspicios de la Iglesia, sin destruir los caracteres propios de cada nación, debía tender a la unidad, origen de su gloriosa prosperidad.

A este respecto, San Agustín, escribe estas bellas consideraciones: “Mientras realiza su peregrinación en la tierra, esta celestial Ciudad recluta sus ciudadanos en todas las naciones, y forma su caravana de personas de todas las lenguas; lejos de cuidarse de la diversidad de usos, leyes e instituciones, que establecen o aseguran la paz del mundo; lejos de cercenarlos o destruirlos, conserva, adaptándose a los mismos, todos los elementos que, diferenciándose en cada nación, concurren no obstante al mismo fin, la paz del mundo, desde el momento que no obstaculizan la religión que enseña el culto del solo Dios verdadero y soberano”.

El mismo pensamiento inspira esta encendida frase, dirigida a la Iglesia por el santo Doctor: “Eres tú la que acercas los ciudadanos a los ciudadanos, las naciones a las naciones, y la que, por el recuerdo de su común origen, agrupas a todos los hombres no sólo en sociedad, sino también en una especie de fraternidad”.


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Epílogo

En cuanto a Nos, para retomar Nuestro pensamiento inicial, abrazando primeramente a cada uno de Nuestros hijos, les pedimos de nuevo y les suplicamos, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que tengan el valor de sepultar, en el olvido voluntario, todas sus desaveniencias y sus mutuos yerros, y de reanudar entre sí el lazo sagrado de la caridad cristiana, la cual no reconoce ni enemigo ni extranjero. Seguidamente, Nos exhortamos, con íntimo empeño, a todas las naciones a que establezcan entre ellas una paz verdadera dentro de un espíritu de cristiana benevolencia; a que contraigan una alianza que la justicia torne duradera. Finalmente, invitamos a todos los hombres y a todos los pueblos a que se acerquen, de espíritu y de corazón, a la Iglesia católica y, por la Iglesia, a Cristo Redentor del género humano.




Nos será posible, entonces, dirigirles las palabras de San Pablo a los Efesios: “Mas ahora que creéis en Cristo Jesús, vosotros, que en otro tiempo estábais alejados, os habéis puesto cerca por la sangre de Jesucristo. Pues Él es la paz nuestra, el que de los dos pueblos ha hecho uno, rompiendo el muro de separación..., destruyendo en sí mismo la enemistad de ellos. Y así vino a evangelizar la paz a vosotros, que estabais alejados, como a los que estaban cercanos”.

Y no menos a propósito son las palabras que el mismo Apóstol dirige a los Colosenses: “No mintáis los unos a los otros, desnudaos del hombre viejo con sus acciones, y revestíos del nuevo, de aquel que por el conocimiento se renueva según la imagen del que lo creó: para con el cual no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escrita, de esclavo y libre: sino que Cristo es todo, y está en todos”.

Desde ahora, confiando en el patrocinio de la Inmaculada Virgen María, -la cual hemos mandado poco ha sea invocada en todas partes con el titulo de Reina de la Paz-, y en el de los tres Bienaventurados a los que Nos acabamos de elevar al honor de los altares, humildemente suplicamos al divino Paráclito “se digne conceder a su Iglesia los dones de la unidad y de la paz” y, por una nueva efusión de su amor, renueve la faz de la tierra para la salvación de todos.

Como prenda de estos divinos favores y en testimonio de Nuestra benevolencia, Nos, de todo corazón os concedemos, a vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro clero y a vuestros fieles, la Bendición Apostólica.



Dada en Roma, junto a San Pedro, el 23 de mayo de 1920, en la festividad de Pentecostés, sexto año de Nuestro Pontificado.

Benedicto Papa XV.




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