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La Universidad al servicio de la sociedad actual

La Universidad al servicio de la sociedad actual
Es importante que una universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio.


Por: San Josemaría Escrivá de Balaguer | Fuente: www.univforum.org





Monseñor, desearíamos que nos dijera cuáles son, a su juicio, los fines
esenciales de la Universidad; y en qué términos sitúa la enseñanza de la religión
dentro de los estudios universitarios.


La Universidad —lo sabéis, porque lo estáis viviendo o lo deseáis vivir— debe
contribuir desde una posición de primera importancia, al progreso humano. Como los
problemas planteados en la vida de los pueblos son múltiples y complejos —espirituales,
culturales, sociales, económicos, etc.—, la formación que debe impartir la Universidad
ha de abarcar todos estos aspectos.

No basta el deseo de querer trabajar por el bien común; el camino, para que este
deseo sea eficaz, es formar hombres y mujeres capaces de conseguir una buena
preparación, y capaces de dar a los demás el fruto de esa plenitud que han alcanzado.
La religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia,
que no se conforma —que no se aquieta— si no trata y conoce al Creador: el estudio
de la religión es una necesidad fundamental. Un hombre que carezca de formación
religiosa no está completamente formado. Por eso la religión debe estar presente en la
Universidad; y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena teología. Una
Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque
ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye —sino que
exige— las demás dimensiones.

De otra parte, nadie puede violar la libertad de las
conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre,
aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su
fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno,
que ha de poseer —por tanto— una cultura religiosa:
doctrina, para poder vivir de ella y para poder ser testimonio
de Cristo con el ejemplo y con la palabra.

En esta etapa histórica preocupa singularmente la democratización de la
enseñanza, su accesibilidad a todas las clases sociales, y no se concibe la
institución universitaria sin una proyección o función social. ¿En qué sentido
entiende usted esta democratización, y cómo puede cumplir la Universidad su
función social?


Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de
servicio: servicio a la sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional
y con su actuación cívica. Los universitarios necesitan ser responsables, tener una sana
inquietud por los problemas de los demás y un espíritu generoso que les lleve a
enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución. Dar al
estudiante todo eso es tarea de la Universidad.

Cuantos reúnan condiciones de capacidad deben tener acceso a los estudios
superiores, sea cualquiera su origen social, sus medios económicos, su raza o su religión.
Mientras existan barreras en este sentido, la democratización de la enseñanza será sólo
una frase vacía.

En una palabra, la Universidad debe estar abierta a todos y, por otra parte, debe
formar a sus estudiantes para que su futuro trabajo profesional esté al servicio de todos.

Muchos estudiantes se sienten solidarios y desean adoptar una actitud activa,
ante el panorama que observan, en todo el mundo, de tantas personas que sufren
física y moralmente o que viven en la indigencia. ¿Qué ideales sociales brindaría
usted a esta juventud intelectual de hoy?


El ideal es, sobre todo, la realidad del trabajo bien hecho, la preparación
científica adecuada durante los años universitarios. Con esta base, hay miles de lugares
en el mundo que necesitan brazos, que esperan una tarea personal, dura y sacrificada.
La Universidad no debe formar hombres que luego consuman egoístamente los
beneficios alcanzados con sus estudios, debe prepararles para una tarea de generosa
ayuda al prójimo, de fraternidad cristiana.

Muchas veces esta solidaridad se queda en manifestaciones orales o escritas, cuando no en algaradas estériles o dañosas: yo la solidaridad la mido por obras de servicio, y conozco miles de casos de estudiantes españoles y de otros países, que han renunciado a construirse su pequeño
mundo privado, dándose a los demás mediante un trabajo profesional, que procuran hacer con perfección humana, en obras de enseñanza, de asistencia, sociales, etc., con un espíritu
siempre joven y lleno de alegría.

Frente a la actualidad socio-política de nuestro país y de los demás, frente a
la guerra, a la injusticia o a la opresión, ¿qué responsabilidad atribuye a la
Universidad como corporación, a los profesores, a los alumnos? ¿Puede la
Universidad, en cualquier caso, admitir dentro de su recinto el desarrollo de
actividades políticas por parte de estudiantes y profesores?


Antes de nada, quiero decir que en esta conversación estoy expresando una
opinión, la mía, la de una persona que desde los dieciséis años —ahora tengo sesenta y
cinco— no ha perdido el contacto con la Universidad. Expongo mi modo personal de
ver esta cuestión, no el modo de ver del Opus Dei, que en todas las cosas temporales y
discutibles no quiere ni puede tener opción alguna —cada socio de la Obra tiene y
expresa libremente su propio parecer personal, del que se hace también personalmente
responsable—, ya que el fin del Opus Dei es exclusivamente espiritual.

Volviendo a vuestra pregunta, me parece que sería preciso, en primer lugar, ponerse de acuerdo sobre lo que significa política. Si por política se entiende interesarse y trabajar en favor de la paz, de la justicia social, de la libertad de todos, en ese caso, todos en la Universidad, y la Universidad como corporación, tienen obligación de sentir esos ideales y de fomentar la preocupación por resolver los grandes problemas de la vida humana.

Si por política se entiende, en cambio, la solución concreta a un determinado
problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que
sostienen lo contrario, pienso que la Universidad no es la sede que haya de decidir
sobre esto.

La Universidad es el lugar para prepararse a dar soluciones a esos problemas; es la
casa común, lugar de estudio y de amistad; lugar donde deben convivir en paz personas de
las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo
que en la sociedad existe.

Si las circunstancias políticas de un país llegaran a tal situación que un
universitario —profesor, alumno— estimara en conciencia preferible politizar la
Universidad, por carecer de medios lícitos para evitar el mal general de la nación,
¿podría, en uso de su libertad, hacerlo?


Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una
desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en
campo de batalla de facciones opuestas.

Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación
seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden —los que ahora
estudian— no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo
patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden
problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los
estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el
país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea.
Quede claro que, al decir que la Universidad no es el lugar para la política, no
excluyo, sino que deseo, un cauce normal, para todos los ciudadanos. Aunque mi
opinión sobre este punto es muy concreta, no quiero añadir más, porque mi misión no
es política, sino sacerdotal. Lo que os digo es algo de lo que me corresponde hablar,
porque me considero universitario: y todo lo que se refiere a la Universidad me
apasiona. No hago, ni quiero, ni puedo hacer política; pero mi mentalidad de jurista y
de teólogo —mi fe cristiana también— me llevan a estar siempre al lado de la legítima
libertad de todos los hombres.

Nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es: estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también
personal.

¿Cuáles son, a su juicio, las funciones que competen a las asociaciones o
sindicatos de estudiantes? ¿Cómo deben plantearse sus relaciones con las
autoridades académicas?


Me estáis pidiendo un juicio sobre una cuestión muy amplia. No voy, por eso, a
descender a detalles: sólo algunas ideas generales. Pienso que las asociaciones de
estudiantes deben intervenir en las tareas específicamente universitarias. Ha de haber
unos representantes —elegidos libremente por sus compañeros— que se relacionen
con las autoridades académicas, conscientes de que tienen que trabajar al unísono, en
una tarea común: aquí hay otra buena ocasión de hacer un verdadero servicio.
Es necesario un estatuto que regule el modo de que esta tarea se realice con
eficacia, con justicia y de un modo racional: los asuntos han de venir bien trabajados,
bien pensados; si las soluciones que se proponen están bien estudiadas, nacidas del
deseo de construir y no del afán de crear oposiciones, adquieren una autoridad interna
que hace que se impongan solas.

Para todo esto, es preciso que los representantes de las asociaciones tengan una formación seria: que amen primero la libertad de los demás, y su propia libertad con la consiguiente responsabilidad; que no deseen el lucimiento personal ni se arroguen facultades que no tienen, sino que busquen el bien de la Universidad, que es el bien de sus compañeros de estudio. Y que los electores escojan a sus representantes por esas cualidades, y no por razones ajenas a la eficacia de su Alma Mater: sólo así la Universidad será hogar de paz, remanso de serena y noble inquietud, que facilite el estudio y la formación de todos.

¿En qué sentido entiende usted la libertad de enseñanza y en qué
condiciones la considera necesaria? En este sentido, ¿qué atribuciones deben
reservarse al Estado en materia de enseñanza superior? ¿Estima usted que la
autonomía es un principio básico para la organización de la Universidad? ¿Podría
apuntarnos las líneas maestras en las que ha de fundarse el sistema autonómico?


La libertad de enseñanza no es sino un aspecto de la libertad en general.
Considero la libertad personal necesaria para todos y en todo lo moralmente lícito.
Libertad de enseñanza, por tanto, en todos los niveles y para todas las personas. Es
decir, que toda persona o asociación capacitada, tenga la posibilidad de fundar centro
de enseñanza en igualdad de condiciones y sin trabas innecesarias. La función del
Estado depende de la situación social: es distinta en Alemania o en Inglaterra, en Japón
o en Estados Unidos, por citar países con estructuras educacionales muy diversas. El
Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige
igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner
obstáculos, ni impedir o coartar la libertad.

Por eso considero necesaria la autonomía docente: autonomía es otra manera de
decir libertad de enseñanza. La Universidad, como corporación, ha de tener la
independencia de un órgano en un cuerpo vivo: libertad, dentro de su tarea específica
en favor del bien común.

Algunas manifestaciones, para la efectiva realización de esta autonomía, pueden
ser: libertad de elección del profesorado y de los administradores; libertad para
establecer los planes de estudio; posibilidad de formar su patrimonio y de administrarlo.
En una palabra, todas las condiciones necesarias para que la Universidad goce de vida
propia. Teniendo esta vida propia, sabrá darla, en bien de la sociedad entera.

Se aprecia en la opinión estudiantil una crítica cada vez más intensa del
carácter vitalicio de la cátedra universitaria. ¿Le parece acertada esta corriente de
opinión?


Sí. Aun reconociendo el alto nivel científico y humano del profesorado español,
prefiero el sistema de la libre contratación. Pienso que la libre contratación no perjudica
económicamente al profesor, y que constituye un incentivo para que el catedrático no
deje nunca de investigar y de progresar en su especialidad. Evita también que las
cátedras se entiendan como feudos, y no como un lugar de servicio.

No excluyo que el sistema de cátedras vitalicias pueda dar buenos resultados en
algún país, ni que con ese sistema se den casos de catedráticos muy competentes, que
hacen de su cátedra un verdadero servicio universitario. Pero estimo que el sistema de
libre contratación facilita que estos casos sean más numerosos, hasta conseguir el ideal
de que lo sean prácticamente todos.

¿No opina usted que —después del Vaticano II— han quedado anticuados
los conceptos de "colegios de la Iglesia", "colegios católicos", "Universidades de
la Iglesia", etc.? ¿No le parece que tales conceptos comprometen indebidamente a
la Iglesia o suenan a privilegio?


No: no me lo parece, si por colegios de la Iglesia, colegios católicos, etc., se
entiende el resultado del derecho que tienen la Iglesia y las Ordenes y Congregaciones
religiosas a crear centros de enseñanza. Montar un colegio o una universidad no es un
privilegio, sino una carga, si se procura que sea un centro para todos, no sólo para los
que cuentan con recursos económicos.

El Concilio no ha pretendido declarar superadas las instituciones docentes confesionales; ha querido sólo hacer ver que hay otra forma —incluso más necesaria y universal,
vivida desde hace tantos años por los socios del Opus Dei— de presencia cristiana en la enseñanza: la libre iniciativa de los ciudadanos católicos que tienen por profesión las tareas educativas, dentro y fuera de los centros promovidos por el Estado. Es una muestra más de la plena
conciencia que la Iglesia tiene, en estos tiempos, de la fecundidad del apostolado de los laicos.

He de confesar, por otra parte, que no simpatizo con las expresiones escuela
católica, colegios de la Iglesia, etc., aunque respeto a los que piensan lo contrario. Prefiero
que las realidades se distingan por sus frutos, no por sus nombres. Un colegio será
efectivamente cristiano cuando, siendo como los demás y esmerándose en superarse,
realice una labor de formación completa —también cristiana—, con respeto de la
libertad personal y con la promoción de la urgente justicia social. Si hace realmente esto,
el nombre es lo de menos. Personalmente, repito, prefiero evitar esos adjetivos.

Como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, desearíamos que nos
hablara de las principios que le inspiraron al fundarla y de su significación actual
dentro del marco de la Universidad española.


La Universidad de Navarra surgió en 1952 —después de rezar durante años:
siento alegría al decirlo— con la ilusión de dar vida a una institución universitaria, en la
que cuajaran los ideales culturales y apostólicos de un grupo de profesores que sentían
con hondura el quehacer docente. Aspiraba entonces —y aspira ahora— a contribuir,
codo con codo con las demás universidades, a solucionar un grave problema educativo:
el de España y el de otros muchos países, que necesitan hombres bien preparados para
construir una sociedad más justa.

Cuando fue fundada, los que la iniciaron no eran unos extraños a la Universidad
española: eran profesores que se habían formado y habían ejercido su magisterio en
Madrid, Barcelona, Sevilla, Santiago, Granada y en tantas otras universidades. Esta
colaboración estrecha —me atrevería a decir que más estrecha que la que tienen entre sí
universidades incluso vecinas— se ha continuado: hay frecuentes intercambios y visitas
de profesores, congresos nacionales en los que se trabaja al unísono, etc. El mismo
contacto se ha mantenido y se mantiene con las mejores universidades de otros países:
el actual nombramiento de doctores honoris causa a profesores de la Sorbona, Harvard,
Coímbra, Munich y Lovaina lo confirma.

La Universidad de Navarra ha servido también para dar cauce a la ayuda de tantas personas que ven en los estudios universitarios una base fundamental del progreso del país, cuando están abiertos a todos los que merecen estudiar, sean cuales fuesen sus recursos económicos. Es una realidad la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra que, con su aportación generosa, ha conseguido ya distribuir un elevado número de becas o bolsas de estudio. Este número aumentará
cada vez más, como aumentará la afluencia de estudiantes afroasiáticos y latinoamericanos.

Como Fundador del Opus Dei e impulsor de una amplia gama de
instituciones universitarias en todo el mundo, ¿podría describirnos qué
motivaciones han llevado al Opus Dei a crearlas y cuáles son los rasgos principales
de la aportación del Opus Dei a este nivel de enseñanza?


El fin del Opus Dei es hacer que muchas personas, en todo el mundo, sepan, en
la teoría y en la práctica, que es posible santificar su tarea ordinaria, el trabajo de cada
día; que es posible buscar la perfección cristiana en medio de la calle, sin abandonar la
labor en la que el Señor ha querido llamarnos. Por eso, el apostolado más importante
del Opus Dei es el que realizan individualmente sus socios, a través de su tarea
profesional hecha con la mayor perfección humana —a pesar de mis errores personales
y de los que cada uno pueda tener—, en todos los ambientes y en todos los países:
porque pertenecen al Opus Dei personas de unas setenta naciones, de todas las razas y
condiciones sociales.

Además, el Opus Dei, como corporación, promueve, con el concurso de una
gran cantidad de personas que no están asociadas a la Obra —y que muchas veces no
son cristianas—, labores corporativas, con las que procura contribuir a resolver tantos
problemas como tiene planteados el mundo actual. Son centros educativos, asistenciales,
de promoción y capacitación profesional, etc.

Las instituciones universitarias, de las que me habláis, son un aspecto más de estas tareas. Los rasgos que las caracterizan pueden resumirse así: educación en la libertad personal y en la responsabilidad también personal.

Con libertad y responsabilidad se trabaja a gusto, se rinde, no hay necesidad de controles ni de vigilancia: porque todos se sienten en su casa, y basta un simple horario. Luego, el espíritu de convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo. Es en la convivencia donde se forma la persona; allí aprende cada uno que, para poder exigir que respeten su libertad, debe saber respetar la libertad de los otros.

Finalmente, el espíritu de humana fraternidad: los talentos propios han de ser puestos al
servicio de los demás. Si no, de poco sirven. Las obras corporativas que promueve el
Opus Dei, en todo el mundo, están siempre al servicio de todos: porque son un servicio
cristiano.

En mayo, en una reunión que tuvo con los estudiantes de la Universidad de
Navarra, prometió usted un libro sobre temas estudiantiles y universitarios. ¿Podría
decirnos si tardará mucho en aparecer?


Permitid a un viejo de más de sesenta años esta pequeña vanidad: confío en que
el libro saldrá y en que podrá servir a profesores y alumnos. Al menos, meteré en él
todo el cariño que tengo a la Universidad, un cariño que no he perdido nunca desde
que puse los pies en ella por primera vez hace... ¡tantos años!

Quizá tarde todavía un poco, pero llegará. Prometí, en otra ocasión, a los
estudiantes de Navarra una imagen de la Virgen para colocarla en medio del campus, y
que desde allí bendijera el amor limpio, sano de vuestra juventud. La estatua tardó un
poco en llegar, pero llegó al fin, Santa María, Madre del Amor Hermoso, bendecida
expresamente por el Santo Padre para vosotros.

Sobre el libro he de deciros: no esperéis que gustará a todos. Expondré allí mis
opiniones, que confío en que serán respetadas por los que piensen lo contrario, como
respeto yo todas las opiniones distintas de la mía; como respeto a los que tienen un
corazón grande y generoso, aunque no compartan conmigo la fe de Cristo. Os contaré
una cosa que me ha sucedido muchas veces, la última aquí, en Pamplona. Se me acercó
un estudiante que quería saludarme. —Monseñor, yo no soy cristiano —me dijo—, soy
mahometano. —Eres hijo de Dios como yo —le contesté. Y lo abracé con toda mi
alma.

Finalmente, ¿podría decirnos algo a nosotros, a los que trabajamos en la
prensa universitaria?


Es una gran cosa el periodismo, también el periodismo universitario. Podéis
Contribuir mucho a promover entre vuestros compañeros el amor a los ideales nobles,
el afán de superación del egoísmo personal, la sensibilidad ante los quehaceres
colectivos, la fraternidad. Y ahora, una vez más, no puedo dejar de invitaros a amar la
verdad.

No os oculto que me repugna el sensacionalismo de algunos periodistas, que
dicen la verdad a medias. Informar no es quedarse a mitad de camino entre la verdad y
la mentira. Eso ni se puede llamar información, ni es moral, ni se pueden llamar
periodistas a los que mezclan, con pocas verdades a medias, no pocos errores y aun
calumnias premeditadas: no se pueden llamar periodistas, porque no son más que el
engranaje —más o menos lubrificado— de cualquier organización propagadoras de
falsedades, que sabe que serán repetidas hasta la saciedad sin mala fe, por la ignorancia
y la estupidez de no pocos. Os he de confesar que, por lo que a mí toca, esos falsos
periodistas salen ganando: porque no hay día en el que no rece cariñosamente por ellos,
pidiendo al Señor que les aclare la conciencia.

Os ruego, pues, que difundáis el amor al buen periodismo, que es el que no se
contenta con los rumores infundados, con los se dice inventados por imaginaciones
calenturientas. Informad con hechos, con resultados, sin juzgar las intenciones,
manteniendo la legítima diversidad de opiniones en un plano ecuánime, sin descender al
ataque personal. Es difícil que haya verdadera convivencia donde falta verdadera
información; y la información verdadera es aquella que no tiene miedo a la verdad y que
no se deja llevar por motivos de medro, de falso prestigio, o de ventajas económicas.







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