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En el camino de Emaús
En el camino de Emaús
Ciclo A. Domingo 3 de Pascua / Lc 24, 13-35 - Nuestra vida se es ir hacia el Padre por el camino de Emaús.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
Lucas 24, 13-35
Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» Él les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que Él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron». Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante.
Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.
Reflexión
El viaje de los dos discípulos a su pueblo y sus palabras nos describen perfectamente el estado psicológico de la primera comunidad cristiana. Era la decepción la que predominaba en ella. Aquel era el tercer día tras la muerte de Cristo. Evidentemente, no podía tratarse de una comunidad tensa en la esperanza, hambrienta de resurrección.
Le miran y no le reconocen.
Resultaría absolutamente inverosímil que dos de sus miembros se marcharan de Jerusalén sin esperar el desenlace, incluso sin aguardar a la noche de ese tercer día prometido como día de la resurrección. No esperaban nada. La amargura les había vencido. Estaban tan seguros de que no había nada detrás de la muerte que ni se habían molestado en ir al sepulcro. Eran de esos discípulos que se imaginan que creen, que se imaginan que esperan. Pero que se vienen abajo ante la primera dificultad.
Van tristes y he aquí que, de pronto, un caminante se empareja con ellos. Le miran y no le reconocen. Sus ojos no podían reconocerle, dice el evangelista. Les parecía tan imposible que Él regresara, que ni se plantearon la posibilidad de que pudiera ser Él.
¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?, pregunta el caminante. La pregunta suena extraña en los oídos de los dos discípulos. ¿Es posible que alguien que viene de Jerusalén no entienda la causa de su tristeza? O este viajero está en la luna y no se ha enterado de nada, o es un enemigo de Jesús.
¿Eres tú el único forastero en Jerusalén - responden - que no conoce los sucesos de estos días? Es una respuesta prudente, a una pregunta extraña. Y agregan: Lo de Jesús el Nazareno.
Su respuesta muestra el profundo respeto y admiración que sienten por Jesús. Pero también manifiesta su esperanza hundida. Aún son más sorprendentes las frases que siguen: Es verdad que algunas mujeres nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo.
¡Todo el escepticismo y el machismo aparecen en estas líneas! Una noticia que debía alegrarles, les asustó. Venía, además, de mujeres ¿qué valor podía tener?
Una comunidad desanimada.
Y el desconcierto prosigue: Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron.
Era difícil describir con mayor realismo el estado de ánimo de aquel primer grupo cristiano. Es una comunidad hundida. No creen en la primera noticia de las mujeres. ¿Cómo iba Jesús a darles a ellas la primera noticia? Es absurdo e imposible, piensan. Y ni siquiera el hecho de que sus compañeros comprueben lo que las mujeres han dicho les convence. A él no le han visto, dicen, y esto es lo esencial.
Si hubiera resucitado ¿qué esperaba para hacerse ver? ¿Para qué andar mandando mensajes con ángeles y por medio de mujeres, cuando podía simplemente presentarse ante ellos?
La palabra de Dios les iba transformando.
Ahora es el desconocido quien habla: ¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! La voz del caminante era cálida y persuasiva. Ponía toda su alma en lo que decía. Incluso cuando les reprendía, su palabra era suave y no hería. Más tarde reconocerían que esa voz les hacía arder el corazón. Le oían y se maravillaban de su sabiduría y de su amor. Y, según le oían hablar, las oscuridades iban cayendo de sus ojos.
Y, al mismo tiempo, iban sintiéndose avergonzados y felices. Avergonzados por su falta de fe, por su corta inteligencia. Y felices porque su esperanza renacía, porque un nuevo amor iba brotando dentro de ellos. Aún no se daban cuenta, pero Dios ya estaba con ellos y dentro de ellos.
Por eso, mientras él estaba hablando, los dos discípulos iban pasando de la tristeza a la alegría, de la indiferencia al amor. La palabra de Dios les iba transformando.
El caminante había obrado hacia ellos con ese respeto soberano del apóstol auténtico: sin forzar. Había expuesto la verdad y ahora se disponía a seguir su camino, sin imponerse, sin obligar.
Pero estos dos discípulos tenían ya el corazón ardiendo y oían la palabra de Dios: lo obligaron a quedarse. Y entró Jesús en su aldea y en su casa. Y le ofrecieron el honor de presidir la mesa.
Fue entonces cuando el desconocido tomó el pan, lo bendijo y lo partió. En realidad no hacía nada que no hubiera hecho cualquier otro israelita piadoso. Pero lo hacía de un modo que fue para ellos como descorrer un velo. Y, antes de que abrieran los labios, el desconocido desapareció. Ahora ya no dudaron: era Él mismo, el Señor resucitado. Ni siquiera sintieron la decepción de haberlo perdido de nuevo. La alegría de saberlo vivo era más importante que la de verlo.
Por eso su fe se hizo en seguida apostólica. Sin detenerse un minuto, sin comentarlo casi, se levantaron y regresaron corriendo a Jerusalén. Los kilómetros se les hicieron ahora mucho más cortos. Porque la alegría aligera las cosas, así como la tristeza las hace pesadas. De pronto se sintieron de nuevo apóstoles, hermanos. No guardaron para sí su alegría. Tenían que comunicarla y repartirla.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» Él les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que Él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron». Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante.
Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.
Reflexión
El viaje de los dos discípulos a su pueblo y sus palabras nos describen perfectamente el estado psicológico de la primera comunidad cristiana. Era la decepción la que predominaba en ella. Aquel era el tercer día tras la muerte de Cristo. Evidentemente, no podía tratarse de una comunidad tensa en la esperanza, hambrienta de resurrección.
Le miran y no le reconocen.
Resultaría absolutamente inverosímil que dos de sus miembros se marcharan de Jerusalén sin esperar el desenlace, incluso sin aguardar a la noche de ese tercer día prometido como día de la resurrección. No esperaban nada. La amargura les había vencido. Estaban tan seguros de que no había nada detrás de la muerte que ni se habían molestado en ir al sepulcro. Eran de esos discípulos que se imaginan que creen, que se imaginan que esperan. Pero que se vienen abajo ante la primera dificultad.
Van tristes y he aquí que, de pronto, un caminante se empareja con ellos. Le miran y no le reconocen. Sus ojos no podían reconocerle, dice el evangelista. Les parecía tan imposible que Él regresara, que ni se plantearon la posibilidad de que pudiera ser Él.
¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?, pregunta el caminante. La pregunta suena extraña en los oídos de los dos discípulos. ¿Es posible que alguien que viene de Jerusalén no entienda la causa de su tristeza? O este viajero está en la luna y no se ha enterado de nada, o es un enemigo de Jesús.
¿Eres tú el único forastero en Jerusalén - responden - que no conoce los sucesos de estos días? Es una respuesta prudente, a una pregunta extraña. Y agregan: Lo de Jesús el Nazareno.
Su respuesta muestra el profundo respeto y admiración que sienten por Jesús. Pero también manifiesta su esperanza hundida. Aún son más sorprendentes las frases que siguen: Es verdad que algunas mujeres nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo.
¡Todo el escepticismo y el machismo aparecen en estas líneas! Una noticia que debía alegrarles, les asustó. Venía, además, de mujeres ¿qué valor podía tener?
Una comunidad desanimada.
Y el desconcierto prosigue: Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron.
Era difícil describir con mayor realismo el estado de ánimo de aquel primer grupo cristiano. Es una comunidad hundida. No creen en la primera noticia de las mujeres. ¿Cómo iba Jesús a darles a ellas la primera noticia? Es absurdo e imposible, piensan. Y ni siquiera el hecho de que sus compañeros comprueben lo que las mujeres han dicho les convence. A él no le han visto, dicen, y esto es lo esencial.
Si hubiera resucitado ¿qué esperaba para hacerse ver? ¿Para qué andar mandando mensajes con ángeles y por medio de mujeres, cuando podía simplemente presentarse ante ellos?
La palabra de Dios les iba transformando.
Ahora es el desconocido quien habla: ¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! La voz del caminante era cálida y persuasiva. Ponía toda su alma en lo que decía. Incluso cuando les reprendía, su palabra era suave y no hería. Más tarde reconocerían que esa voz les hacía arder el corazón. Le oían y se maravillaban de su sabiduría y de su amor. Y, según le oían hablar, las oscuridades iban cayendo de sus ojos.
Y, al mismo tiempo, iban sintiéndose avergonzados y felices. Avergonzados por su falta de fe, por su corta inteligencia. Y felices porque su esperanza renacía, porque un nuevo amor iba brotando dentro de ellos. Aún no se daban cuenta, pero Dios ya estaba con ellos y dentro de ellos.
Por eso, mientras él estaba hablando, los dos discípulos iban pasando de la tristeza a la alegría, de la indiferencia al amor. La palabra de Dios les iba transformando.
El caminante había obrado hacia ellos con ese respeto soberano del apóstol auténtico: sin forzar. Había expuesto la verdad y ahora se disponía a seguir su camino, sin imponerse, sin obligar.
Pero estos dos discípulos tenían ya el corazón ardiendo y oían la palabra de Dios: lo obligaron a quedarse. Y entró Jesús en su aldea y en su casa. Y le ofrecieron el honor de presidir la mesa.
Fue entonces cuando el desconocido tomó el pan, lo bendijo y lo partió. En realidad no hacía nada que no hubiera hecho cualquier otro israelita piadoso. Pero lo hacía de un modo que fue para ellos como descorrer un velo. Y, antes de que abrieran los labios, el desconocido desapareció. Ahora ya no dudaron: era Él mismo, el Señor resucitado. Ni siquiera sintieron la decepción de haberlo perdido de nuevo. La alegría de saberlo vivo era más importante que la de verlo.
Por eso su fe se hizo en seguida apostólica. Sin detenerse un minuto, sin comentarlo casi, se levantaron y regresaron corriendo a Jerusalén. Los kilómetros se les hicieron ahora mucho más cortos. Porque la alegría aligera las cosas, así como la tristeza las hace pesadas. De pronto se sintieron de nuevo apóstoles, hermanos. No guardaron para sí su alegría. Tenían que comunicarla y repartirla.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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