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Hijos de Dios
Hijos de Dios
Juan 1, 1-18. La venida de Jesucristo como niño, a la tierra, tiene el significado de hacernos hijos de Dios Padre.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer

Juan 1, 1-18
En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.
Reflexión
1. El principio del Evangelio de San Juan, que acabamos de oír, es un texto bastante complejo y difícil. No podemos ni queremos agotarlo. Pero lo esencial de ese texto está contenido en el designio de Dios Padre de hacernos sus hijos: A los que recibieron a Jesucristo, a los que creen en su nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. El mismo pensamiento San Pablo nos lo revela en la segunda lectura de hoy: En su amor, Dios nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo.
2. Así la venida de Jesucristo como niño, a la tierra, no tiene otro significado que el de hacernos hijos de Dios Padre. Jesús nos ha dado lo que era: era el Hijo y ha venido a revelarnos al Padre. Ha venido a pedirnos que entremos en Él y nos sintamos salvos en sus brazos.
Él nos ha revelado también lo que más necesitábamos, lo que deberíamos haber pedido antes de todo. Éramos huérfanos, sufríamos por una ausencia irremediable, por una tristeza radical quizás sin darnos cuenta.
Habíamos roto esa relación vital que une al hijo con su padre, a la criatura con su creador. Éramos seres profundamente solitarios, extraños a nosotros mismos, a los demás, al mundo, a todos aquellos con que nos vincula la paternidad de Dios, en una hermandad dichosa.
3. Por eso vino el Hijo a vivir entre nosotros, para que cada uno pudiera aprender de Él lo que en verdad somos. Tan pobres y tan ricos como el Hijo. El Hijo baja a este mundo débil, desnudo, vulnerable. Pero irradia gozo y confianza desde el establo: es demasiado rico sobre la paja, porque tiene un Padre. Como hijo quiso ser plenamente hijo, para que el Padre también pudiera mostrarse plenamente padre. Ha venido a decirnos que le ha bastado con tener un Padre y que no tiene necesidad de nada más.
De tal manera Navidad es la revelación del misterio más íntimo y más hermoso de Dios: cómo ama el Hijo al Padre y cómo ama el Padre al Hijo. Es el amor que Jesús vino a anunciar y a dar a este mundo. Si Él durante su vida terrestre constantemente fue feliz, entusiasta y generoso, ferviente en la oración, incansable en el trabajo, es porque conocía y amaba a su Padre. Este amor a su Padre sólo explica su pasión y su muerte en la cruz. Para que el mundo conozca que yo hago lo que el Padre me ordenó, levantémonos, vamos de aquí (Jn 14,31).
Y el Padre mismo, en ocasión del bautismo, desde lo alto de los cielos testifica su gozo y su ternura: Este es mi Hijo muy querido, en él que me complazco.
También nosotros experimentaremos un gozo invulnerable, cuando sepamos que el Padre tiene sus ojos sobre nosotros, con la misma mirada de amor infinito con la que miraba a su Hijo sobre las pajas de Belén o sobre la cruz del Calvario. Entonces comprenderemos que somos verdaderamente sus hijos, aceptados, traídos y protegidos por su infinito amor paternal. Entonces vislumbraremos que nuestra vida reposa sin cesar entre unas manos infinitamente más sabias, más poderosas y más tiernas que las nuestras.
Pidamos, por eso, en esta Eucaristía a Dios Padre la gracia de respetarlo y amarlo como nuestro Padre verdadero, y la gracia de confiarnos y entregarnos a su voluntad paternal según el ejemplo perfecto de Jesucristo.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
Comentarios al autor
En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.
Reflexión
1. El principio del Evangelio de San Juan, que acabamos de oír, es un texto bastante complejo y difícil. No podemos ni queremos agotarlo. Pero lo esencial de ese texto está contenido en el designio de Dios Padre de hacernos sus hijos: A los que recibieron a Jesucristo, a los que creen en su nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. El mismo pensamiento San Pablo nos lo revela en la segunda lectura de hoy: En su amor, Dios nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo.
2. Así la venida de Jesucristo como niño, a la tierra, no tiene otro significado que el de hacernos hijos de Dios Padre. Jesús nos ha dado lo que era: era el Hijo y ha venido a revelarnos al Padre. Ha venido a pedirnos que entremos en Él y nos sintamos salvos en sus brazos.
Él nos ha revelado también lo que más necesitábamos, lo que deberíamos haber pedido antes de todo. Éramos huérfanos, sufríamos por una ausencia irremediable, por una tristeza radical quizás sin darnos cuenta.
Habíamos roto esa relación vital que une al hijo con su padre, a la criatura con su creador. Éramos seres profundamente solitarios, extraños a nosotros mismos, a los demás, al mundo, a todos aquellos con que nos vincula la paternidad de Dios, en una hermandad dichosa.
3. Por eso vino el Hijo a vivir entre nosotros, para que cada uno pudiera aprender de Él lo que en verdad somos. Tan pobres y tan ricos como el Hijo. El Hijo baja a este mundo débil, desnudo, vulnerable. Pero irradia gozo y confianza desde el establo: es demasiado rico sobre la paja, porque tiene un Padre. Como hijo quiso ser plenamente hijo, para que el Padre también pudiera mostrarse plenamente padre. Ha venido a decirnos que le ha bastado con tener un Padre y que no tiene necesidad de nada más.
De tal manera Navidad es la revelación del misterio más íntimo y más hermoso de Dios: cómo ama el Hijo al Padre y cómo ama el Padre al Hijo. Es el amor que Jesús vino a anunciar y a dar a este mundo. Si Él durante su vida terrestre constantemente fue feliz, entusiasta y generoso, ferviente en la oración, incansable en el trabajo, es porque conocía y amaba a su Padre. Este amor a su Padre sólo explica su pasión y su muerte en la cruz. Para que el mundo conozca que yo hago lo que el Padre me ordenó, levantémonos, vamos de aquí (Jn 14,31).
Y el Padre mismo, en ocasión del bautismo, desde lo alto de los cielos testifica su gozo y su ternura: Este es mi Hijo muy querido, en él que me complazco.
También nosotros experimentaremos un gozo invulnerable, cuando sepamos que el Padre tiene sus ojos sobre nosotros, con la misma mirada de amor infinito con la que miraba a su Hijo sobre las pajas de Belén o sobre la cruz del Calvario. Entonces comprenderemos que somos verdaderamente sus hijos, aceptados, traídos y protegidos por su infinito amor paternal. Entonces vislumbraremos que nuestra vida reposa sin cesar entre unas manos infinitamente más sabias, más poderosas y más tiernas que las nuestras.
Pidamos, por eso, en esta Eucaristía a Dios Padre la gracia de respetarlo y amarlo como nuestro Padre verdadero, y la gracia de confiarnos y entregarnos a su voluntad paternal según el ejemplo perfecto de Jesucristo.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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