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Momentos estelares del jubileo 2000
Momentos estelares del jubileo 2000
Recuerdos de un año que cambió miles de corazones
1. El año jubilar
El 24 de diciembre de 1999 el Santo Padre abría la Puerta Santa. Con ella la humanidad recordaba que, hace 2000 años, Jesucristo llamó a nuestras corazones, vino a salvar al hombre que se había alejado de su amor.
En las palabras del Papa, con el año del gran jubileo se iniciaba "una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención realizada por él" (Tertio millennio adveniente, 32).
Este jubileo nos ha puesto (y nos pone, hasta que se cierre la Puerta Santa el 6 de enero del año 2001) ante dos realidades fundamentales. La primera, la necesidad de la conversión. Todos hemos pecado, pues, como dice la primera carta del apóstol san Juan, "Si decimos: «No tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1, 8). Sí: hemos pecado. Por eso necesitamos volver los ojos sobre el mal que hemos cometido, para reconocer con franqueza nuestra debilidad, nuestro pecado. El primer paso para la conversión consiste en reconocer que somos pecadores.
La segunda gran verdad: Dios nos ha amado, y con su Amor ha vencido el pecado y la muerte. Estos 2000 años de historia están penetrados por la fidelidad de un Dios que nunca se ha olvidado de nosotros, que ha tendido siempre la mano "para que le encuentre el que le busca". Millones de hermanos nuestros, hombres y mujeres de todas las razas, lenguas y naciones, han sido tocados por ese amor, y han sido felices. Los llamamos "santos", porque han sido fieles al amor.
"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1:3_4).
La llamada a la santidad no termina con el jubileo del año 2000. Dios nos sigue llamando con su amor. A cada uno le toca, según su generosidad, responderle con amor.
2. El jubileo del mundo del trabajo
Miremos con los ojos de la memoria a algunos momentos estelares del año jubilar. El primero de mayo, cientos de miles de trabajadores, obreros y obreras de todos los lugares del planeta, se reunieron con Juan Pablo II para renovar su fidelidad a Cristo. ¿Y qué les dijo el Papa? Presentó la imagen de Jesús en Nazaret, en un lugar escondido donde supo trabajar y sudar como todos nosotros. Luego, quiso sacar una enseñanza para todos los trabajadores. La voz del obispo de Roma, que pudo conocer en carne propia el duro trabajo del minero cuando era joven, quiso ser una invitación a vivir más a fondo la justicia.
En su homilía afirmó:
"El Año jubilar impulsa a un redescubrimiento del sentido y del valor del trabajo. Invita, asimismo, a afrontar los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo laboral, restableciendo la justa jerarquía de los valores y, en primer lugar, la dignidad del hombre y de la mujer que trabajan, su libertad, su responsabilidad y su participación. Lleva, además, a remediar las situaciones de injusticia, salvaguardando las culturas propias de cada pueblo y los diversos modelos de desarrollo".
Su oración conclusiva nos puede acompañar para vivir, también nosotros, nuestra condición de obreros de la viña del Señor:
"Bendice, Señor de los siglos y los milenios, el trabajo diario con el que el hombre y la mujer se procuran el pan para sí y para sus seres queridos. En tus manos paternas depositamos también el cansancio y los sacrificios vinculados al trabajo, en unión con tu Hijo Jesucristo, que ha rescatado el trabajo humano del yugo del pecado y le ha devuelto su dignidad originaria.
Honor y gloria a ti, hoy y siempre. Amén".
3. El jubileo de los jóvenes
Ni los más optimistas esperaban aquella multitud de jóvenes, más de 2 millones, que llenaron una amplia explanada a las afueras de Roma. ¿Qué buscaban? El mismo Papa no pudo no formular esa pregunta:
"Queridos amigos que habéis recorrido con toda clase de medios tantos y tantos kilómetros para venir aquí, a Roma, a las tumbas de los Apóstoles, dejad que empiece mi encuentro con vosotros planteándoos una pregunta: ¿Qué habéis venido a buscar? Estáis aquí para celebrar vuestro Jubileo, el Jubileo de la Iglesia joven. El vuestro no es un viaje cualquiera: Si os habéis puesto en camino no ha sido sólo por razones de diversión o de cultura. Dejad que os repita la pregunta: ¿Qué habéis venido a buscar?, o mejor, ¿a quién habéis venido a buscar?"
El mismo Juan Pablo II daba la respuesta que se escondía en los corazones de cada uno de los que formaba esa marea de jóvenes: "La respuesta no puede ser más que una: ¡habéis venido a buscar a Jesucristo! A Jesucristo que, sin embargo, primero os busca a vosotros".
Impresionaba el ver a tantos jóvenes, chicos y chicas de Europa y Asia, de América y de Africa, y hasta de la lejana Oceanía, escuchar, bajo un sol abrasador, a aquel anciano Papa que conserva el entusiasmo de un joven enamorado. Miraba, con sus ojos llenos de ternura, a los jóvenes que le escuchaban, y en la vigilia central de ese encuentro, la noche del 19 de agosto, quiso darles su mejor regalo.
Les dijo: "Esta tarde os entregaré el Evangelio. Es el regalo que el Papa os deja en esta vigilia inolvidable. La palabra que contiene es la palabra de Jesús. Si la escucháis en silencio, en oración, dejándoos ayudar por el sabio consejo de vuestros sacerdotes y educadores con el fin de comprenderla para vuestra vida, entonces encontraréis a Cristo y lo seguiréis, entregando día a día la vida por Él.
En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna".
Al final, Juan Pablo II vio en esos jóvenes a los "centinelas de la mañana" (cf. Is 21, 11-12), a los que iban a traer una nueva esperanza para el mundo que inicia el nuevo milenio. Sus palabras nos tocan el corazón y nos invitan a una mayor fidelidad a Jesucristo: "Hoy estáis reunidos aquí para afirmar que en el nuevo siglo no os prestaréis a ser instrumentos de violencia y destrucción; defenderéis la paz, incluso a costa de vuestra vida si fuera necesario. No os conformaréis con un mundo en el que otros seres humanos mueren de hambre, son analfabetos, están sin trabajo. Defenderéis la vida en cada momento de su desarrollo terreno; os esforzaréis con todas vuestras energías en hacer que esta tierra sea cada vez más habitable para todos".
Cada uno de los que allí vivieron aquellos días inolvidables llevó en su corazón el mensaje del amor de Dios. El nuevo milenio arranca con nueva esperanza, porque también los jóvenes de hoy han sabido tomar entre sus manos la antorcha de la fe que nos han transmitido nuestros mayores.
4. El jubileo de las familias
Otro de los momentos centrales del Año jubilar fue el encuentro con las familias. Bajo una lluvia persistente, se encontraron en la plaza de San Pedro, el 15 de octubre, miles de papás y mamás, niños y jóvenes, familias de toda la tierra, que querían renovar la experiencia del amor cristiano en familia. El título de este jubileo era una llamada a la esperanza: "Los hijos: primavera de la familia y de la sociedad".
El Papa decía: "Los hijos son "primavera": ¿qué significa esta metáfora elegida para vuestro jubileo? Nos remite al horizonte de vida, de colores, de luz y de canto, típico de la estación primaveral. Naturalmente, los hijos son todo esto. Son la esperanza que sigue floreciendo, un proyecto que se inicia continuamente, el futuro que se abre sin cesar. Representan el florecimiento del amor conyugal, que en ellos se refleja y se consolida. Al venir a la luz, traen un mensaje de vida que, en definitiva, remite al Autor mismo de la vida. Al estar necesitados de todo, en especial durante las primeras fases de su existencia, constituyen naturalmente una llamada a la solidaridad".
Los hijos, por lo tanto, son una llamada profunda al amor de los esposos. Cuando no hay amor en familia, los primeros en sufrir son los hijos. Y si ese amor lleva al gran fracaso, al divorcio... El Papa decía, sobre este tema, a las familias que le escuchaban en la plaza de San Pedro: "¿Acaso la plaga del divorcio no perjudica ya excesivamente a los niños? ¡Qué triste es para un niño tener que resignarse a compartir su amor con padres enfrentados entre sí! Muchos hijos llevarán para siempre el trauma psíquico de la prueba a la que los ha sometido la separación de sus padres".
Por eso el jubileo de las familias se convirtió en el jubileo de los esposos: su amor matrimonial renovado puede ser una fuente de alegría y de paz para todo el mundo. Juan Pablo II invitaba a una profunda renovación del sacramento del matrimonio: "Vosotros, esposos cristianos, tened la seguridad de que el sacramento del matrimonio os da la gracia necesaria para perseverar en el amor mutuo, que vuestros hijos necesitan como el pan".
Espléndida jornada la del jubileo de las familias. Más allá de la lluvia, millares de soles brillaban en los esposos, padres e hijos que renovaron su amor en la plaza de San Pedro y en tantos otros lugares de nuestro México.
5. El jubileo de los ancianos
El domingo 17 de septiembre brillaron, en la anciana plaza de San Pedro, las cabezas canosas de miles de hombres y mujeres que celebraban sencillamente su jubileo, el jubileo de los ancianos. También ellos quisieron renovar su amor a Cristo. También ellos quisieron pedir perdón y se comprometieron, como los niños, los jóvenes, las familias, a ser fieles a Cristo hasta la muerte.
¿Qué les decía el Papa a los ancianos? "Queridos hermanos y hermanas, amigos ancianos, en un mundo como el actual, en el que a menudo se mitifican la fuerza y la potencia, tenéis la misión de testimoniar los valores que cuentan de verdad, más allá de las apariencias, y que permanecen para siempre porque están inscritos en el corazón de todo ser humano y garantizados por la palabra de Dios".
Juan Pablo II no pudo no cambiar una parte del discurso para incluirse entre los presentes, como un anciano más que pedía a Dios la gracia de la conversión jubilar. "Precisamente por ser personas de la llamada "tercera edad", tenéis una contribución específica que dar al desarrollo de una auténtica "cultura de la vida" -tenéis, o mejor, tenemos, porque también yo pertenezco a vuestra edad-, testimoniando que cada momento de la existencia es un don de Dios y cada etapa de la vida humana tiene sus riquezas propias que hay que poner a disposición de todos".
Junto al misterio del sufrimiento, que es un apostolado vivo en medio de un mundo que vive sólo de lo que "funciona", muchas veces los ancianos pueden disponer de más tiempo para orar y, ¿por qué no?, para ser transmisores de la Papa. El Papa se lo pedía con gran confianza: "Amadísimos hermanos y hermanas, la Iglesia os contempla con gran estima y confianza. La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros. Eso lo dije hace un mes a los jóvenes y ahora os lo digo a vosotros ancianos, a nosotros ancianos. La Iglesia necesita de nosotros, pero también la sociedad civil nos necesita. Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a disposición y los talentos que Dios os ha concedido, ayudando y apoyando a los demás. Contribuid a anunciar el Evangelio como catequistas, animadores de la liturgia y testigos de vida cristiana. Dedicad tiempo y energías a la oración, a la lectura de la palabra de Dios y a reflexionar sobre ella".
En esta ocasión, la plaza de San Pedro vivió un encuentro especial. Las columnas siguen allí, bajo el desgaste del sol, del frío o del viento. Los ancianos se retiraron, cada quien a su hogar, para seguir testimoniando que la vida del espíritu no se desgasta con el paso del tiempo. Es más fácil demoler un edifico de piedra que la seguridad de un hombre o una mujer que creen y rezan. Aunque tenga que apagar muchas velas en el día de su cumpleaños...
El 24 de diciembre de 1999 el Santo Padre abría la Puerta Santa. Con ella la humanidad recordaba que, hace 2000 años, Jesucristo llamó a nuestras corazones, vino a salvar al hombre que se había alejado de su amor.
En las palabras del Papa, con el año del gran jubileo se iniciaba "una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención realizada por él" (Tertio millennio adveniente, 32).
Este jubileo nos ha puesto (y nos pone, hasta que se cierre la Puerta Santa el 6 de enero del año 2001) ante dos realidades fundamentales. La primera, la necesidad de la conversión. Todos hemos pecado, pues, como dice la primera carta del apóstol san Juan, "Si decimos: «No tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1, 8). Sí: hemos pecado. Por eso necesitamos volver los ojos sobre el mal que hemos cometido, para reconocer con franqueza nuestra debilidad, nuestro pecado. El primer paso para la conversión consiste en reconocer que somos pecadores.
La segunda gran verdad: Dios nos ha amado, y con su Amor ha vencido el pecado y la muerte. Estos 2000 años de historia están penetrados por la fidelidad de un Dios que nunca se ha olvidado de nosotros, que ha tendido siempre la mano "para que le encuentre el que le busca". Millones de hermanos nuestros, hombres y mujeres de todas las razas, lenguas y naciones, han sido tocados por ese amor, y han sido felices. Los llamamos "santos", porque han sido fieles al amor.
"Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1:3_4).
La llamada a la santidad no termina con el jubileo del año 2000. Dios nos sigue llamando con su amor. A cada uno le toca, según su generosidad, responderle con amor.
2. El jubileo del mundo del trabajo
Miremos con los ojos de la memoria a algunos momentos estelares del año jubilar. El primero de mayo, cientos de miles de trabajadores, obreros y obreras de todos los lugares del planeta, se reunieron con Juan Pablo II para renovar su fidelidad a Cristo. ¿Y qué les dijo el Papa? Presentó la imagen de Jesús en Nazaret, en un lugar escondido donde supo trabajar y sudar como todos nosotros. Luego, quiso sacar una enseñanza para todos los trabajadores. La voz del obispo de Roma, que pudo conocer en carne propia el duro trabajo del minero cuando era joven, quiso ser una invitación a vivir más a fondo la justicia.
En su homilía afirmó:
"El Año jubilar impulsa a un redescubrimiento del sentido y del valor del trabajo. Invita, asimismo, a afrontar los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo laboral, restableciendo la justa jerarquía de los valores y, en primer lugar, la dignidad del hombre y de la mujer que trabajan, su libertad, su responsabilidad y su participación. Lleva, además, a remediar las situaciones de injusticia, salvaguardando las culturas propias de cada pueblo y los diversos modelos de desarrollo".
Su oración conclusiva nos puede acompañar para vivir, también nosotros, nuestra condición de obreros de la viña del Señor:
"Bendice, Señor de los siglos y los milenios, el trabajo diario con el que el hombre y la mujer se procuran el pan para sí y para sus seres queridos. En tus manos paternas depositamos también el cansancio y los sacrificios vinculados al trabajo, en unión con tu Hijo Jesucristo, que ha rescatado el trabajo humano del yugo del pecado y le ha devuelto su dignidad originaria.
Honor y gloria a ti, hoy y siempre. Amén".
3. El jubileo de los jóvenes
Ni los más optimistas esperaban aquella multitud de jóvenes, más de 2 millones, que llenaron una amplia explanada a las afueras de Roma. ¿Qué buscaban? El mismo Papa no pudo no formular esa pregunta:
"Queridos amigos que habéis recorrido con toda clase de medios tantos y tantos kilómetros para venir aquí, a Roma, a las tumbas de los Apóstoles, dejad que empiece mi encuentro con vosotros planteándoos una pregunta: ¿Qué habéis venido a buscar? Estáis aquí para celebrar vuestro Jubileo, el Jubileo de la Iglesia joven. El vuestro no es un viaje cualquiera: Si os habéis puesto en camino no ha sido sólo por razones de diversión o de cultura. Dejad que os repita la pregunta: ¿Qué habéis venido a buscar?, o mejor, ¿a quién habéis venido a buscar?"
El mismo Juan Pablo II daba la respuesta que se escondía en los corazones de cada uno de los que formaba esa marea de jóvenes: "La respuesta no puede ser más que una: ¡habéis venido a buscar a Jesucristo! A Jesucristo que, sin embargo, primero os busca a vosotros".
Impresionaba el ver a tantos jóvenes, chicos y chicas de Europa y Asia, de América y de Africa, y hasta de la lejana Oceanía, escuchar, bajo un sol abrasador, a aquel anciano Papa que conserva el entusiasmo de un joven enamorado. Miraba, con sus ojos llenos de ternura, a los jóvenes que le escuchaban, y en la vigilia central de ese encuentro, la noche del 19 de agosto, quiso darles su mejor regalo.
Les dijo: "Esta tarde os entregaré el Evangelio. Es el regalo que el Papa os deja en esta vigilia inolvidable. La palabra que contiene es la palabra de Jesús. Si la escucháis en silencio, en oración, dejándoos ayudar por el sabio consejo de vuestros sacerdotes y educadores con el fin de comprenderla para vuestra vida, entonces encontraréis a Cristo y lo seguiréis, entregando día a día la vida por Él.
En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna".
Al final, Juan Pablo II vio en esos jóvenes a los "centinelas de la mañana" (cf. Is 21, 11-12), a los que iban a traer una nueva esperanza para el mundo que inicia el nuevo milenio. Sus palabras nos tocan el corazón y nos invitan a una mayor fidelidad a Jesucristo: "Hoy estáis reunidos aquí para afirmar que en el nuevo siglo no os prestaréis a ser instrumentos de violencia y destrucción; defenderéis la paz, incluso a costa de vuestra vida si fuera necesario. No os conformaréis con un mundo en el que otros seres humanos mueren de hambre, son analfabetos, están sin trabajo. Defenderéis la vida en cada momento de su desarrollo terreno; os esforzaréis con todas vuestras energías en hacer que esta tierra sea cada vez más habitable para todos".
Cada uno de los que allí vivieron aquellos días inolvidables llevó en su corazón el mensaje del amor de Dios. El nuevo milenio arranca con nueva esperanza, porque también los jóvenes de hoy han sabido tomar entre sus manos la antorcha de la fe que nos han transmitido nuestros mayores.
4. El jubileo de las familias
Otro de los momentos centrales del Año jubilar fue el encuentro con las familias. Bajo una lluvia persistente, se encontraron en la plaza de San Pedro, el 15 de octubre, miles de papás y mamás, niños y jóvenes, familias de toda la tierra, que querían renovar la experiencia del amor cristiano en familia. El título de este jubileo era una llamada a la esperanza: "Los hijos: primavera de la familia y de la sociedad".
El Papa decía: "Los hijos son "primavera": ¿qué significa esta metáfora elegida para vuestro jubileo? Nos remite al horizonte de vida, de colores, de luz y de canto, típico de la estación primaveral. Naturalmente, los hijos son todo esto. Son la esperanza que sigue floreciendo, un proyecto que se inicia continuamente, el futuro que se abre sin cesar. Representan el florecimiento del amor conyugal, que en ellos se refleja y se consolida. Al venir a la luz, traen un mensaje de vida que, en definitiva, remite al Autor mismo de la vida. Al estar necesitados de todo, en especial durante las primeras fases de su existencia, constituyen naturalmente una llamada a la solidaridad".
Los hijos, por lo tanto, son una llamada profunda al amor de los esposos. Cuando no hay amor en familia, los primeros en sufrir son los hijos. Y si ese amor lleva al gran fracaso, al divorcio... El Papa decía, sobre este tema, a las familias que le escuchaban en la plaza de San Pedro: "¿Acaso la plaga del divorcio no perjudica ya excesivamente a los niños? ¡Qué triste es para un niño tener que resignarse a compartir su amor con padres enfrentados entre sí! Muchos hijos llevarán para siempre el trauma psíquico de la prueba a la que los ha sometido la separación de sus padres".
Por eso el jubileo de las familias se convirtió en el jubileo de los esposos: su amor matrimonial renovado puede ser una fuente de alegría y de paz para todo el mundo. Juan Pablo II invitaba a una profunda renovación del sacramento del matrimonio: "Vosotros, esposos cristianos, tened la seguridad de que el sacramento del matrimonio os da la gracia necesaria para perseverar en el amor mutuo, que vuestros hijos necesitan como el pan".
Espléndida jornada la del jubileo de las familias. Más allá de la lluvia, millares de soles brillaban en los esposos, padres e hijos que renovaron su amor en la plaza de San Pedro y en tantos otros lugares de nuestro México.
5. El jubileo de los ancianos
El domingo 17 de septiembre brillaron, en la anciana plaza de San Pedro, las cabezas canosas de miles de hombres y mujeres que celebraban sencillamente su jubileo, el jubileo de los ancianos. También ellos quisieron renovar su amor a Cristo. También ellos quisieron pedir perdón y se comprometieron, como los niños, los jóvenes, las familias, a ser fieles a Cristo hasta la muerte.
¿Qué les decía el Papa a los ancianos? "Queridos hermanos y hermanas, amigos ancianos, en un mundo como el actual, en el que a menudo se mitifican la fuerza y la potencia, tenéis la misión de testimoniar los valores que cuentan de verdad, más allá de las apariencias, y que permanecen para siempre porque están inscritos en el corazón de todo ser humano y garantizados por la palabra de Dios".
Juan Pablo II no pudo no cambiar una parte del discurso para incluirse entre los presentes, como un anciano más que pedía a Dios la gracia de la conversión jubilar. "Precisamente por ser personas de la llamada "tercera edad", tenéis una contribución específica que dar al desarrollo de una auténtica "cultura de la vida" -tenéis, o mejor, tenemos, porque también yo pertenezco a vuestra edad-, testimoniando que cada momento de la existencia es un don de Dios y cada etapa de la vida humana tiene sus riquezas propias que hay que poner a disposición de todos".
Junto al misterio del sufrimiento, que es un apostolado vivo en medio de un mundo que vive sólo de lo que "funciona", muchas veces los ancianos pueden disponer de más tiempo para orar y, ¿por qué no?, para ser transmisores de la Papa. El Papa se lo pedía con gran confianza: "Amadísimos hermanos y hermanas, la Iglesia os contempla con gran estima y confianza. La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros. Eso lo dije hace un mes a los jóvenes y ahora os lo digo a vosotros ancianos, a nosotros ancianos. La Iglesia necesita de nosotros, pero también la sociedad civil nos necesita. Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a disposición y los talentos que Dios os ha concedido, ayudando y apoyando a los demás. Contribuid a anunciar el Evangelio como catequistas, animadores de la liturgia y testigos de vida cristiana. Dedicad tiempo y energías a la oración, a la lectura de la palabra de Dios y a reflexionar sobre ella".
En esta ocasión, la plaza de San Pedro vivió un encuentro especial. Las columnas siguen allí, bajo el desgaste del sol, del frío o del viento. Los ancianos se retiraron, cada quien a su hogar, para seguir testimoniando que la vida del espíritu no se desgasta con el paso del tiempo. Es más fácil demoler un edifico de piedra que la seguridad de un hombre o una mujer que creen y rezan. Aunque tenga que apagar muchas velas en el día de su cumpleaños...
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