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Conversión ante la venida del Señor

Conversión ante la venida del Señor
Primer Domingo de Adviento. Ciclo A. Una invitaciòn a imitar la actitud obediente y vigilante de Noé.


Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net



Primer Domingo de Adviento. Ciclo A.
2 de diciembre de 2007

Ante la despreocupación de los hombres, olvidados de la venida del hijo del hombre, deben acentuar los cristianos la actitud obediente y vigilante de Noé.

San Pablo, como San Pedro, nos invitan a dejar las actividades de las tinieblas y a vestirnos del Señor Jesucristo.



1.Comenzamos hoy el Adviento con la urgente llamada de la Palabra de Dios a dirigir nuestra mirada en profundidad al pasado y al futuro de la historia humana y eclesial y de nuestra historia personal. Como el piloto en vuelo siempre ha de estar dispuesto a rectificar el rumbo de su nave si la hoja de ruta se lo demanda, el hombre, y sobre todo el cristiano, siempre tiene la oportunidad de dar un golpe de timón en su vida, cuando el evangelio le pide que rectifique; pero el Tiempo de Adviento de una manera singular e inminente, le invita a examinar, y controlar su camino, para rectificar los desvíos. Para eso la Palabra del Adviento nos recuerda que "cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos". Lo leemos de corrida y no lo negamos, pero tampoco hace mucha mella en nuestro espíritu. Pasamos en seguida a otro tema. Es el mal del tiempo.

2. La desmesurada cantidad de información que recibimos, y que no somos capaces ni de retener, menos de asimilar, y sobre todo, menos de profundizar. Y tenemos necesidad de que nos machaquen los medios con imágenes terroríficas para que movamos un dedo en favor de los pobres. Pero el mensaje divino ni tiene tantos altavoces, ni encuentra una sensibilidad preparada, aunque es una verdad importantísima y trascendental, colectiva e individualmente. De ahí, que no podamos conformarnos con leer rápidamente el evangelio, sino que tenemos que pararnos a meditarlo, con reposo y oración, con detenimiento y responsabilidad, sobre todo los que estamos más cerca del Señor; los que teniendo la Palabra en nuestra boca, tenemos mayor obligación de practicarla. Pues, si no la practicamos, difícilmente la diremos en su integridad y con eficacia. San Juan de Avila ha escrito que lo que no se practica no se predica. Hoy los estudios de la ciencia nos dan la razón de esa afirmación y es que psicológicamente es inviable condenar las propias acciones. Las palabras no son para decirlas, sino para vivirlas. Han de ser convertidas en realidad. Si predicamos el amor y la solidaridad y practicamos el egoísmo, la soberbia, la ambición y la envidia, lo que sembramos por el día, lo arrancamos por la noche. Hace pensar que San Pedro el día de Pentecostés predicó un sermón y se convirtieron 3000 judíos. Hoy predicamos tres mil... más... y no se convierte nadie. Santa Teresa nos dará la explicación: "Hasta los predicadores van componiendo sus sermones para no descontentar". El Padre Báñez, que revisó el texto, escribió al margen: "Legant praedicatores". Adviento es tiempo de reflexionar para corregir y ordenar. Pienso que porque se discute mucho y se medita y ora poco, nos estamos quedando en el chasis. Lo dijo Jeremías: "Toda la tierra es desolación, por no haber quien recapacite en su corazón" (Jr 12,11). Una cosa es leer para conseguir ideas originales para decirlas, y otra leer y contemplar para entregar a los demás, no lo leído, sino el fruto maduro de lo contemplado. Los oyentes se dan pronto cuenta de si hablamos de profesión o si hablamos de corazón, porque cuando se habla desde ahí, las palabras, no sé lo que tienen, pero son como granos de pimienta que abren el apetito de conversión y vuelta a Dios. Por el contrario cuando se habla de rutina, nos quedamos fríos y con hambre, como quien ha comido rancho frío. Pero, "la Palabra de Dios es ascua llameante" (Sal 140) y no se puede servir recién sacada de la nevera. Hace unos años el Prior de Taizè dijo que los católicos de determinado país influirían poco poque estidiaban poco y oraban poco. Las prisas, el vértigo, la pérdida del hábito de la lectura y de la oración se apoderan de las personas y se ofrece vino aguado que no embriaga.

3. Sión, capital del reino de Judá, es una ciudad subyugada y oprimida, y agotada por los tributos y por el abuso de sus dirigentes. Y en el momento de su mayor depresión, Dios le concede a Isaías un suplemento de vista con la que ve a lo lejos: Veo el Monte del Señor más alto que todos los montes y que vienen a él todos los gentiles y pueblos numerosos. Y vienen cantando: Subamos al monte del Señor para que nos enseñe a caminar según su Palabra, y a seguir su ley. La metáfora de los montes tiene por base el culto de los pueblos paganos a sus dioses en los montes. El Monte del Señor será más alto que todos Is 2,1. En 1945 en Yalta, preguntó Stalin a Winston Churchill, que le hacía presente el deseo de paz del papa Pío XII: "¿Con cuántas divisiones cuenta el papa de Roma?". En 1989 hemos visto derrumbarse el dominio de ese régimen estalinista, que creíamos inexpugnable. En la homilía de la misa del inicio de su pontificado, proclamaba el llorado Juan Pablo II en la plaza de San Pedro: "Abrid las puertas a Cristo, abrid las puertas de los Estados, de los sistemas económicos y políticos". Vemos ahora que aquellas invitaciones clamorosas eran proféticas. ¿Quién hubiera podido predecir estos acontecimientos? Y es que: "Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor".

4. Si el mundo, si los pueblos todos, escuchan la Palabra y cumplen la ley de Dios, fundirán las espadas y las convertirán en arados; y convertirán las lanzas en podaderas. Un pueblo no disparará el cañón contra otro pueblo; y ya no se tendrán que ejercitar para ir a la guerra. "Casa de Jacob, ven; caminemos a la luz del Señor". Esta es la revelación y la luz del Señor: Llega el desarme. Es como si dijera el Profeta: El mundo se salvará de la corrupción de los gobernantes, de las mentiras políticas y del hambre y de las guerras interiores y del pillaje y los terroristas abandonarán el terrorismo. La paz entre los pueblos es un don mesiánico, pero vienen con él otros, que anticipan y anuncian la llegada a la ciudad de Dios.

5. Isaías ha visto los tiempos mesiánicos. Ha llegado, como un fruto maduro, la paz universal: "Mi paz os dejo, mi paz os doy". Sobre la cumbre del Monte Sión, una tarde negra, moría Jesús, sellando la Alianza Nueva con su Sacrificio. Desde la Cruz lo atraía todo hacia Sí, aunque todavía no va todo hacia El.

6. Ante el anuncio de la llegada del Señor, irrumpe la inspiración del salmista en cantos de alegría: "¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del Señor! Tenemos puestos ya los pies en los umbrales de Jerusalén, ciudad fuerte y compacta, tribunal de justicia mesiánica, palacio de David, que alberga entre sus muros la seguridad y la paz" Sal 121.

7. Pero los cristianos, queriendo hacer llegar el día del Señor, debemos estar alerta y vigilar, porque "aún vivimos en la noche" y nos puede sorprender "el ladrón". Debemos vigilar porque vivimos en el ya, pero todavía no. Vigilar es orar para no caer en la tentación (Mt 26,41). Vigilar es, vivir como corresponde a los miembros de la familia de Dios.

8. Vivir como Noé, en medio de un mundo perverso. Se burlaban de Noé cuando construía el arca Mat 24, 37. También de los cristianos fieles se burlarán. Pero ellos, nosotros, sabemos que hemos de abandonar "las actividades de las tinieblas, las comilonas, las borracheras, la lujuria y el desenfreno" Rm 13, 11. Los cristianos saben que hay una ley de amor que ordena la pureza, aunque el ambiente corrompido proclame una falsa libertad. Tampoco son propias de los cristianos "las riñas ni las pendencias" de partidismos: "Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas" (1 Cor 1,12). "Sin malos deseos ni provocaciones con el cuidado de nuestro cuerpo. Vestíos del Señor Jesucristo": de humildad, de paciencia, de caridad y de entrega hasta la muerte de cruz. "Estad en vela, y pertrechaos con las armas de la luz", la caridad, la oración. Portémonos con dignidad de cristianos. En tiempo de Noé la gente comía y bebía y se casaba... Vivían despreocupados de su salvación y de Dios y de su Ley. Llegó el diluvio, que nadie esperaba, y se los llevó a todos, menos a Noé, el hombre justo y obediente. Noé salvado es el signo de que Dios no abandona a la humanidad.

9. ¿No vemos en este mundo nuestro un aturdimiento semejante, una despreocupación de su deber de escuchar la Palabra, de subir al monte del Señor, de cumplir sus mandatos? Y sin embargo, la paz está condicionada al interés y responsabilidad de todos los hombres, y de cada hombre, por cumplir sus deberes de criaturas y de ciudadanos, de sacerdotes, de cristianos. El ejemplo nos lo ofrece Noé: Su actitud es la del hombre de fe que cumple la voluntad de Dios sin comprenderla, que se confía a sus mandatos. El dechado es Noé, heraldo de justicia, y no sus contemporáneos porque "dos estarán en el campo: a uno se lo llevarán, y a otro lo dejarán, porque pertenece a Cristo". Y esto cada día, en el molino, en el trabajo, en el descanso y en todas las actividades humanas.

10. Jesús habla en parábola. Si supieras cuándo va a venir el ladrón estarías en vela para no dejarte robar. Jesús nos dejó en la duda: «Para que estuviéramos alerta, sabiendo cada uno que ello puede suceder en sus días», dice San Efrén el Sirio. Pero el motivo principal es que Dios nos conoce; sabe qué terrible angustia habría sido para nosotros conocer con antelación la hora exacta y asistir a su lenta e inexorable aproximación, que es lo que más atemoriza de las enfermedades mortales. Son más los que mueren de afecciones imprevistas vasculares que los que mueren de enfermedades mortales. Sin embargo aquellas dan más miedo porque nos parece que privan de la incertidumbre que nos permite esperar. Como los que no saben cuándo llegará el ladrón debéis estar vosotros preparados, porque no sabéis cuándo vendrá la muerte.

11. La misma naturaleza en otoño nos invita a reflexionar sobre el tiempo que pasa. Como decía Giuseppe Ungaretti, poeta italiano, de los soldados en la trinchera del Carso, durante la primera guerra mundial, vale para todos los hombres:

“Se está
como en otoño
en los árboles
las hojas”.

Esto es, a punto de caer, de un momento a otro. “El tiempo pasa y el hombre no se da cuenta”, decía Dante. No es prudente dejar el problema de la conversión para última hora, porque no sabes si tendrás tiempo, ni si se te dejará la conciencia despierta. Y porque debes hacer rendir tus talentos (Mt 25,15). “El mundo pasa, pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2, 17). Dios no pasa, y los que cumplen la voluntad de Dios, y se adhieren a Dios, permanecen como El y con El. En esta vida somos como personas en una balsa que lleva un río en crecida a mar abierto, sin retorno. Cuando la balsa pasa cerca de la orilla y el náufrago salta a tierra firme ¡qué suspiro de alivio al sentir la roca bajo sus pies! Es la sensación que experimenta quien llega a la fe. Santa Teresa de Ávila dejó como un testamento espiritual:

“Nada te turbe,
nada te espante.
Todo se pasa.
Sólo Dios basta”.

12. Convirtámonos hoy, ahora, antes de comer el Cuerpo del Señor, pues: "Quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condenación. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y débiles y mueren muchos. Examínese pues el hombre y entonces coma del pan y beba del cáliz y vivirá para siempre" (1 Cor 11,23). Con la protección de la Madre de la esperanza y con las postreras palabras de la nueva Encíclica de Benedicto XVI, que hoy sale a la luz nos preguntamos “¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su “sí” abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)?

13. Así, pues, la invocamos: Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó “el consuelo de Israel” (Lc 2,25) y esperaron, como Ana, “la redención de Jerusalén” (Lc 2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia (cf. Lc 1,55). Así comprendemos el santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza de Israel y la esperanza del mundo. Por ti, por tu “sí”, la esperanza de milenios debía hacerse realidad, entrar en este mundo y su historia. Tú te has inclinado ante la grandeza de esta misión y has dicho “sí”: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Cuando llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes de Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los montes de la historia. Pero junto con la alegría que, en tu Magnificat, con las palabras y el canto, has difundido en los siglos, conocías también las afirmaciones oscuras de los profetas sobre el sufrimiento del siervo de Dios en este mundo. Sobre su nacimiento en el establo de Belén brilló el resplandor de los ángeles que llevaron la buena nueva a los pastores, pero al mismo tiempo se hizo de sobra palpable la pobreza de Dios en este mundo.

14. El anciano Simeón te habló de la espada que traspasaría tu corazón (cf. Lc 2,35), del signo de contradicción que tu Hijo sería en este mundo. Cuando comenzó después la actividad pública de Jesús, debiste quedarte a un lado para que pudiera crecer la nueva familia que Él había venido a instituir y que se desarrollaría con la aportación de los que hubieran escuchado y cumplido su palabra (cf. Lc 11,27s). No obstante toda la grandeza y la alegría de los primeros pasos de la actividad de Jesús, ya en la sinagoga de Nazaret experimentaste la verdad de aquella palabra sobre el “signo de contradicción” (cf. Lc 4,28ss). Así has visto el poder creciente de la hostilidad y el rechazo que progresivamente fue creándose en torno a Jesús hasta la hora de la cruz, en la que viste morir como un fracasado, expuesto al escarnio, entre los delincuentes, al Salvador del mundo, el heredero de David, el Hijo de Dios. Recibiste entonces la palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26). Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón. ¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la anunciación: “No temas, María” (Lc 1,30).

15. ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no temáis! En la noche del Gólgota, oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes de la hora de la traición, Él les dijo: “Tened valor: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). “No tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27). “No temas, María”. En la hora de Nazaret el ángel también te dijo: “Su reino no tendrá fin” (Lc 1,33). ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que recibieron el día de Pentecostés.

El “reino” de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este “reino” comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino”.

jmarti@ciberia.es








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