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Delitos no castigados

Delitos no castigados
Frente a los delitos no castigados, hace falta un esfuerzo personal y colectivo para reaccionar


Por: Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net




El sueño de muchos delincuentes: no ser descubiertos ni castigados. El sueño de muchas víctimas: ver triunfar la justicia, ser asistidos en su dolor, encontrar manos amigas que reparen los daños soportados.

Las sociedades sufren enormemente cuando los delitos no son castigados. La ley se convierte, entonces, en papel mojado. Las autoridades menguan ante la prepotencia de los criminales, o se convierten en cómplices directos o indirectos del mal que daña a víctimas desprotegidas.

Frente a los delitos no castigados, hace falta un esfuerzo personal y colectivo para reaccionar. No es posible convivir con el mal sin ser manchados por el mismo. No es correcto tolerar que los inocentes sufran atropellos sin que nadie los defienda. No es justo que el culpable escape al castigo merecido.

Parece difícil restablecer el orden social cuando hay delitos que se han convertido en algo generalizado. Cuando bandas de traficantes de droga triunfan golpe tras golpe, cuando delincuentes actúan en asociaciones poderosas, cuando ladrones ocasionales actúan impunemente, surge un sentimiento maligno de impunidad. Incluso hay lugares en los que los grupos criminales tienen más armas, más poder, más dinero que las mismas autoridades públicas.

Mucho más difícil e injusta es la situación cuando el delito ha sido aceptado, incluso a través de leyes concretas. El caso del aborto mal llamado “legal” muestra hasta qué punto una sociedad puede degradarse, al haber convertido en “derecho” lo que es simplemente un “delito”, como denunciaba Juan Pablo II en la encíclica “Evangelium vitae”, publicada en 1995.

El mal, sin embargo, no es la última palabra de la historia, ni beneficia nunca a quienes lo cometen. Porque el delincuente impune, por más que presuma de sus “triunfos”, no deja de destruir el tesoro más hermoso que tenemos como seres humanos: la honestidad del propio corazón.

Cada delincuente debería abrir los oídos del alma para escuchar voces como las de Sócrates, que gritan, que martillean, con una verdad irrenunciable: el peor drama de un ser humano es cometer injusticias sin ser castigado. Porque el castigo deja espacio al arrepentimiento, mientras que un delito no castigado se convierte para muchos en espiral que aumenta la corrupción del alma.

¿Es posible el milagro? ¿Puede un delincuente entrar en el camino que lleva a la regeneración? Mientras queden brasas de humanidad, mientras actúe en los corazones ese susurro respetuoso de Dios que pide una profunda conversión de vida, hay espacios para la esperanza.

Por eso en la historia ha habido criminales que terminaron sus días como hombres de bien. No sólo porque rompieron con el mal que les corroía internamente, sino porque fueron capaces de atender a las víctimas en sus heridas, y porque empezaron a trabajar por un mundo un poco más bueno y más justo.







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