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Menos ataques personales y más argumentos

Menos ataques personales y más argumentos
Los argumentos, sean defendidos por quien sea, merecen atención, seriedad, actitudes responsables y abiertas al diálogo.


Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic net



En algunos debates resulta frecuente el método del insulto, del desprestigio, del ataque personal.

¿Por qué? Los motivos pueden ser muchos. A veces, porque faltan argumentos. Es fácil descalificar al que tiene un punto de vista diferente del propio. Es difícil emprender la tarea serena y constructiva de ver las ideas y confrontarlas en aquellos puntos que uno piensa deben ser corregidos por amor a la verdad.

Otras veces la descalificación procede de prejuicios muy arraigados. Basta con saber que el “adversario” es de un determinada zona geográfica, o de una raza, o de una religión, o de un partido político, o de una asociación concreta, para automáticamente ponerle una serie de etiquetas con el deseo de neutralizarlo y condenarlo antes de que pueda decir nada en su defensa. El tema sobre el que discutía queda en la sombra, casi olvidado, ante la nube maligna de críticas que reflejan rencores profundos.

Otras veces el ataque personal forma parte de tácticas tan viejas como el hombre. Para el gran público puede tener más efecto decir que el contrincante es una persona que ha cometido una serie de delitos (aunque sea inocente como una paloma), que no responder una a una a sus ideas. Los dictadores y los demagogos del pasado y del presente han aplicado con gran éxito esta táctica. Los defensores de ideologías agresivas y los miembros de movimientos radicales de diverso signo saben denigran a los opositores con una habilidad que tiene muy poco de ejemplar y mucho de bajeza.

Otras veces el ataque personal es algo casi inconsciente, como una actitud espontánea por la que los disparos se dirigen hacia las personas y no hacia las ideas. Con un poco de buena voluntad este defecto es corregible, a no ser que se haya llegado a un estado patológico que hace imposible cualquier conversación bien llevada.

Sabemos, sin embargo, que una verdad no deja de serlo si es defendida por un criminal o por un santo, por un capitalista o por un comunista, por un cristiano, un musulmán o un ateo.

Los argumentos, sean defendidos por quien sea, merecen atención, seriedad, actitudes responsables y abiertas al diálogo. Y a los argumentos se responde con argumentos, no con flechas venenosas para destruir la fama de las personas.

Los ataques personales, es cierto, pueden llevar a victorias aparentes y vistosas, porque privan a los “vencidos” del respeto que merecen. En realidad, esos ataques denigran sobre todo a los “vencedores”, porque siempre vale la famosa idea de Platón: es peor cometer injusticia que padecerla.

Además, esos ataques promueven un tipo de sociedad en la que el miedo acalla muchas gargantas que podrían iluminar al mundo con sus ideas, pero que temen el asalto continuo de personas hábiles en destruir la honestidad de los que defienden argumentos diferentes.

Muchos, da pena tener que reconocerlo, tienen miedo a esos ataques personales. No tienen madera de héroes. Pero no han faltado en el pasado, ni faltarán en el presente y el futuro, hombres y mujeres que sabrán expresar sus convicciones más profundas para enriquecer al mundo con verdades que no pueden quedar sepultadas bajo una lluvia de mentiras o de ataques personales llenos de malicia.

Sócrates no es un caso aislado. Existen miles y miles de testigos dispuestos a perder su fama para defender el derecho a la sana libertad de expresión y a la manifestación de sus ideas en el debate público.

Con sus voces y su ejemplo seguimos en camino, esperando que cesen las denigraciones personales y sea posible un mundo más abierto al respeto sincero y cordial, también hacia quienes tengan ideas diferentes de las propias.







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