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Progresismos y tradicionalismos

Progresismos y tradicionalismos
Vamos a trabajar por la unidad, una unidad que arranca y se nutre de la búsqueda sincera y leal de la verdad.


Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic net



Un slogan puede dejar una huella profunda en los modos de pensar de muchas personas, incluso de todo un pueblo o nación. Un slogan puede dirigir el modo de juzgar sobre un hecho o una persona. Un slogan puede decir brevemente una gran verdad, pero a veces puede ser simplemente una mentira más o menos peligrosa, si es que no se convierte en una verdad a medias, mutilada, empobrecida, a veces agonizante...

Decir que ser progresista es optar por el uso de la razón, y ser conservador es abandonarse a una fe no razonada, es un slogan estimulante. Según esta etiqueta, el progresismo coincidiría con la plenitud humana, con la madurez propia del ser adulto, mientras que el tradicionalismo coincidiría con la inmadurez, con el capricho, con la condición de “segunda clase” en la vida social de quien renuncia a pensar por su cuenta, de quien se “fía” sin saber por qué.

Con etiquetas como esta, sin embargo, corremos el riesgo de renunciar a las conquistas de más de 2400 años en favor de los derechos de todos los hombres. Conquistas logradas en medio de muchos errores, pero que han sido acogidas por muchos hombres y mujeres honestos y sinceros.

Cuando la Revolución francesa decía defender la “libertad, igualdad y fraternidad”, los revolucionarios no llegaron a aplicar lo mismo que predicaban, y por eso hubo más ejecuciones en los meses del terror (1793-1794) que en muchos siglos de la Inquisición española (Inquisición que, por ser “conservadora”, según el famoso slogan, debería coincidir con la inmadurez y la irracionalidad de quien no habría llegado a ser plenamente hombre). Igualmente, basta con leer el Manifiesto comunista de 1848 para intuir qué tipo de libertad y justicia iba a proponer un “progresista” como Marx, que no ahorraba críticas y amenazas hacia otros defensores de los derechos de los obreros que no pensaban como él (que no eran suficientemente “racionales”). Los millones de hombres y mujeres asesinados bajo el comunismo del siglo XX no han sido más que la consecuencia “lógica” (racional) de las premisas del “progresismo” marxista.

Más allá de los esos errores del pasado, existe un progresismo auténtico, capaz de descubrir que no puede descalificar al otro, que debe respetar al que piensa de un modo distinto, que no pierde sus derechos el rival político, el obrero que no se une al sindicato más fuerte, el compañero de la fábrica que no apoya la huelga por motivos personales, el político que renuncia a servir al partido para defender los derechos fundamentales de los más débiles.

El progresismo auténtico no desprecia al tradicionalismo, porque sabe que en el mundo democrático pueden coexistir visiones y programas muy distintos, siempre que respeten los derechos de los demás. El progresismo auténtico condena las discriminaciones ideológicas, o sociales, o jurídicas. Defiende el derecho del pobre o del rico, de los esposos o de los solteros, del niño no nacido o del anciano que vive los últimos meses de su existencia terráquea.

El progresista auténtico debe reconocer, además, que no existe el pensar puramente racional. Todos vivimos, de un modo o de otro, de la fe. Aceptar la confianza de un amigo, comprometer la propia vida con un esposo o una esposa, esperar y acoger a un niño que nace con discapacidades, a un joven que queda gravemente dañado después de un accidente, a un esposo o una esposa que pide perdón después de una “escapada” del hogar: todo ello tiene algo de misterioso, algo de inalcanzable a la luz de la razón que sólo calcula costos y beneficios. Porque la razón no puede entenderlo todo. O, mejor, porque la razón inteligente sabe que es “razonable” que no todo sea “razonable”.

Es aquí donde tradicionalistas y progresistas deben encontrar los elementos que los unen, por encima de etiquetas y slogans más o menos difundidos que quieran separarlos como si se tratase de dos mundos incompatibles. También el “tradicionalista” que privilegia la fe sabe y tiene motivos racionales para ello, como el “progresista” no puede dejar de lado miles de pequeños actos de confianza en la honradez y bondad de los demás que no pueden ser vistos bajo la óptica de las ideas claras y distintas de Descartes.

En el fondo, la distinción entre “progresismo” y “tradicionalismo” obedece a un mecanismo neuronal tan viejo como el hombre, según el cual nos gusta fichar a la gente por categorías, y luego enaltecer a los “valiosos” y degradar a los “no valiosos”.

Hay que superar ese mecanismo con el mejor uso de la tradición y del progreso, con esa intuición que siempre ha existido en el fondo de nuestras conciencias y que nos lleva a tratar a todos como lo que son, simplemente hombres. Hombres amados por Dios, como dice el centro de la fe cristiana, y hombres capaces de superarse y de construir un mundo mejor, como dicen muchos progresistas inteligentes. Todo lo demás es echar agua fuera de tiesto. O, lo que es lo mismo, seguir exaltando lo que nos separa para impedir construir desde lo que nos une.

Siempre habrá quien, desde uno u otro lado de las fronteras ideológicas, económicas, sociales o religiosas, querrá mantener la división, porque unidos podemos ganar una fuerza inmensa. Pero nosotros vamos a trabajar por la unidad, una unidad que arranca y se nutre de la búsqueda sincera y leal de la verdad. Será posible encontrarla cuando reunamos las fuerzas del auténtico progresismo y del tradicionalismo humanista y cristiano.

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