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El niño que llevamos dentro

El niño que llevamos dentro
En cada adulto vive escondido un niño que no acaba de morir, que desea brillar con energías nuevas.


Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic net



En cada adulto vive escondido un niño. Detrás de la corbata o de la blusa, detrás de las canas o de las gafas de sol, detrás de las prisas o del espejo, detrás de la mueca de tristeza o de la sonrisa entre irónica y escéptica... permanece un niño que no acaba de morir, que desea brillar con energías nuevas.

Un niño que querría estar entre sus padres, que disfruta con la nieve, que lucha contra las olas del mar, que sueña con balones de fútbol y con galletas de chocolate. Un niño que ayuda a una anciana a cruzar la calle, que deja a un pobre el dinero que tenía ahorrado para ir al cine, que dice a mamá que sí cuando le pide que vaya a lavar los platos, que tiene los juguetes fuera de sitio pero que promete que mañana su cuarto estará “perfecto”.

Un niño que piensa que los grandes son buenos, que los amigos merecen lo mejor a la hora del trabajo y del juego, que los profesores enseñan cosas importantes para la vida

Un niño que llora cuando ve a otros niños sufrir por culpa del hambre o de la guerra. Un niño que desea la llegada de un mundo nuevo. Sin armas ni violencia, sin odios ni racismos, sin rencores que corroen el alma y matan de amargura, sin pobreza que deja a tantos niños y a tantos padres y madres sin el pan de cada día...

Un niño que también pide perdón, porque tiene sus rabietas, porque piensa mucho en “sus” cosas, porque ha dado más de un disgusto a papá y a mamá, porque ha pegado a su hermano más pequeño, porque no quiso comer el postre preparado con tanto cariño.

Un niño que sueña en ir a ver a los abuelos, o en la belleza del cielo estrellado después de una tormenta de verano, o en la fuerza de los motores de un avión moderno, o en la cigüeña que hace nidos en campanarios llenos de goteras.

Un niño que desearía rezar, con las manos juntas, ante la cama, como cuando mamá le decía que hay un Dios bueno, como cuando ponía una guirnalda sobre la tumba del abuelo, como cuando aprendió que no hay flores sin que los niños eleven sus ojos al Padre de los cielos.

Un niño muy escondido, entre formalidades y protocolos, entre miradas que nos encadenan y amigos que no llegan a ayudarnos en lo más profundo de nosotros mismos. Un niño que tiene miedo de decir lo que siente, de romper con trajes fríos y con poses aburridas, de llamar por teléfono a los que ama para dejar que la vida corra nuevamente por sus venas.

Un niño que está allí, dentro, deseo de vivir y de amar, soñador de esperanzas y de cielos, de cariño para dar y recibir. Un niño que tiene todo el Amor del Padre, que ha sido salvado por el Hijo, que goza de la compañía del Espíritu Santo. Un niño que hoy, quizá, rompa perezas y aparezca, con una sonrisa limpia y un amor más fresco. “Porque de los que son como niños es el Reino de Dios” (Mc 10,14).







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