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La maravilla más bella del universo

La maravilla más bella del universo
Juan 7, 37-39. Domingo, Tiempo Ordinario B. Por el don del Espíritu Santo, hemos sido constituidos en verdaderos hijos de Dios.


Por: P. Sergio A. Córdova | Fuente: Catholic.net



Juan 7, 37-38

El último día de la fiesta, que era el más solemne, exclamó Jesús en voz alta: "El que tenga sed, que venga a mí; y beba, aquel que cree en mí. Como dice la Escritura: Del corazón del que cree en mí brotarán ríos de agua viva".
Al decir esto, se refería al Espíritu Santo que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había venido el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.




Reflexión


Hoy celebramos la solemnidad de Pentecostés. Es la fiesta por antonomasia del Espíritu Santo. Y, tal vez, ni siquiera sabemos exactamente quién es el Espíritu Santo. Más aún, si alguien nos pidiera que se lo explicáramos, a lo mejor nos veríamos en un gran aprieto y nos pasaría lo mismo que le aconteció a san Pablo con los primeros cristianos de Éfeso. Cuando llegó a esa ciudad –nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles–, Pablo les preguntó si habían recibido el Espíritu Santo. Y ellos, todo confundidos y extrañados, le respondieron: “Pues ni siquiera habíamos oído hablar de que existe el Espíritu Santo” (Hech 19, 1-2). Nuestra formación religiosa es un poquito mejor que la de aquellos efesios, pero tal vez no demasiado....

Pentecostés es el día de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en torno a María Santísima en el Cenáculo. Hoy es el nacimiento “oficial” de la Iglesia. Por tanto, también nuestro nacimiento a la vida divina. Por supuesto que el Señor fundó su Iglesia durante su vida pública, la santificó con su pasión y muerte en la cruz, la llenó de gloria con su resurrección y la exaltó con su ascensión al cielo. Pero la “inauguró” con la llegada del Espíritu Santo. Fue entonces cuando la “consagró” –si podemos hablar así– y la dotó de vida divina.

En efecto, nuestro Señor nos había hecho la promesa solemne del envío del Espíritu Santificador en la Última Cena, en aquella noche maravillosa de su despedida, ¡de tántos recuerdos y regalos para sus amigos! Nos había dicho que “nos convenía que Él se fuera porque, si no, no vendría el Abogado, que Él nos mandaría en su nombre (Jn 16, 7) y de parte del Padre” (Jn 15, 26). Es el “Espíritu de la verdad” que nos guía hasta el conocimiento perfecto de Cristo y del amor de Dios (Jn 16,13). Es el “Espíritu Consolador” que nos acompaña y nos conforta en todas las horas de nuestra vida, que permanece con nosotros y está dentro de nosotros (Jn 14, 16-17). Por este motivo es llamado también el “Dulce huésped de nuestras almas”. Porque habita en nuestro interior. Y con razón afirma Pablo con tal convicción y vehemencia: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (I Cor 3,16; Rom 8,9). “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios?” (I Cor 6, 19). Y por tanto –concluye el Apóstol– ya no nos pertenecemos. Hemos sido comprados a precio de la sangre de Cristo y tenemos que glorificar a Dios con nuestro cuerpo y con nuestra alma entera.

¡Qué maravillosa realidad de nuestro ser cristiano! Por el don del Espíritu Santo, hemos sido constituidos en verdaderos hijos de Dios, como nos recuerda san Juan en su primera epístola: “¡Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre –exclama emocionado el apóstol– para llamarnos hijos de Dios, y lo somos! (I Jn 3, 1). Gracias a la efusión del Espíritu Santo sobre nuestras almas –que es el mismo Espíritu de Cristo– hemos recibido el don de la filiación adoptiva. Somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos, pues entonces seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Y si somos hijos –añade san Pablo– también somos herederos de Dios, coherederos de Cristo de las promesas para la vida eterna (Rom 8, 16). ¡Somos ciudadanos del cielo y poseedores de las riquezas del cielo! ¿No es ésta la maravilla más grande del universo: nuestra condición de hijos de Dios?

Y todo, gracias al don del Espíritu Santo, que Cristo nos entregó en su bendita pasión, al expirar en la cruz por amor a nosotros, al resucitar de entre los muertos y al aparecerse por primera vez a los discípulos después de su resurrección: “Recibid el Espíritu Santo” –les dijo Jesús a sus apóstoles reunidos en el cenáculo (Jn 20, 22)–. Es este Espíritu Santo el que se nos comunica e infunde en nuestras almas a través de los sacramentos de la Iglesia: el día de nuestro bautismo, de nuestra confirmación y cada vez que acudimos a la confesión sacramental. Es este Espíritu quien consagra el pan y el vino, y los convierte en el Cuerpo y la Sangre del Señor: “Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor” reza el sacerdote en el momento de la “epíclesis”, inmediatamente antes de las palabras de la consagración. Y es también este mismo Espíritu el que consagra a los sacerdotes el día de su ordenación a través del santo crisma y la oración del Obispo. Y es tan imprescindible la presencia y la obra del Espíritu dentro de nosotros que Pablo llega a afirmar de modo rotundo: “Nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ sino en el Espíritu Santo” (I Cor 12, 3). Sin Él, nada podemos en nuestra vida cristiana. Más aún, es imposible que haya vida “espiritual” sin el Espíritu.

Es evidente cómo Dios Padre, Jesucristo, el Espíritu Santo y la Iglesia están íntimamente unidos entre sí. Y nosotros dentro de la Iglesia, por medio de los sacramentos y la gracia santificante.

Muchísimas conclusiones y aplicaciones podríamos sacar de esta bellísima, admirable y consoladora realidad de nuestra fe. Cada uno saque las propias. Lo que sí está claro es que no da igual vivir en gracia de Dios o en pecado; vivir con fe o sin ella; vivir con Dios o lejos de Él; amar al Espíritu Santo y a la Trinidad Santísima o “pasar” esta hermosa vida arrastrándonos como los animales, sin espiritualidad ni trascendencia.















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