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Del narcisismo al self made sex
Rasgos del narcisismo alumbrado por la sexualidad hedonista es esa sensibilidad excesiva ante la autoevaluación, siempre enfermiza, de la grandiosidad e importancia del propio yo


Por: Aquilino Polaino | Fuente: esposiblelaesperanza



Cuando la sexualidad se repliega herméticamente sobre sí misma, poniéndose en marcha dicha actividad únicamente en función de una motivación hedonista, se modifica de forma importante tanto la personalidad como la cultura. Y es que el hedonismo no conduce a ninguna parte que no sea a sí mismo. Por eso, la conducta sexual hedonista siempre acaba en el ensimismamiento. Y el ensimismamiento, no se olvide, supone la radical negación de cualquier comportamiento sexual.

Tanto se ha insistido en la finalidad placentera del sexo, que el hombre contemporáneo ha llegado a olvidarse de que la conducta sexual humana tiene una hechura natural, una vocación transindividual. En puridad puede afirmarse que la sexualidad humana individualista, egotista y solipsista es la antítesis del comportamiento sexual sano.

Aquí también estamos asistiendo a cambios muy profundos en el comportamiento humano que tal vez mañana se incluyan, con pleno derecho, entre las «desviaciones sexuales». Me estoy refiriendo en concreto al individualismo sexual; al comportamiento sexual humano que toma-del-otro en lugar de tomar-al-otro; que hace del otro una realidad referencial, respectiva, parcializada y sólo útil al yo, en la medida que el yo satisface en él su hambre de placer, su sed de sensaciones. Aquí cada cual retoma, en el juego de las interacciones sexuales, únicamente aquello que precisa para su contentamiento apetitivo, mientras se desentiende de todas las otras dimensiones personalistas que pueden y deben encontrarse en el otro, y que son las que precisamente le dan al otro su valor.

Asistimos así al fenómeno del sexo-para-sí y al cuerpo-para-el-otro, de tal forma que si hubiera que sintetizar en una proposición la conducta de interacción sexual entre el hombre y la mujer habría que definirla en los siguientes términos de la más estricta moral apetitiva: «yo-para-mí-conmigo, sin-el-otro, pero-a-través-del-otro, y en-la-medida-que-del-otro-preciso-para-mí-plena-autosatisfacción».

Una conducta sexual inspirada en este modelo hedonista es imposible que transcienda los límites asfixiantes de la propia piel. Es posible, sin embargo, que, quien así se comporta, tome como trascendencia lo que no lo es; que confunda la transcendencia con la mera expansión, el abultamiento del yo sensitivo que, lógicamente, va asociado a la experiencia del placer sexual. Pero ese agigantamiento monstruoso del yo, ese hiperegotismo no es trascendente, sino monstruoso. Por eso no alcanza a encontrar al otro y también por eso no logra la superación del propio ensimismamiento.

A nivel corporal estas experiencias traducen en una ceremonia, en un rito al servicio de la confusión, pero sin que se produzca realmente una fusión entre los amantes. El yo no se conjunta con el tú, aunque se confunda corporalmente con él. Sin que ambos se fundan espiritualmente, con la sola interpenetrabilidad de los cuerpos, ninguno de ellos podrá transcender los límites epidérmicos en que se encierra su respectivo yo. Paradójicamente, hay aquí disyunción y confusión, sin que haya conjunción ni fusión.


La escalada irreprimible del hedonismo individualista deja ahora sentir sus huellas —la viscosidad enajenante del condicionamiento y la habituación placenteras y sensuales— en la estructura de la personalidad, alumbrando así su producto: la personalidad narcisista.

Rasgos del narcisismo alumbrado por la sexualidad hedonista es esa sensibilidad excesiva ante la autoevaluación, siempre enfermiza, de la grandiosidad e importancia del propio yo. Al narcisista lo que le importa es su grandiosidad, la sobreestimación de sus talentos, el ser considerado por parte de los otros como una persona «especial», que necesariamente tiene que destacar en cualquier contexto social, distinguiéndose de los demás por su «categoría», prestigio y rendimiento personal.

Esta dependencia que tiene el narcisista de los demás le hará estar permanentemente atento a su «público», de manera que su presencia entre ellos manifieste, dé siempre la imagen deseada. De ahí que lo más contrario al narcisismo sean las actitudes de apertura, de abismamiento ante el otro y sus necesidades. El narcisista, ocupado como está por el «qué dirán», sólo se preocupará por satisfacer lo que le dicten sus fantasías, peor o mejor fundadas, respecto de sí mismo y de su imagen. De aquí esa «bella indiferencia» de quien, situándose más allá de los otros y a la vez dependiente de ellos, ignora todos los sentimientos y necesidades humanas, cualesquiera que éstas sean, mientras se ocupa y preocupa únicamente de sí mismo.

Pero como el prestigio social del narcisista está fundado en la necesidad que tiene de ser relevante, todo su afán se concentrará en aparecer como original. De aquí que todos los comportamientos sexuales le sean permitidos, con tal de que, a su través, continúe floreciendo el culto al ego. A la personalidad narcisista no le importa tanto lo indeterminado de su imagen como su imagen; la dependencia que pueda tener respecto de los otros, como el culto que el propio yo pueda recibir de ellos; no tanto su capacidad de seducir, como la fascinación experimentada cuando seduce a los otros. En este contexto todo está permitido, hasta el extremo de coincidir permisividad sexual y validez social. Dicho de otro modo: con tal de que un comportamiento sea válido socialmente, es decir, sea exitoso ( validez y deseabilidad social: que a su través aquella persona se ha socialmente relevante), cualquier manifestación sexual vale (pemisividad-sexual).

En el horizonte de la sexualidad hedonista cualquiera es válida, especialmente si es innovadora, a pesar de que, ordinariamente, tanto más innovador resulta un comportamiento sexual cuanto más degradado y aberrante es. La sexualidad no se observa hoy como algo inscrito en la naturaleza del hombre, como una función que, por depender del sustrato biológico, está parcialmente minada, a la vez que dotada de una relativa plasticidad, por ser al fin una función perteneciente a un ser libre. El caos cultural tampoco ofrece un modelo apropiado que sirva de inspiración para la vertebración del comportamiento sexual personal.

La sexualidad aparece hoy como algo tan indeterminado, como si sobre cada hombre pesara la ineludible obligación de tener que inventar y reinventarse, para así sexualmente autoconstruirse.

El self made que hasta hace poco ser restringía solamente a la trayectoria profesional de cada persona, se ha mutado hoy hasta transformarse en el self made sex, el hombre que autoconstruye su sexo. Pero, tras esas autoconstrucciones del propio sexo, harto problemática y psicopatologizadas, es lógico que se esconda una cultura radicalmente individualista. Si no hay límites en la autoconstrucción del hombre, ni siquiera en el modo que éste tiene de lograr su identidad sexual, ¿será posible que haya alguna limitación para la autoconstrucción del yo en esta cultura del ego building?

La cultura narcisista en que hoy está inmersa la humanidad forzosamente ha de generar la infertilidad y el aislamiento, productos son el resultado de la inflación experimentada por la institución conyugal y familiar. Como señaló Nualert (1986) en los últimos diez años, el índice de solteros parece haberse multiplicado por cinco; en la actualidad, el 37 por 100 de los hombres y el 35 por 100 de las mujeres viven como solteros, lo que significa que un tercio de la población no se casa.

Estos datos pueden parecer paradójicos —y lógicamente lo son—, pero también son datos coherentes desde una cierta lógica, especialmente si se les observa desde las contradicciones del comportamiento sexual en el hombre contemporáneo. Si tras la revolución sexual de los años sesenta se consiguió en la siguiente década una liberación sexual generalizada —una «liberación» consistente en la apología de la sexualidad no reproductora y de la búsqueda de placer sexual como única salida al aburrimiento—, es lógico que en un contexto así aparezcan como un cierto sinsentido los compromisos del matrimonio. Y es que el matrimonio sólo tiene sentido si la unión sexual en que se funda no se trivializa y se convierte en rutina.

La cultura contemporánea continúa mostrándonos sus estigmas (suicidios, violaciones, adolescentes embarazadas, aislamiento, soledad, incomunicación, eutanasia, aborto, etc.), al mismo tiempo que nos suplica y mendiga una solución para ellos. Pero mientras que nos hace esas urgentes peticiones se da prisa en imponernos el consumo del sexo (pornografía), la exaltación apolínea de Narciso (la preocupación por dar buena imagen en los medios de comunicación, para ser relevantes socialmente), y la unidimensionalidad axiológica del hombre (economicismo, materialismo y poder económico).

Algunos gobiernos, preocupados por estos problemas socioculturales, tratan de crear instituciones que sean capaces de resolverlos (asilos para los ancianos, parques para los jóvenes, equipos de visitadores sociales para la atención de unos y otros, guarderías infantiles, etc.); pero, en cambio, nada hacen por la educación de los jóvenes en los hábitos cooperativos en la solidaridad, en la dignidad de la naturaleza humana, etc. En mi opinión, debiera empezarse antes por la persona humana que por la sociedad —a pesar de que sea muy conveniente llegar a ambos niveles—, puesto que ésta no puede ser otra cosa que una consecuencia de aquélla, el espejo donde se reflejan la suma y la resta de las interdependencias humanas.


Aquilino Polaino, "Sexo y Cultura. Análisis del comportamiento sexual", Instituto de Ciencias para la Familia, Madrid 1998, pp. 185-189.

 

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