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América, el Continente de la Esperanza, bajo la luz de la Spe Salvi (traducción revisada)
¿Porqué América Latina es definida de esta manera en el mundo? ¿Cómo se justifica la expresión “Continente de la esperanza”?


Por: Prof. Avv. Guzmán Carriquiry Lecour | Fuente: Catholic.net



 

Nota del editor: Pedimos una disculpa por haber publicado la traducción de este documento del italiano (idioma original del escrito), al español, en una versión no revisada del mismo, ésta es ya la traducción revisada y aprobada por el autor.

 

Catholic.net

 



 

¿El Continente de la esperanza?

América Latina es el "continente" de la esperanza. Así fue llamado por el Papa Pablo VI, hace cuarenta años, en el 1968. El mismo Pontífice había ya explicado el contenido de esta esperanza en su homilía del 3 de julio de 1966, en la basílica de San Pedro, poniendo en relieve "la original vocación" de América Latina de "plasmar en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros te han dado y tu […] propia originalidad", para dar "testimonio" de una "novísima civilización cristiana". S.S Juan Pablo II retomó varias veces esta definición. Lo hizo en su primer viaje apostólico, en México, durante la inauguración de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, a Puebla de los Ángeles (enero de 1979), desabollándolo en particular modo en Santo Domingo, el 12 de octubre de 1984. S.S Benedicto XVI mantiene esta tradición, y a la víspera de su primer viaje a América Latina, en Brasil, habló precisamente de esta tierra como del "continente" de la esperanza, el 6 de mayo de 2007, usando sucesivamente otras tres veces esta definición.

Un uso tan frecuente de esta definición por parte de los Papas, y siempre acogida y reiterada con alegría por el Episcopado Latinoamericano, lleva a preguntarnos cuáles son las razones que la inspiran. ¿Porqué América Latina está así definida en el contexto mundial? ¿Cómo se justifica la expresión “Continente de la esperanza”? Es necesario responder a estas preguntas de manera razonable y con argumentos convincentes, porque sería injusto y equivocado pensar, e incluso sólo sospechar, que los Papas se hayan limitado a una vaga retórica algo demagógica. Los Papas saben bien, por su magisterio, que no se juega nunca con las palabras, porque las palabras no son solamente retórica sino también semántica, llevan un sentido, imprimen una dirección. A veces las palabras contienen una política, una filosofía, una teología.

Los tiempos que estamos viviendo son buenos para intentar responder a estas preguntas. Por una parte, tenemos la guía iluminante de la segunda encíclica del pontificado de Benedicto XVI, la “Spe Salvi”, toda centrada en la esperanza. De la otra parte, contamos con el gran acontecimiento de esperanza que fue la la V Conferencia General del episcopado latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida ( mayo de 2007 ), inaugurada por el Papa Benedicto XVI y concluida con un óptimo documento final.

Una esperanza sembrada en el Nuevo Mundo

El continente americano emerge en la historia mundial, al alba de la modernidad, en la primera fase de la globalización, de la mundialización, como una sorprendente novedad que, desde su génesis provoca un fuerte ímpetu de esperanza. Si en todas las profecías mesiánicas medioevales, antes y durante las Cruzadas, la conquista de Jerusalén estuvo asociada al fin del mundo, con Cristóbal Colón toma cuerpo un nuevo motivo que supera el precedente: el fin del mundo, la llegada del Reino definitivo, queda ahora ligada a la difusión del Evangelio por todas las tierras y a todas las gentes, "hasta a los extremos confines”. La novedad de la terra incognita, pronto reconocida como el "Nuevo Mundo", fue percibida, sea en la expansión ibérica como en las sucesivas trece colonias del Norte, como "tierra prometida" donde se habrían realizado antiguos y nuevos ideales de libertad, de justicia y felicidad, una nueva frontera dónde renacería una nueva cristiandad, una nueva civilización.

En la dramática gestación de los nuevos pueblos americanos hubo un ímpetu pascual. Donde abundó la muerte - con la violencia de la conquista, la destrucción de las civilizaciones indígenas, la explotación de las masas autóctonas, su derrumbamiento demográfico - sobreabundó un nuevo sentido de la vida y de la común dignidad humana, un nueva positividad frente a toda la realidad, un nuevo sentido de pertenencia y esperanza. Con el derrumbamiento de los imperios indígenas, construidos y sustentados, como todo imperio, sobre la violencia y la explotación, también se derrumbaron sus cosmogonías llenas de pesimismo. Se derrumbaba la concepción de un mundo en el cual las masas indígenas quedaban esclavas de los elementos del cosmos, sin espacio para la libertad humana (cfr. Spe Salvi, n. 5), bajo total control de minorías teocráticas. Entre las contradicciones y a los compromisos de aquella fase histórica constituyente, fue anunciado el Dios de la vida, el Dios misericordioso, el Dios apasionado por la salvación de los hombres, el Dios que revela la más sublime dignidad de cada criatura humana, el Dios que no es posesión de pocos "iniciados” y que revela su amor sobre todo a los más pequeños, a los más pobres, como a los indígenas, y a aquel indígena, Juan Diego, que la Madre de Dios eligió para anunciar el Evangelio. En el más extraordinario y complejo encuentro entre pueblos, se formó un mestizaje étnico y cultural: fue superada la incomunicabilidad entre los miles mundos indígenas y su dispersión, y todo encierro étnico o tribal dejaba paso a una nueva conciencia de la común dignidad humana y se extendían los horizontes de la hermandad y solidaridad. En un ímpetu de entusiasmo, lleno de esperanza, José de Vasconcelos - ministro de la educación durante la revolución mexicana - hablará sucesivamente del nacimiento de la "raza cósmica", en un continente donde se han dado cita todas las razas del mundo.

La tierra prometida del nuevo mundo fue así considerada la cuna de nuevos pueblos, de una nueva sociedad, un tipo de palingenesia humana, moral y espiritual frente a una Europa asediada por la "media luna" islámica, sumida en la corrupción y violencia en las cortes principescas, con las iglesias locales sometidas a los emergentes Estados nacionales, un continente a punto de padecer la reforma protestante y las guerras de religión, con el capitalismo mercantil en pleno desarrollo bajo la égida idolátrica del oro.

Los grandes protagonistas y mensajeros de esta esperanza fueron las órdenes religiosas mendicantes, lanzados a la evangelización de los nuevos pueblos. En su actividad misionera confluyeron elementos de regeneración espiritual, la proyección arquetípica de la comunidad cristiana primitiva, las utopías renacentistas y la voluntad de construir una "nueva cristiandad de Indias". Muchos estudiosos han escrito sobre la "utopía" americana de los misioneros, sobre el "reino milenario" de los franciscanos, sobre el influjo de Joaquín de Fiore sobre el francescanismo radical en América proyectado hacia la última fase de la historia, aquélla del Espíritu Santo. Fue sobre todo la renovación de los “mendicantes” en la “observancia” (es decir, una renovada adhesión radical a sus carismas originarios), en una Iglesia española y portuguesa en proceso de “reforma católica”, lo que dio la fuerza propulsora de sus acciones. Su humanismo no fue caracterizado por sueños estéticos de belleza como aquéllos de la Italia renacentista, sino de pasión cristiana por el bien, la libertad y la dignidad de los indígenas. Una legión de misioneros fue protagonista de la "primera batalla por la justicia en América". Son ellos que profundizaron teóricamente, a través de la "Escuela de Salamanca", y defendieron arduamente en los debates desarrollados alrededor de la monarquía y en la vida cotidiana de las nuevas sociedades americanas, la dignidad humana y los derechos fundamentales de los indígenas, según una renovada formulación de la tradición jus-naturalista, que estará luego a la base de las declaraciones modernas de los derechos humanos.

Los predicadores no se limitaron a denunciar los abusos, ni a promover los medios legislativos y prácticos para proteger los indígenas, sino que trataron de crear las condiciones materiales, culturales y espirituales para hacerlos crecer en humanidad, para ser sus compañeros y guías en la construcción de formas de vida más humanas, más congeniales a los indígenas, más fraternas y solidarias. Hay un hilo de oro de la esperanza cristiana que recorre la obra misionera: de los "pueblos hospitales" de Vasco de Quiroga en Michoacán, a las numerosas "reducciones" franciscanas y sobre todo a los grandes pueblos indígenas en las misiones jesuíticas, sobre todo aquéllas entre los guaraníes del Paraguay y en la Cuenca del Plata. Se trató de grandiosos tentativos de construir las bases de una nueva civilización, lejana del dominio de las armas y del reino del dinero, sin dominaciones, sin hambre ni analfabetismo, ni explotación, donde se pudiera experimentar una nueva forma histórica de hermandad y felicidad. Además, es conocido el vínculo entre estas realizaciones americanas y la "Utopía" de Tomás Moro y la "Ciudad del Sol” de Campanella. Incluso un superior provincial de la Compañía de Jesús escribirá más tarde sobre las "reducciones", afirmando que "lo que los socialistas se propusieron en sus falansterios, aquí se ha realizado sin necesidad de palabras y propuestas utópicas."

Diferentes aspectos seculares de la esperanza

A esta fase de impulso misionero caracterizada por la gran esperanza cristiana puesta en las nuevas tierras y en los nuevos pueblos, siguieron tiempos de sedimentación y también de gradual cansancio y conformismo. El siglo XVIII es un tiempo de postración eclesiástica, de gran debilidad del centro romano, de control de las iglesias locales por parte de las monarquías nacionales; un tiempo de debilidad del pensamiento teológico y filosófico dentro de la Iglesia, de mera resistencia frente a las corrientes del iluminismo que despreciaban y criticaban a la Iglesia como institución del "ancien régime". Aún más: en las colonias hispanoamericanas, la Iglesia queda desmantelada durante y después las guerras de independencia.

Las esperanzas americanas se concentraron entonces en las guerras de independencia, de emancipación del dominio español y portugués, de construcción de las nuevas repúblicas, pero sufrieron pronto una grave frustración. Simón Bolívar, el gran "Libertador", el que proyectó grandes horizontes de libertad y gloria a las nuevas repúblicas, que quería construir en los territorios liberados "una gran nación", una confederación americana, termina sus días en la soledad, abandonado por todos, con la convicción llena de amargura haber "arado en el mar” y de que las nuevas repúblicas desembocan en la anarquía y la fragmentación. Otro gran héroe de las guerras de independencia, José de San Martín, acaba sus días acosado por la hostilidad de todos y exiliado en Francia. Es el destino también de José Artigas, “el protector de los pueblos libres”. Esta es la suerte de los más grandes héroes y de las más grandes esperanzas de aquella generación. Un atento historiador ha escrito que las primeras décadas de las nuevas repúblicas han sido como una travesía en el desierto; no se ha tratado, en verdad, de un tiempo de purificación y de un camino movido por la esperanza de alcanzar la tierra prometida, sino de un tiempo perdido entre el caos, las violencias, las guerras civiles, la fragmentación y dispersión entre las muchas tierras americanas.

Hacia la segunda mitad del siglo XIX, la esperanza de las de las "polis oligárquicas", que eran las nuevas repúblicas, se proyectó, en sus elites políticas y doctorales, en la inserción en el mercado del capitalismo en expansión, en pleno desarrollo de la revolución industrial, como socios dependientes y subalternos capaces de ofrecer las propias riquezas agrícolas y mineras. Fue una esperanza encandilada por los faros de los que consideraban grandes modelos de civilización y progreso metropolitanos, sobre todo Inglaterra y Francia, mientras despreciaron y persiguieron la "barbarie" que identificaban con las masas mestizas del interior de los países, con sus "caudillos" y sus milicias, con las comunidades indígenas, con el que consideraban “oscurantismo clerical”. Se trató, ciertamente, de una esperanza reducida a sus intereses y excluyente de las grandes mayorías de los pueblos.

Un nuevo rostro de la esperanza secular se asoma en las primeras décadas del siglo XX, bajo los ecos lejanos de la revolución rusa, los ímpetus tumultuosos de la revolución mexicana y la primera generación estudiantil latinoamericana que se desarrolla a partir de la "reforma de Córdoba". De todo ello emergen en diversos países de América Latina grandes movimientos nacionales y populares, que movilizan e incluyen a vastos sectores sociales que emigran de los campos a las ciudades en tiempos de intensa urbanización, de cierta industrialización, de diferenciación social y de mayor implicación popular de las democracias. El agotamiento de esta fase es evidente en los años cincuenta con la derrota del APRA y el exilio de Víctor Raúl Haya de la Torre, la caída y el exilio de Juan Domingo Perón, el suicidio de Getulio Vargas y, sobre otro plan, con las transformaciones que marcan el fin de la fase propulsora del modelo económico de la industrialización gracias a la sustitución de las importaciones.

Ya en los años cincuenta del siglo pasado emerge otro rostro de la esperanza, forjado en los estudios y las propuestas de la CEPAL, y luego sustentado por la alianza por el progreso y el milagro económico europeo: es la esperanza del desarrollo a través de un crecimiento económico y tecnológico, de reformas sociales y de modernización cultural, para dejar atrás las condiciones del subdesarrollo y colmar progresivamente la brecha que separa los países latinoamericanos de aquellos desarrollados, de Estados Unidos y la comunidad europea. Los obstáculos encontrados plantean dramáticamente la cuestión de la dependencia y los insalvables límites de esa esperanza.

La sorpresa impresionante de la revolución cubana atrae y pone en movimiento las esperanzas de vastos sectores latinoamericanos, especialmente de estudiantes e intelectuales, movidos por anhelos de liberación, de solidaridad "tercermundista", de renovación revolucionaria de un marxismo dogmático y anquilosado, de construcción de un nuevo socialismo, de edificación del "hombre nuevo". Estas esperanzas, que radicalizan todas las contradicciones de las sociedades latino-americanas, se van ofuscando con la derrota de los focos guerrilleros que alimentan una política de muerte y la muerte de toda política, con el apoyarse de Cuba bajo la protección soviética ante la amenaza norteamericana, con las graves dificultades políticas, económicas y culturales que sobrevienen a los primeros tiempos de entusiasmo revolucionario en la isla, con la incapacidad demostrada de superar muchos de los males desoladores de la experiencia del "socialismo real". Los sucesivos fracasos del régimen de la Unidad Popular en Chile y del gobierno sandinista en Nicaragua, preanuncian el fin de la fase mesiánica de la Revolución, con la R mayúscula!

Los años Ochenta ven la esperanza de la transición hacia la democracia en los países de América latina, dejando atrás la fase de los "regímenes militares de seguridad nacional" y de su brutal política liberticida y represiva.

El derrumbamiento del socialismo real en Unión Soviética y en su periferia europea, entre 1989 y 1992, y la predominio de Estados Unidos como única potencia mundial, en medio de grandes transformaciones tecnológicas, provocan un profundo giro histórico. El nuevo rostro secular de la esperanza se manifiesta ahora en el "fin" de la historia, es decir en la exaltación, legitimación y difusión internacionales de la economía de mercado y la correspondiente democracia liberal, sin alternativas sistémicas. Se prospecta entonces un “nuevo orden internacional" de prosperidad, progreso, libertad y paz por todos. Los "think-tank" de la administración norte-americana, del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, relanzan la utopía del mercado auto-regulador, con la "mano invisible" operante ahora a nivel de mercado global, que no conoce fronteras y que pretende derribar todo obstáculo hacia una liberalización total. Sabemos que hacia finales de siglo esta utopía ya estuvo en plena crisis, resquebrajada por las guerras, las sucesivas y periódicas crisis financieras, el impacto del terrorismo de matriz islámico-fundamentalista, los nuevos escenarios geo-políticos y económicos provocados sobre todo por el desarrollo de China e India, y también por el abismo creado entre los que se incorporan económica y culturalmente en el dinamismo de la globalización y los que quedan excluidos. El actual terremoto de un mercado financiero, en alta medida desvinculado de la producción y del trabajo, fuertemente especulativo y desreglamentado, así como las intervenciones estatales predispuestas para afrontarlo, son como un punto final de aquella utopía.

Spes contra spem

Alguien ha hablado de la historia de América latina como una historia hecha de oportunidades perdidas y esperanzas frustradas. Releyendo el tradicional "best seller" del uruguayo Eduardo Galeano, "Las venas abiertas de América latina", obsesivamente concentrado en describir quinientos años de opresión, de explotación, de violencias padecidas por los pueblos, ¿cómo sorprenderse que concluya con el desolante interrogativo: "Nunca seremos felices"?. Quién sólo ve la negatividad de una historia, quién sabe sólo proponer una letanía de denuncias, quién sólo ve cruces y muertos, no puede sino concluir con este oscuro pesimismo, aparentemente confortado del moralismo radical de los "bienpensantes" y de la utopía de una revolución total, que nunca podrá ocurrir.

En verdad, terminaron en callejones sin salida, entre la impotencia y la rabia, muchas y diversas esperanzas seculares de las diferentes elites políticas e ideológicas que han querido imponer por fuerza sus "modelos" y sus intereses a la realidad. No obstante, se mantiene viva la esperanza que anima la vida de los pueblos latinoamericanos. ¡Muchas veces se muestra como una esperanza contra cada esperanza! Es aquella esperanza sembrada por la evangelización y transformada en matriz cultural y ethos espiritual de los pueblos, linfa siempre renovada para recomenzar una y otra vez, con una carga de positividad e incluso de alegría, mismo en condiciones penosas de vida. No domina en la vida de nuestra gente ni la resignación ni tampoco un pesimismo oscuro. Solamente una gran esperanza, más grande del estrecho horizonte de las circunstancias, más fuerte que fracasos, sufrimientos e incluso que la muerte, anima los pueblos, y especialmente los pobres, en América Latina para recomenzar siempre de nuevo caminos de sacrificio y solidaridad. Mientras se derrumban las utopías de las diversas elites ideológicas, sobrevive la esperanza de los pueblos, de los pobres. Una señal evidente de esto es que, después de quinientos años de la primera evangelización, a pesar del abandono pastoral y la falta de reinformación catequística de vastos sectores de nuestros pueblos por largos períodos históricos, a pesar de las sombras de largas fases de escasa vitalidad misionera de la Iglesia, a pesar de las deficiencias en la transmisión del cristianismo y los desafíos de la secularización y las sectas; a pesar de todo esto, más del 80 por ciento de los latinoamericanos está bautizado en la Iglesia católica, y la reconoce, como muestran en general casi todas las encuestas hechas en muchos países, como la institución que recoge y expresa el más alto nivel de consenso, credibilidad y esperanza en la vida de los pueblos. La Iglesia católica "es morada de pueblos hermanos, es casa de los pobres", como escriben los Obispos reunidos en Aparecida. No habrá verdadera esperanza en América Latina si no toca las “vísceras” mismas del pueblo, si no se redescubre y moviliza el tesoro de su tradición, si no se es capaz de reasumir y repensar, reformular y re-proponer sus matrices culturales e ideales para poner los pueblos en movimiento apasionado, solidario, en la construcción de su futuro.

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A la luz del Viejo Mundo

Esta esperanza que anima a los pueblos latinoamericanos se destaca especialmente si puesta en relación con la actitud espiritual dominante en Europa. Quizás el juicio de Octavio Paz, ilustre mexicano, latinoamericano, cosmopolita, es demasiado severo, pero puede ser indicativo y útil proponer una de sus citaciones: las naciones del Viejo Mundo, replegadas sobre ellas mismas - afirma Paz -, "consagran las propias inmensas energías en la creación de una prosperidad sin grandeza y cultivan un hedonismo sin pasión y sin riesgos". En ellas, "más que de nihilismo es necesario hablar de hedonismo. El espíritu del nihilista es trágico; aquel del hedonista, resignado. Se trata también de un hedonismo lejano de aquél de Epicuro: no osa mirar en la cara la muerte; no es sabiduría sino dimisión". Juicio similar es aquél de Benedicto XVI cuando afirma que "Europa parece encaminada en una vía que podría llevarla a su despedida de la historia", sea rechazando sus "raíces" como también un verdadero protagonismo iluminado y orientado por una esperanza fundada. ¿No es, quizás, una señal de todo esto el invierno demográfico que ya no engendra hijos ni logra recambiar generaciones, la difusión de una cultura de la desde la banalización de la practica masiva del aborto hasta las legitimaciones de prácticas de eutanasia y eugenéticas, el número creciente de suicidios, el malestar de las jóvenes generaciones entre la confusión y violencia, sin razones y grandes ideales de vida propuestos por la sociedad de los adultos, el aferrarse al bienestar conquistado y ahora amenazado como sociedades conservadoras sin disposición al sacrificio ni a emprender grandes reformas adecuadas para dar respuesta a los nuevos problemas y desafíos?

Existe un vacío de esperanza. Ciertamente, ya no tienen vigencia las esperanzas mesiánicas radicalmente secularizadas, que prosperaron en tierras trabajadas por la tradición cristiana y la esperanza pascual. Es un hecho que, cuando se debilita la tensión cristiana de la esperanza en la vida y misión de la Iglesia, y por lo tanto en la vida de las personas y de las naciones, cuando se reduce su verdadero alcance de certeza experimentada en el presente con el riesgo de reducirla a una fuga hacia un más allá de los intereses portantes de la vida personal y social, entonces aquella tradición toma el rostro de esperanzas seculares separadas de ella. En las visiones macro-históricas, ideológicas, de los siglos XIX e XX se nota de manera evidente cómo los mesianismos ateos, las esperanzas secularizadas, han pretendido retomar, reformular y al mismo tiempo reemplazar y cancelar la esperanza cristiana. En América Latina, incluso el lenguaje y muchos conceptos revolucionarios como, por ejemplo, el del "hombre nuevo", están impregnados de tradición religiosa pero radicalmente reformulados. En estas esperanzas seculares existen, efectivamente, sacralizaciones vergonzantes, donde la humanidad es Dios, el Progreso es objeto de fe, la Revolución es a la vez el apocalipsis y la revelación del sentido de la historia y el Paraíso toma forma en la "sociedad de la abundancia" o en la "sociedad sin clases". "Lo que se espera – escribe el teólogo Ratzinger en su libro "Fe y futuro", publicado en español en 1973 -, en contraposición a la Iglesia primitiva, no es el Reino de Dios sino el reino del hombre, no el retorno del Hijo de Dios sino el definitivo resurgir de un orden humano y racional, libre y fraterno". Las esperanzas seculares reniegan y al mismo tiempo invocan los signos de la presencia de Dios.

El derrumbe de las utopías mesiánicas

En el siglo XX hemos asistido a lo que se expresa ilustrativamente en el título del conocido libro de Henri De Lubac: "El drama del humanismo ateo". Una vez más la experiencia ha puesto de manifiesto que pretender construir la ciudad de los hombres sin Dios, contra Dios, significa construirla contra el hombre. Este es el resultado paradójico de un siglo en el que las más entusiastas proclamas y utopías humanísticas degeneraron en las peores realidades de opresión, destrucción y abolición de lo humano. Los paraísos prometidos se transformaron en infiernos reales. Así se niega el mito gnóstico de la Revolución, entendida como realización del sentido de la historia y como utopía de una nueva humanidad engendrada por el poder, que fue inspiración para el fascismo y el comunismo.

"Tanto el capitalismo como el marxismo - dijo en Brasil Benedicto XVI en la inauguración de la Va Conferencia General del episcopado latinoamericano, en Aparecida - prometieron encontrar el camino para la creación de estructuras justas", por el desarrollo necesario de las leyes de la historia, sin tener en cuenta de la libertad y de la moralidad de la persona. "Y esta promesa ideológica - dijo todavía el Papa - se ha demostrado que es falsa. Los hechos lo han puesto de manifiesto. El sistema marxista, donde ha gobernado, no ha dejado solo una triste herencia de destrucción económica y ecológica, sino también una dolorosa opresión de las almas. Y lo misma estamos viendo en Occidente, donde crece constantemente la distancia entre pobres y ricos y se produce una inquietante degradación de la dignidad personal con la droga, el alcohol y los sutiles espejismos de felicidad."

Aún más: sufren una crisis profunda las ideas-fuerza de la tradición iluminista, dominantes en la modernidad. Se derrumba aquella secularización de la esperanza como fe en el progreso, ya resquebrajada por las guerras mundiales, los campos de exterminio y los gulag, las amenazas nucleares y ecológicas. Auschwitz e Hiroshima, aunque en modos muy diferentes, han demostrado que los medios más racionales que dispone el hombre, los medios tecnológicos, pueden estar ciertamente al servicio del progreso humano, pero también pueden estarlo al servicio de la destrucción de masa, cosa que difícilmente justifica su racionalidad. El racionalismo a ultranza se revela más que nunca restrictivo de la razón y de la realidad, y produce, en cambio, el máximo del irracionalismo. Desemboca, por una parte, en el "pensamiento débil", que va del relativismo al nihilismo, que justifica y alimenta las idolatrías del dinero y del poder, que se escapa de cualquier referencia a los fundamentos, y, por otra, en el fanatismo terrorista. El futuro del planeta suscita más miedo que esperanza. Por todo eso, el Papa pide en la encíclica Spe salvi ( n. 22 y ss.), una necesaria "autocrítica de la edad moderna" para ir más allá de sus círculos viciosos y sus caminos sin salida.

La esperanza, clamor que sale del corazón del hombre

Ahora permítanme pasar de la historia a la ontología, porque ambas se iluminan recíprocamente.

Si observamos los muy diversos pueblos, culturas y civilizaciones que se han sucedido en el planeta, a lo largo de su historia, ¿qué podemos encontrar de más humano que la sed de verdad, el anhelo a la felicidad, la necesidad de justicia y el deseo de amor que se anidan, indestructibles e inextinguibles, en el corazón de toda persona? La humanidad está mancomunada por una experiencia fundamental, un conjunto original de evidencias, deseos y exigencias constitutivas de nuestro corazón, es decir, de nuestra razón y afectividad. No nos ponemos en contacto con la realidad a modo de tabula rasa. Cada uno de nosotros trae y lleva consigo una dote, constituida por los recursos comunes de la naturaleza humana con los que podemos relacionarnos con toda la realidad que nos rodea. La naturaleza misma nos introduce al conocimiento de nosotros mismos, de los otros, de la historia, de las cosas, proporcionándonos, como instrumento universal de comparación y discernimiento, la misma energía que cada madre transmite de la misma manera a sus hijos. La exigencia de la verdad - o sea, del sentido de la vida y del significado total de la realidad -, la exigencia de la felicidad - o sea, de la plena realización de si mismo, de todas las propias potencialidades humanas -, la exigencia de la justicia - o sea, del respeto de la dignidad propia y común -, la exigencia del amor -, o sea, de la reciprocidad y gratuidad en la comunión -, constituyen la fisonomía fundamental, la energía profunda y la trama existencial con que los hombres de cada tiempo y lugar desarrollan la misma humanidad, afrontan seriamente la vida, se relacionan con los acontecimientos y custodian la esperanza.

Estos anhelos se transforman en preguntas inquietantes, en reales clamores que acompañan la condición humana en las circunstancias y travesías de la existencia. ¿De dónde vengo y adónde voy? ¿Cuál es el sentido último de la existencia? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Cuál es mi vocación, mi destino? ¿Y el de la humanidad entera? ¿Por qué el dolor, el sufrimiento, la muerte? ¿Cómo alcanzar la felicidad? ¿Verdaderamente merece la pena vivir? ¿Cuáles las razones para vivir, convivir, sufrir, luchar, amar, esperar? Es nuestra misma vida que queda interpelada con estas preguntas, con estos clamores. El corazón del hombre queda inquieto hasta que no encuentra respuestas verdaderamente satisfactorias. La razón, que es apertura a la realidad en la totalidad de sus factores, reclama el conocimiento del significado último y total, no se conforma con los silencios, las censuras y las distracciones, no admite fugas superficiales ni actitudes frustrantes de cinismo o resignación. El hombre ha sido creado para el infinito. Deseos y necesidades de su corazón no admiten confines pre-establecidos. Estamos en la búsqueda de la verdad completa, empezando por los continuos e insuprimibles "por qué" de nuestra infancia hasta las búsquedas científicas, las reflexiones metafísicas, la inteligencia de la fe. Sabemos que todo particular encuentra su significado a la luz de la totalidad, y esto empuja nuestra sed de verdad hasta el fondo, a la raíz de la totalidad de lo real. Quisiéramos ser plenamente felices, y no aceptamos que la felicidad se reduzca a una experiencia pasajera, ofuscada e interrumpida, si no frustrada, por el dolor, el sufrimiento y los fracasos. Nos rebelamos a las injusticias padecidas por las personas, los grupos sociales y pueblos, oprimidos, expropiados y excluidos de los bienes destinados a todos, a comenzar por el bien de la misma vida y la dignidad humana. Quisiéramos construir definitivamente un mundo en que reine la justicia, donde las espadas sean transformadas en arados y se acaben guerras, tiranías y esclavitudes. Quisiéramos amar y sobre todo ser amados, con un amor que abrace toda nuestra humanidad, capaz de superar todo límite, más fuerte que la muerte, un amor sin fin, total, para siempre. "Es este nuestro grito - exclamó el Siervo de Dios Juan Pablo II en su último viaje en América Latina, en el basílica-santuario de Nuestro Señora de Guadalupe, el 23 de enero de 1999 - una vida digna para todos! ".

Cuanto más estos deseos, estas preguntas, palpitan en el corazón, cuanto más es advertido su ímpetu y alcance totalizantes, cuanto más arde la necesidad y se levanta el grito que exige respuestas totales a estos anhelos, más se sufre por la impotencia y la alienación humanas, por la incapacidad de alcanzar por los propios medios una completa satisfacción. No logramos alcanzar toda la verdad, toda la justicia y todo el amor que naturalmente, íntimamente, infinitamente anhelamos, sólo con nuestras fuerzas limitadas, desordenadas, finitas. Hacemos el mal que no queremos y no el bien que queremos, Caín sigue siendo el asesino de su hermano, queda un desorden interior, profundo, que ningún cambio de estructuras logra sanar, mientras la muerte inexorablemente devora los grandes deseos e ideales que todo nuestro ser alimenta y reclama. Seria innatural, irracional, inicuo, que los deseos y las necesidades que constituyen nuestro ser fueran condenadas a ser frustradas. ¡La vida no es - no puede ser - una "pasión inútil"!, como dijo Jean-Paul Sartre. No puede estar condenada a acabar en la nada. Los anhelos del corazón humano no pueden ser considerados arbitrarios: apuntan a un más allá, reclaman un más allá. Nuestro corazón tiene una exigencia última, imperiosa, de verdad y felicidad, de justicia y amor, que exige de ser cumplida. La esperanza es la estructura misma de la naturaleza humana, la esencia del alma; la vida es una promesa que espera y suplica su realización.

Solamente "la hipótesis-Dios", sólo la afirmación del Misterio como realidad que transciende nuestras capacidades puramente humanas, corresponde a la estructura original del hombre. Es el mismo Dios que ha puesto este anhelo en el corazón del hombre, creándolo a su imagen y semejanza, quien viene al encuentro al hombre en la historia para donarle la promesa cierta de su plena realización. El diálogo de Dios con el corazón del hombre ha tenido su cumbre: el Misterio que todo ha creado, en el que todo consiste y existe, el Dios buscado y siempre deseado por el hombre, por sus culturas y religiones, el Misterio al que el hombre ha dirigido la imaginación, la razón y la oración, se ha hecho hombre irrumpiendo en la historia, en un tiempo y un lugar determinados, en un momento decisivo para la vida del mundo, de todo el universo. Él revela el verdadero rostro de Dios, y con ello el rostro del destino del hombre, el significado último de nuestro ser. Confesamos y experimentamos que Jesús Cristo es el Verbo de Dios encarnado, la realización del amor misericordioso y redentor, la presencia irrevocable de Dios entre nosotros; es el camino, la verdad y la vida, respuesta totalmente correspondiente y satisfactoria, ¡sobreabundante!, a los deseos y las necesidades del corazón humano.

En el corazón del hombre existe un inextinguible deseo de infinito… sólo el Dios que se ha hecho hombre para romper nuestra finitud y conducirnos hacia su dimensión infinita puede satisfacer verdaderamente las exigencias de nuestra naturaleza. El texto más frecuente en el Magisterio del Siervo de Dios Juan Pablo II es el párrafo 22 de Gaudium et Spes: "En realidad sólo en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre". El Dios hecho hombre, el "nuevo Adán", "el hombre perfecto" «revela plenamente el hombre a él mismo y le manifiesta su altísima vocación». Por lo tanto - S.S Benedicto XVI concluye en la homilía inaugural de su pontificado - "quien permite a Cristo entrar en la propia vida, no pierde nada, nada - absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande. […] Sólo en esta amistad realmente se abren las grandes potencialidades de la condición humana. […] Él no quita nada, y lo dona todo. Quien se dona a Él, recibe el céntuplo". Y la vida eterna.

Esperanzas actuales en América Latina

Y ahora volvemos a nuestra historia.... ¿Cuáles son las esperanzas seculares, terrenas, hoy en América Latina?

Son señales de esperanza las tres décadas que han visto la duración de procesos de democratización en casi toda América Latina, procesos muy importantes en cuánto tienden a dejar atrás tiempos de inestabilidad y "golpes de Estado", la terrible dialéctica entre violencia insurreccional y represión liberticida, las prácticas aberrantes de asesinatos políticos, "desapariciones" y torturas. Se trata de una esperanza que hace falta proteger y cultivar. Ella seguirá siendo tal si se basa en el respeto de los derechos naturales y de las libertades fundamentales de las personas y de los pueblos: la libertas ecclesiae, que está al origen de las libertades, solidaria con ellas, es un criterio sensible para medir y asegurar este respeto. Crecerá esta esperanza si se logra dar seria continuidad y credibilidad a las instituciones del poder público, si se rompe el círculo de sistemas de poder y luchas políticas auto-referenciales, si no se recae en la esclavitud de las idolatrías del poder y sus tendencias autocráticas, si se sabe combatir la corrupción y garantizar un auténtico orden público y seguridad ciudadana. Se reforzará, esta esperanza, si animada por una vasta inclusión y participación popular en la vida pública, movida por valores e ideales radicados y presentes en la tradición cristiana de nuestros pueblos. Hay necesidad de auténticas democracias que se muestren realmente capaces de afrontar la complejidad y la dramaticidad de los problemas y los desafíos sociales, yendo más allá de la persistente lucha entre facciones y las obsesivas contraposiciones, acusaciones y descalificaciones, las exasperaciones tendencialmente violentas, sabiendo hacer confluir vastas convergencias populares y nacionales hacia grandes objetivos de reconstrucción, desarrollo y justicia social. Para ello es necesario educar, difundir y movilizar energías de laboriosidad y empresarialidad, la creatividad, el sacrificio y la solidaridad de las personas, las familias y muchos sectores sociales y asociaciones civiles en esta tarea. Es fundamental, para custodiar y cultivar esta esperanza, la guía de los tres principios básicos de la doctrina social de la Iglesia: la dignidad de la persona humana, la subsidiariedad y la solidaridad. Actualmente en América Latina hay modelos virtuosos para esta esperanza y muchas amenazas.

Otro horizonte de esperanza ha sido abierto por el hecho de que los países latinoamericanos están viviendo una larga ola de crecimiento económico, gracias sobre todo a los altos precios de los productos agrio-comestibles, minerales y energéticos. ¿Pero será posible también imprimir un crecimiento auto-sustentable en coyunturas que se presentan menos favorables y más críticas, ante los temblores difundidos por el actual terremoto financiero y el clima de recesión que se respira en Estados Unidos y en la Europa occidental? ¿En qué medida se están efectivamente reinvirtiendo las riquezas conseguidas a nivel tecnológico, productivo, educativo, en políticas de equidad social? En tiempos de “vacas flacas” se podrán valorar adecuadamente cuáles son las políticas virtuosas, que soportan el choque de estas coyunturas críticas, y cuáles, en cambio, las políticas que llevan a nuevas situaciones de inestabilidad y depresión.

También es señal de esperanza el hecho de que muchos sectores populares hasta ayer excluidos del mercado y de la cosa pública ya no son más "marginales", resignados y silenciosos, e irrumpen en la escena de las naciones, con una carga que es al mismo tiempo de humillación, exasperación y esperanza de vida mejor. Especialmente las comunidades y los movimientos indígenas se movilizan convirtiéndose en protagonistas. Bienvenida la valorización de "todas las sangres" – como dice el título del conocido libro del peruano como José M. Arguedas - y que se reconozca la debida dignidad y justicia a los que han sido los más humillados y explotados. La dramática cuestión indígena es una cuestión nacional, de tierra y de cultura, en una patria común, sin exclusiones. No sirven, en cambio, las presuntas actualizaciones, anacronísticas y míticas, de las civilizaciones pre-colombinas, las apologías del neolítico, las meras reservas para los indígenas, la reanudación artificial y absurda de cosmogonías religiosas, el regreso de brujos y chamanes, el “indigenismo” anti-católico de ideólogos confusos o deshonestos que no saben más que pretender reactualizar la "leyenda negra" y dejar a los indígenas en la confusión, agitación y manipulación. No sirven tampoco las formas de disgregación de la unidad nacional y latinoamericana a partir de forzadas contraposiciones étnicas. "No somos (…) una suma de pueblos y etnias que se yuxtaponen", reafirman los Obispos latinoamericanos en el documento de su V Conferencia General en Aparecida ( n. 525 ). Incluso los que llamamos "indígenas" son en su inmensa mayoría étnica y culturalmente mestizos, aunque marginados. La cuestión verdadera es ayudar estos sectores populares a convertirse en conciudadanos, a la altura y ante las exigencias del siglo XXI, protagonistas de la construcción de las naciones, promoviendo su educación, formación y condiciones de vida que los hagan capaces de dialogar con el tremendo poder de la cultura y del trabajo de nuestro tiempo. Aquí reside el quid de una auténtica esperanza de rescate.

Una esperanza viva desde los tiempos de los "Libertadores", que se renueva periódicamente con muchos rostros y formas históricas en la vida de los países latinoamericanos, es la de la construcción de una "patria grande", de una gran nación capaz de incluir toda la variedad y la riqueza de pueblos hermanos, en el subcontinente que más que otros puede contar con factores de unificación. Benedicto XVI ha intuido claramente esta vocación original, recordando a los representantes diplomáticos de la Santa Sede en los países latinoamericanos, las palabras que Juan Pablo II pronunció durante la inauguración de la IV Conferencia de Santo Domingo, 12.X.92, cuando habló de "pueblos definitivamente unidos en el camino de la historia de la misma geografía, fe cristiana, lengua y cultura". Su proceso de integración parece fundamental para afrontar los desafíos del desarrollo y de la inserción "en la dinámica mundial condicionada cada vez más de los efectos de la globalización" (ibid). "Una y plural, América Latina es la casa común, la gran patria de hermanos (…) ", aunque fragmentada por profundas desigualdades. "Es la "Patria grande" de que han hablado "Puebla" y "Santo Domingo"; y la "V Conferencia expresa su firme voluntad de continuar con este empeño", ( cfr. Documento de Aparecida, nn. 525-526-527 ). Concretamente, los Obispos en Aparecida también ponen a la luz "en los últimos veinte años mejorías significativas y prometedoras en los procesos y en los sistemas de integración de nuestros países. Las relaciones económicas y políticas se han intensificado. Hay una nueva y más estrecha comunicación y solidaridad entre el Brasil y los países hispanoamericanos y caribeños". A pesar de eso, hay graves bloqueos que detienen estos procesos". El documento cita la fragilidad y la ambigüedad de "una mera integración comercial" y su reducción a cuestión atinente sólo de “cúpulas políticas y "económicas", sin que se pongan raíces en la vida y en la participación de los pueblos. Sobre todo se pone de manifiesto que "a pesar que abunde el lenguaje político sobre la integración, la dialéctica de contraposición prevale sobre el dinamismo de solidaridad y amistad". Alimentar las convergencias políticas y la creación de adecuadas instituciones regionales, intensificar y articular en cadenas productivas y comerciales una cada vez mayor cooperación económica, promover organismos bancarios y financieros comunes, construir redes de comunicación física, energética y mediática, desarrollar los intercambios educativos y culturales, promover movimientos y obras de solidaridad social, con el objetivo de la edificación de una unión suramericana, en el horizonte de la " grande patria " latinoamericana, es un camino de esperanza en el presente y por el futuro común. De este proceso no pueden ser símbolos comunes los de las antiguas civilizaciones indígenas (que nunca han tenido una conciencia común y, además, en la actualidad los así llamados indígenas no llegan a ser el 10% de la población latinoamericana), sino que lo son ciertamente Nuestra Señora de Guadalupe, el Cristo de las Andes y el Sagrado Corazón del Corcovado.

Hay quienes ven en la construcción del "socialismo del siglo XXI" en América Latina un camino de esperanza. Es algo que debe ser sometido a ulteriores aclaraciones y que abre a serio debate. No es suficiente confundir el "socialismo" con la concentración del poder político y con una dinámica de estatalización. Se corre el riesgo que se convierta en retórica ideológica, ilusoria y peligrosa, si no está basada, por una parte, en la ardua tarea de un balance de las miserias y devastaciones provocadas por las experiencias históricas del "socialismo real", que incluya necesariamente una crítica radical de los paradigmas ideológicos de un marxismo-leninismo que ha perdido cada vez más fuerza persuasiva, atractiva y propulsora; y, por otra, en el balance también de la socialdemocracia, empantanada actualmente en un pragmatismo confuso y remodelada por el hedonismo y relativismo que prevalecen en la sociedad del consumo y del espectáculo. Queda el arduo emprendimiento, teórico y práctico, de prospectar y abrir caminos realistas, audaces y originales de desarrollo para el bien común de los pueblos latinoamericanos, más allá del anacronismo y las miserias de un neo-liberalismo salvaje y un socialismo liberticida.

El fundamento, la fuente y el horizonte de toda auténtica esperanza

La promoción de un crecimiento económico persistente y auto-sustentado, la incorporación tecnológica y la modernización de los sectores productivos de relevante valor agregado, la elevación de los niveles educativos en cantidad y calidad humana, la reconstrucción del tejido familiar y social, la gradual superación de las desigualdades, el dinamismo participativo y los cimientos ideales de una auténtica democracia, la construcción de un Estado que no sea ineficiente y sofocante y de una difundida actividad empresarial en un mercado que sea inclusivo y no excluyente, los caminos hacia un mercado común y una confederación suramericana y latinoamericana … son grandes y exigentes tareas históricas que solicitan serena inteligencia, firme determinación, audacia y paciencia, así como una inquebrantable esperanza. Requieren sobre todo un crecimiento en humanidad de las personas y los pueblos.

¡Sólo un amor más grande de nuestras medidas humanas es revolucionario y abre verdaderos horizontes de esperanza, no limitados a la esperanza - afirma el Papa en la Spe Salvi ( cfr. n. 35 ) - que las autoridades políticas y económicas pueden ofrecer […]. “Sólo la gran esperanza-certeza que, a pesar de todos los fracasos, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor, gracias al cual, en él tienen un sentido y una esperanza, sólo una esperanza así puede dar el ánimo de trabajar, continuar" y siempre recomenzar ( cfr. n. 35 y ss. ) "Es éste el tesoro inestimable del que es rico el continente latino-americano, aquí esta su patrimonio más precioso (…). Ésta es vuestra fuerza, que vence al mundo - ha afirmado el Papa en su homilía en Aparecida -, la alegría que nada ni nadie les podrá quitar, la paz que Cristo les ha conquistado con su cruz! Es ésta la fe que ha hecho de América el “continente de la esperanza”. No una ideología política, no un movimiento social, no un sistema económico; es la fe en Dios amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesús Cristo, el auténtico fundamento de esta esperanza […] ".

No hay mejor servicio a la esperanza que el de la misión evangelizadora de la Iglesia. El documento conclusivo de la V Conferencia General del episcopado latinoamericano en Aparecida ilustra y propone luminosamente las razones y los caminos de esta esperanza en misión. En la misión está en juego el destino de las personas y las naciones. No hay construcción realmente humana - construcción de la persona y de la sociedad - si Cristo no es reconocido como la "piedra angular". Cristo nos da todo y no nos quita nada - como ha dicho en la primera homilía de su pontificado S.S Benedicto XVI (24.IV.2005) - de lo que hace la vida libre, bella y grande, de lo que es auténticamente verdadero y bueno para la vida de las personas, los pueblos y las naciones. "Sólo de Dios - dijo Benedicto XVI en Verona (19.X.2006) - puede venir el cambio decisivo del mundo" y la inauguración de un mundo nuevo, que penetra continuamente nuestro mundo, lo transforma y lo atrae a Él. Es la "revolución" del amor, a la que el Papa llamó a los jóvenes en Colonia, en Alemania, más fuerte que todo límite y opresión, victoria sobre la muerte, (21.VIII.2005; cfr. Spe salvi, nn. 35 e ss).

Si se es consciente que más del 80% de los latinoamericanos están bautizados en la Iglesia católica, porcentaje que es más del 40% de los católicos a nivel mundial, se puede afirmar que, a pesar de todos nuestros límites, nuestras incoherencias y miserias, el destino de los pueblos latinoamericanos y la misión de la Iglesia católica están estrechamente entrelazadas, al menos por las próximas décadas del siglo XXI. Si cae en reflujo la tradición católica, si no se procede a un intenso trabajo de educación de la fe para convertir los bautizados en auténticos discípulos y testigos de Cristo, si no se gastan realmente energías misioneras por una "nueva evangelización" a largo y anche del continente, si esta tradición católica no se convierte en alma, inteligencia, fuerza propulsora y horizonte de desarrollo, de mayor justicia y hermandad, de crecimiento en humanidad, nuestros pueblos sufrirán y perderán su mayor riqueza. Y si nuestros pueblos quedan dependientes de los ciclos periódicos de exaltaciones utópicas y depresiones críticas, de idolatrías y mesianismos temporales que engendran nuevas esclavitudes, de crecimientos económicos que arrastran desigualdades intolerables, de retraso y marginalidad en el contexto mundial, sufrirá la catolicidad. En Dios está nuestra esperanza, muchas veces contra toda esperanza.

Prof. Dr. Guzmán Carriquiry


Comentarios al autor: vati123@laity.va
 

 

 









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