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¿Hay límites y derechos en el periodismo moderno?
El periodista católico se encuentra en un lugar privilegiado para defender y promover los valores humanos y cristianos


Por: P. Miguel Ángel Fuentes, V.E. |



¿Cuáles son los derechos y los límites del periodismo moderno? ¿Qué responsabilidad les compete cuando tergiversan la verdad o divulgan verdades ocultas? ¿Es pecado el “sensacionalismo” periodístico? ¿Cómo deben reparar el mal realizado?


La misión informativa, para poder cumplir su importante tarea, debe responder a las exigencias propias de su naturaleza. Se trata de exigencias de veracidad, prudencia y caridad. Cuando falta el respeto a alguna de estas virtudes el periodismo atenta contra el bien común, además de lesionar el bien privado de aquellos directamente damnificados.

La veracidad ante todo, puesto que se trata de un servicio a la verdad. El periodismo peca contra la veracidad cuando presenta noticias falsas, cuando exagera la magnitud de los hechos o cuando, por el contrario, los presenta parcializados, recortados (manifestándolos, pues, sin rigor de verdad). Cuando la información contiene datos falsos o inducen a error sobre la fama u honestidad de alguna persona, se torna calumniosa, y es un pecado gravísimo por la magnitud y extensión que alcanza la información en nuestros días. Pecan contra el octavo mandamiento que dice: “no levantarás falso testimonio contra tu prójimo” (Ex 20,16). El libro de los Proverbios menciona entre “las seis cosas que odia Yavé”: “...la lengua mentirosa,... el testigo falso que profiere mentira,... y quien siembra discordias entre hermanos” (Prov 6,16). Y el Eclesiástico afirma: “maldito el charlatán y de doble lengua, pues ha perdido a muchos que vivían en paz... Muchos han caído a filo de espada, mas no tantos como cayeron por la lengua” (Eclo 28,13.18). Jesucristo afirmó que la mentira es una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo... porque no hay verdad en él; cuando dice mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44).

Se torna, así, en un poder destructivo, sembrador de discordias, un poder que socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales y es, muchas veces, causa de desesperación por parte de los inocentes que no pueden defenderse con la misma eficacia con que son atacados. El periodista es responsable de sus actos tanto si divulga falsa información conociendo su falsedad, cuanto si divulga información injuriosa sin la certeza de su veracidad. No puede, para ello, justificarse diciendo que simplemente “recoge el testimonio de fuentes autorizadas (?)”, o “se hace eco de opiniones difundidas”, o remitiendo la responsabilidad “al autor de las declaraciones”.

La divulgación (es decir, el hecho de que tal noticia se divulgue) es obra y responsabilidad del que la transmite; un viejo dicho dice: “es ladrón no sólo el que roba sino también el que le tiene la bolsa para que eche en ella las cosas robadas”. Las obligaciones que recaen sobre quien obra de dicho modo son las propias de toda reparación en justicia, y tal reparación no se limita a la difusión de la verdad contraria a la calumnia sino a la reparación de los daños causados por ella aunque sólo hayan sido previstos (no intentados directamente) o previsibles (no previstos de hecho pero de tal naturaleza que toda persona del oficio debería haberlos previsto); y estos, generalmente, no se limitan a la pérdida de la fama, sino que pueden ir más lejos afectando a una persona en sus relaciones laborales, en su posición económica, etc.

A veces, la responsabilidad pueden alcanzar dimensiones terribles; baste recordar el clamoroso caso del ministro de trabajo del Gobierno francés, Robert Boulin, quien se quitó la vida el 29 de noviembre de 1979, al no poder soportar las difamaciones sobre su persona divulgadas despiadadamente por la prensa francesa.

¿Qué decir cuando la noticia divulgada es verdadera pero perjudicial para la reputación de alguna persona? Es cierto que no se trata de una calumnia. De todos modos, se han de distinguir dos casos diversos:

a) Cuando la persona es pública (político, ecónomo, profesor, artista, etc.) y las faltas en cuestión pueden tener incidencia en su función pública, puede ser lícito el descubrimiento de las mismas, si se trata de evitar a otros un daño relativamente importante. Es condición necesaria para esto que falte el animus damnificandi, es decir, que no se haga con intención de perjudicar a la persona comprometida por la información sino que, por el contrario, la intención se ordene a procurar el bien común, y la pérdida de la falsa fama sea tan sólo tolerada. Tal es el caso de la divulgación de faltas públicas o que afecten al orden público en aquellos personajes que pondrían en peligro el bien común (un profesor que profesase ideas corruptoras, un político con una vida escandalosa o con intenciones que afecten a los intereses de la patria, etc.). El hombre público (quien elige libremente tal función con las responsabilidades anejas) no se pertenece tan sólo a sí mismo, sino a la comunidad ante la cual decide asumir responsabilidades y, muchas veces, sobre la cual refulge como modelo. Es esta actuación, líbremente asumida o aceptada, la que impone sobre él graves deberes que no puede eludir.

En cambio, cuando se trata simplemente de poner en relieve la vida escandalosa de personajes famosos sin ningún juicio crítico o, peor aún, presentándolos paradigmáticamente (como se suele hacer con actores y actríces, cuando se muestra con bombos y platillos sus vidas y costumbres licenciosas), el daño causado a la sociedad es gravísimo: es ocasión de escándalo (es decir, de que muchos se aparten del buen obrar para seguir el ejemplo de los “arquetipos” fabricados por este tipo de prensa).

b) Cuando la persona es privada o se trata de faltas privadas de una persona pública (que, por tanto, no afectan ni podrían afectar al bien común), si bien no se trataría de una calumnia, sería una detracción, difamación o maledicencia, y atentaría, de todos modos, contra la justicia porque sigue en pie aquello de que el derecho al buen nombre no se elimina aunque esté fundado sobre una falsa fama, por lo menos mientras esto no redunde en perjuicio para otros.

Por tanto, como ya hemos dicho, cuando la fama de la que goza alguien no es verdadera, sólo puede ser quitada por una causa importante, justa y proporcionada. Otra razón se deriva del hecho que la información es, teóricamente, un servicio público y por tanto sólo debe afectar a cuestiones públicas. Cuando se ha privado a una persona de su buena fama sin que se den tales condiciones, sólo cabe reparar los daños causados.

Hasta aquí hemos hablado del respeto por la veracidad. Deben tenerse en cuenta también las razones de prudencia y caridad que deben guiar la divulgación de las noticias verdaderas. Lo cortés no quita lo valiente. Aún poniendo de manifiesto verdades dolorosas y necesarias deben guardarse las normas de caridad que demuestren que divulgando faltas ajenas no se ataca las personas sino el daño que ellas pueden ocasionar al bien común por la función que ocupan en la sociedad; y asimismo, los dictámenes de la prudencia a quien toca prever el momento y el modo adecuado para que el “remedio no sea peor que la enfermedad”.

Sería bueno recordar a todos los periodistas aquellas palabras de Juan XXIII: “Trabajando por la verdad, trabajaréis también por la fraternidad humana. Porque el error y la mentira es lo que divide a los hombres; la verdad los aproxima. Así, pues, escogiendo prudentemente y presentando objetivamente las noticias, cuidando de evitar lo más posible todo lo que alimenta las pasiones o la polémica agria y malévola, exaltando con preferencia los valores positivos, lo que es vida, generoso esfuerzo, deseo de perfeccionamiento, convergencias de esfuerzos hacia el bien común, es como se favorece la unión, la concordia, la verdadera paz”[2].


 


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Imagen: Tecnología 2000



[1] Apareció en Revista Diálogo nº 8.

[2] Juan XXIII, Discurso a la asociación de la Prensa extranjera en Italia, 24 de octubre de 1961. En “Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios”, Publicaciones de la Junta Nacional, Madrid 1967, Tomo II, p. 2335.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 







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