La Vida Consagrada como antídoto a nuestra sociedad tecno-líquida
Por: Germán Sánchez G | Fuente: Catholic.net
¿Es grave la situación en la que vivimos?
La vida consagrada, en estos casi cincuenta años de historia, después de la puesta en marcha de las orientaciones del Concilio Vaticano II, ha recorrido mucho camino. No podemos negar una gran historia de sacrificios en dónde se han dado historias grandes de mujeres y hombres que han dejado su vida por lograr que pasara una reforma, una situación novedosa en su propia congregación. Gracias a la voz de esos profetas que en algunas ocasiones fueron considerados poco menos que locos, hoy podemos contemplar un panorama muy esperanzador para la vida consagrada. Cuidado con caer en los extremos de un nocivo pesimismo que no nos deja ver las batallas libradas y los logros alcanzados, así como su polo opuesto que es un triunfalismo por lo demás también nocivo que no permite abrir los horizontes a las necesarias reformas que aún deben hacerse. Con este panorama equilibrado que nos permite adentrarnos en un análisis sereno y equilibrado de la vida consagrada, podemos utilizar la vida consagrada como un elemento seguro para contrarrestar los embates de nuestra sociedad tecno – líquida.
Mucho se ha hablado de las cualidades de esta sociedad tecno – líquida y no quiero pecar de prolijidad al querer plasmar en unas pocas líneas todo lo que significa esta nueva época en la que estamos viviendo. Quisiera solamente hacer mención a dos cualidades que me parecen importantes para captar la gravedad de los tiempos en los que estamos y que deben servirnos como una señal de alarma. Por un lado quiero referirme a la gravedad epocal a la que estamos asistiendo y por otro lado a su aspecto pernicioso semejante al de una dictadura.
Estas dos características, que inmediatamente después de esta advertencia pasaré a explicar, deben llevarnos a nosotros consagrados y consagrados a una actuación real y contundente. Quizás, y pido disculpas si tengo que empezar con un aspecto negativo al referirme a la vida consagrada, quizás por mucho oír esta señal de alarma nos hemos ya acostumbrado a perder de vista su gravedad. Cuando suena la señal de fuego en uno de esos edificios que ahora llaman inteligentes, se activan una serie de mecanismos automáticos para contrarrestar el incendio, atalajarlo y reducir al mínimo las consecuencias nefastas de una devastación total causada por el fuego. En primer lugar, a la mínima señal de humo extraño, los detectores se activan y ponen en marcha los rehiletes de agua que humedecen el ambiente en forma tal de evitar que el fuego se propague. Al mismo tiempo se llama automáticamente a la central de bomberos y, previa una constatación del siniestro se ponen en marcha hacia el edificio el cuerpo de bomberos más inmediato.
No hace falta pensar en el funcionamiento de los edificios inteligentes en el momento del inicio de un siniestro. Pensemos en nosotros mismos o en cualquier otra persona, cómo actuaría frente al espectáculo de ver un poco de humo salir de un cuarto en nuestras comunidades. Inmediatamente, y sin necesidad de un edificio inteligente, nuestras comunidades comienzan a actuar. Quien toca a la puerta para saber lo que sucede, quien llama a los bomberos, quien va por un balde de agua… Nadie permanece indiferente ante esta emergencia.
Tomando un incendio como ejemplo, lo podríamos aplicar a nuestro nuevo tipo de sociedad. Es una emergencia porque estamos viviendo un fenómeno que nunca antes se había dado y que puede poner en peligro no sólo la transmisión de la fe, sino el futuro del género humano. Y no estoy exagerando en ninguna de estas afirmaciones para las cuales he escogido palabra por palabra. Estamos delante de un cambio de época que pone en peligro la continuación del género humano como hasta ahora lo hemos concebido. Y no me refiero exclusivamente al hombre en cuanto a ente religioso, sino a hombre en cuanto naturaleza. No sólo a aquel ser religioso, sino a aquel ser que por naturaleza tiene como fin en la vida buscar a Dios, ser su criatura. Recordamos las palabras de Benedicto XVI en Venecia, al referirse simbólicamente a nuestra época como una sociedad líquida: “El hecho de que Venecia sea «ciudad de agua» hace pensar en un célebre sociólogo contemporáneo, que definió nuestra sociedad «líquida» y también la cultura europea: una cultura «líquida», para expresar su «fluidez», su poca estabilidad o, quizás, su falta de estabilidad, la volubilidad, la inconsistencia que a veces parece caracterizarla.”1 Es por tanto nuestra sociedad una sociedad caracterizada por la falta de capacidad de elegir, de tomar decisiones, dejándose llevar, como el agua, del fluir de la situación del momento.
Este dulce fluir o esta inactividad es de graves consecuencias no sólo para una para una sociedad, sino para el género humano en general. Y aquí vengo a explicar porque estamos delante de una verdadera emergencia. Intentaré en primero lugar calibrar en qué consiste esta sociedad líquida, para después explicar el porque es una emergencia.
La sociedad líquida, bajo mi punto de vista, es la suma de una serie de agregados que confluyen en un modo de vivir la vida, es decir, una cultura, una sociedad. Son agregados que se han dado a lo largo del tiempo y que vienen todos ahora a confluir en un solo receptáculo, éste de la sociedad líquida. Quizás el primero factor que dio inicio a toda esta cadena de elementos concatenados fue el Iluminismo. Antes de ese movimiento la vida era comprendida como un todo orgánico y armónico, en dónde Dios no sólo tenía su lugar, sino que tenía el primer lugar como origen y centro de toda la vida. Sintéticamente podemos afirmar que “la Ilustración es el tránsito al laicismo, al indiferentismo y al naturalismo. El orden sobrenatural nos les interesa en nada a los hombres de la Ilustración; quieren progresar y no piensan renunciar al mundo, sino en usarlo, disfrutar de él, someterlo con su inteligencia y su trabajo.”2 Las consecuencias son terribles no sólo para la Iglesia, sino para la visión del hombre moderno. Dios ya no tiene nada que ver con el hombre. Este, puede gobernarse a su libre albedrío, sin hacer caso de Él, tan sólo apoyado en su propia razón. Benedicto XVI trazó las consecuencias en su viaje a Francia del año 2008: “Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.”3 Tenemos entonces el primer elemento del gran conglomerado que viene versado en la sociedad líquida: el haber desterrado a Dios de toda escena pública, dejándolo para la esfera privada, si en algo Dios todavía podía ser de utilidad al hombre moderno.
Otro grande hito de la historia lo tenemos en la así llamada revolución cultural de 1968, el famoso “68”. Una revuelta que comenzó con caracteres estudiantiles pero que vino a subvertir las bases de una ya cultura que comenzaba a tambalearse en sus cimientos. Cuando Europa sale de la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial, su alma, y no sólo sus calles y ciudades, se encuentra destrozada. Pío XII junto con sus colaboradores en la Curia romana y otros pensadores y hombres de estado se dieron a la tarea de reconstruir el tejido social de esa Europa lacerada por la guerra. Resultado de ella fue el florecimiento de iniciativas cristianas de gran envergadura. Pero al pasar la estafeta de la historia a la siguiente generación, Europa se enfrenta a una nueve corriente cultural, caracterizada por el cinismo y el existencialismo de Jean Paul Sartre. Una corriente filosófica de pensamiento que lleva a la nada como punto central en la vida. Todo se cuestionaba, nada se proponía. No había metas claras, Lo único era una propuesta de romper con el pasado, pero sin proponer nada para el futuro. En esta concepción de la vida se mezclaba el existencialismo filosófico y el materialismo histórico, esperando que por sí sólo, el devenir histórico diera el rumbo y el fin a la sociedad y al hombre. Al menos dos generaciones se han formado en este indiferentismo sobre los principios y los valores que antaño construyeron una sociedad rica en propuestas de vida. Tenemos entonces el tercer elemento, el indiferentismo que desemboca en el caudal de la sociedad líquida.
Por último y como factor aglutinante de los dos anteriores, tenemos la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Un muro que no sólo dividió a una ciudad por 29 años, sino dos bloques enteros del mundo. A la caída de este muro se pensaba que los pueblos detrás de la Cortina de Hierro, regresarían en masa a la religión. El desencanto fue total al darse cuenta que más bien estos pueblos que habían vivido sometidos al comunismo abrazaban el materialismo. Este es el tercer elemento que encontramos en nuestra sociedad líquida: el materialismo o la técnica, o más bien, el materialismo y la técnica como sustitutos de la felicidad.
Con estos tres elementos, el olvido de Dios, el olvido de los principios y el olvido de la verdadera felicidad, formamos la sociedad líquida que bien puede ser descrita y caracterizada en una sola palabra: el relativismo. De nuevo Benedicto XVI nos da las claves para comprender este elemento que caracteriza a nuestra sociedad líquida: “Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo". (…)Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo".”4
Podemos entonces sacar como conclusión que esta forma de vivir deja al hombre a su propio albedrío, a su propio gusto. Además de ser un hombre líquido que no tiene consistencia en sí mismo es un hombre camaleón, que cambia de colores según la ocasión. En este caso, cambia su forma de vida, su forma de ser según sus pasiones, sus gustos, la moda. Lo que hoy es, mañana no se sabe si será. Una muy buena descripción de esta sociedad líquida nos la dio Juan Pablo II cuando esbozó los signos de la cultura europea post-moderna, pero que bien podemos aplicar ya a nuestra sociedad contemporánea: el oscurecimiento de la esperanza, la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, el miedo en afrontar el futuro, la fragmentación de la existencia, el decaimiento creciente de la solidariedad y por último, un intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo5.
Podemos entonces comprobar la gravedad de esta situación por dos motivos, por la forma de vida que propone esta sociedad líquida y por la forma en que impone este estilo de vida, que muchos han llamado ya, una dictadura. Analicemos en primer lugar el estilo de vida que propone la sociedad líquida.
Estamos delante de una emergencia porque el estilo de vida que propone la sociedad líquida atenta al futuro del género humano. Tal parecería que esta afirmación pecara de exceso o sólo buscara crear efectos retóricos para enganchar al lector a continuar la lectura. Sin embargo no son ni efectos retóricos ni recursos dramáticos. Tomemos aquellas palabras del salmo 19 que dicen. “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos; un día transmite al otro este mensaje y las noches se van dando la noticia.” (Sal. 19, 2 – 3). Además de la belleza poética que esconde estas frases, encierran una verdad que asegura la sobrevivencia del género humano. Hemos de tomar en cuenta que al decir sobrevivencia del género humano no nos referimos meramente a la transmisión biológica de la naturaleza humana. Cumpliendo las leyes que se encuentran en dicha naturaleza, la prolongación del género humanos estás asegurada. Pero el hombre no es biología, el hombre es también psiche y es también espíritu, componentes esenciales e indisolubles de todo hombre. Por la naturaleza humana el hombre recibe no solamente una estructura física y mental, sino también ciertas instituciones que salvaguardan al género humano. Ser hombre es no solamente estar dotado de atributos físicos o dotaciones mentales, sino también el poder participar de algunas instituciones sociales que le vienen por naturaleza para salvaguardar su continuidad a través del tiempo. No nos referimos a instituciones de carácter divino, sino a instituciones de derecho natural que aseguran al hombre un cierto ámbito que le permite desarrollarse como hombre.
Por ello cuando el salmista afirma “El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos”, además de leer los prodigios naturales contenidos en las realidades como el firmamento bien podemos saber que el cielo proclama la maravilla que es el hombre, gloria de Dios. Para ello, el hombre debe observar los mandatos del Señor, lo que él ha establecido desde el inicio de los siglos: “Los preceptos del Señor son rectos, alegran el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos. La palabra del Señor es pura, permanece para siempre; los juicios del Señor son la verdad, enteramente justos. Son más atrayentes que el oro, que el oro más fino; más dulces que la miel, más que el jugo del panal. También a mi me instruyen: observarlos es muy provechoso”. (Sal. 19, 9 – 12). Dichos preceptos no son meramente preceptos, sino preceptos naturales, semejantes a las maravillas de los cielos y del firmamento.
La ley natural contiene todos los preceptos que hacen que la vida del hombre sea la vida de un ser con dicha naturaleza, diferente a la de una planta o un animal. En dicha ley natural se encuentran también circunscritas instituciones que ayudan a preservar al género humano, independientemente del credo o la religión que se profese. Instituciones de carácter humano como el matrimonio entre un hombre y una mujer, la familia, la protección de la vida desde el momento de su concepción hasta la muerte, el respeto a la ley. Son por tanto instituciones humanas de carácter natural que ayudan a perseverar el género humano.
La forma en que estas instituciones se preservan es a través de la transmisión generacional. “Un día transmite al otro este mensaje y las noches se van dando la noticia.” Una generación es la encargada de pasar el mensaje. No sólo en forma estructural, sino en forma vivencial. Quien ha vivido una vida feliz, amparado con estas instituciones, quiere asegurar que otros, los que vienen, gocen de la misma felicidad, o más si es posible, que él ha gozado. Por ello no duda en recomendar, en pasar el mensaje de generación en generación. Esto es lo que significa pasar el mensaje del día a la noche. La noticia es la vida feliz que se ha vivido gracias en parte a esas instituciones.
Pero hoy la sociedad líquida, que no admite la verdad, es incapaz de transmitir esta noticia, estas instituciones. Y no tanto porque las niegue, sino porque no las ha vivido. Asistimos al nacimiento de una cultura en la que el matrimonio se asemeja a un contrato formal para poder tener acceso a una fiesta, que a un verdadero acontecimiento vital para las personas que participan de dicha institución. Vemos la vida amenazada por el aborto y la eutanasia, proclamados como derechos inalienables de la persona. El matrimonio entre un hombre y una mujer que aseguraba la continuación del género humano, está en peligro de extinción cuando se le equipara a la unión de hombre con hombre y mujer con mujer. ¿Qué se puede obtener biológicamente hablando de dicha unión? La defensa de la integridad física de la infancia, tan necesaria para el desarrollo armónico de quienes serán los ciudadanos del mañana se ve ahora amenazada por grupos que favorecen la pederastia como la sentencia de absolución de castigo a uno de estos grupos recientemente otorgada en Holanda. Quien en las escuelas además de querer transmitir conocimientos busca dejar principios, valores, ideales, es tildado de fanático, de querer imponer una verdad propia verdad y ser intolerante con la verdad de otros.
Estas instituciones dan al género humano la garantía de una cierta continuidad como género humano. Sin ellas, el hombre volvería quizás a la edad de piedra en dónde tendría nuevamente que buscar ciertas seguridades para preservarse como naturaleza humana. Sin el matrimonio, la familia, la protección a la vida, una cierta solidariedad, la escuela formadora de hombres y no de máquinas que acumulan información, el género humano corre el riesgo de perder ciertas cualidades que lo definen como tal.
Si nadie transmite un valor, porque no lo ha vivido, un hombre sin raíces es botín del mejor postor. Es decir, está a merced de quien mejor le proponga un sustituto de felicidad. Y los ejemplos son muchos y muy recientes. Como por ejemplo las ideologías fascistas o comunistas del siglo pasado y la proliferación de sectas actualmente muy en boga. Ejemplos los tenemos también en las estructuras del poder, como una política que busca sólo el bien individual y no el bien común y encuentra presa fácil en aquellos que desconocen mínimamente sus derechos y sus obligaciones porque desconocen quiénes son ellos como hombres. O también, y quizás es el ejemplo más actual, nos encontramos con hombres que creen encontrar la felicidad en los bienes materiales o en el uso de la tecnología de punta, tan profusamente impulsada por los medios de comunicación social.
Nos encontramos por tanto ante un nuevo hombre, no ya más el homo sapiens, sino quizás el homo liquida, un hombre que dejando a un lado principios, valores ideales se lanzan a vivir en la vida no ya como viator, como peregrino a semejanza de nuestra analogía cristiana, sino como un vagabundo, errante, sin destino ni fin, con todas las consecuencias trágicas que trae para la persona y para la sociedad. Hoy los hombres y mujeres cambian de pareja como cambian de calcetines o de medias. Ironía difuminada en Occidente pero que puede quizás muy bien ilustrar nuestro mundo líquido.
Esta es por tanto el primer motivo de la gravedad de la situación. El hombre está en riesgo de perder su identidad como hombre. Pasemos a analizar el segundo motivo. Esta forma de pensamiento genera una nueva cultura. Hasta aquí no habría nada de grave, si bien la nueva cultura atenta contra el mismo genero humano. La verdadera gravedad es la forma en cómo asalta al hombre esta nueva cultura. De nuevo, la palabra asaltar no es meramente un giro retórico, sino un adjetivo que trata de especificar la gravedad en este caso, de la forma en que se presenta esta cultura líquida.
En todos los tiempos y épocas siempre se han dado cambios estructurales y coyunturales que de alguna forma transforman las sociedades y las culturas. Pensemos por ejemplo al cambio estructural que originó en las culturas de aquellas épocas la invención del papel, de la rueda, de la imprenta, de la máquina de vapor. Dichos cambios se proponían al hombre y éste los asimilaba a su forma de vivir y paulatinamente a su forma de ser. Estos cambios, en cierta manera, respetaban la libertad del hombre. Pero con el relativismo, sucede un fenómeno distinto. No respeta la libertad del hombre. Impone su modo de pensar, como una dictadura. Así lo definió el entonces Cardenal Joseph Ratzinger en la homilía que tuvo en la misa para el inicio del Cónclave en el que resultó elegido como Sumo Pontífice: “Tener una fe clara según el Credo de la Iglesia viene muchas veces etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, el dejarse llevar “de aquí para allá por cualquier viento de doctrina”, aparece como la única forma adecuada a los tiempos actuales. Se constituye entonces una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus deseos”.6
De las seis definiciones que nos da el Diccionario de la Real Academia Española (22ª edición), he elegido la siguiente para ilustra mi punto de vista: “Gobierno que en un país impone su autoridad violando la legislación anteriormente vigente”. Es decir, que una dictadura no respeta el estado de derecho, es decir, impone su autoridad saltando las libertades de los individuos. Esta es la forma en que la sociedad líquida ha venido imponiendo su forma de pensar, su forma de ver y de vivir la vida, sin respeto a la libertad de las personas. Quien hoy en día se atreve a ir en contra de lo que impone el relativismo es tachado de intolerante, anticuado, retrógrado, enemigo de la humanidad.
En una dictadura se dan ciertos elementos de autoritarismo que bien podemos encontrar en los tiempos que vivimos. “Algunos elementos tradicionales del autoritarismo incluye los siguientes aspectos: una tendencia hacia la jerarquía; un impulso hacia el poder (y la riqueza); hostilidad, odio y prejuicio, juicios superficiales de gente y eventos; una escala de valores unilateral que favorece a quien está en el poder; interpretar dulzura como debilidad; una tendencia a usar a la gente y a ver a los otros como inferior; una tendencia hacia el sadismo – masoquismo; la incapacidad de estar plenamente satisfecho; paranoia”.7 Dichos elementos bien pueden ser aplicados al relativismo que no deja espacio a las personas para pensar, reflexionar o meditar. Todo en nuestro mundo se presenta a la velocidad digital. Toda respuesta debe ser inmediata sin condicionar ninguna actividad mental de reflexión o salutación. Todo debe someterse a la moda del momento, a la imposición del día, a lo que manda el último anuncio publicitario, el último cantante de moda, el político de éxito. Y es por tanto el tributo de la mente, de la reflexión la que debe pagar con altos costos el plegarse a lo que se quiere.
Por tanto el segundo motivo de la gravedad que estamos viviendo en la sociedad líquida es el ímpetu avasallador con el que arrolla a las conciencias de las personas, hasta adormecerlas, narcotizarlas quitarles su capacidad de reacción. Vivimos quizás la historia de aquella rana que, por ser animal de sangre caliente, puesta en un recipiente de agua bajo el fuego, alzando la temperatura lentamente, la rana es imperceptible al cambio y morirá quemada, nadando dulcemente en el agua hirviendo.
La vida consagrada no es ajena a esta sociedad líquida. Algunos de estos aspectos se han quizás ya introducidos en nuestra forma de vivir. Pero ahora es necesario reaccionar. Es conveniente que de alguna manera la vida consagrada se despierte de ese torpor8 en el que quizás se encuentra. Finalizo esta primera parte del artículo comentando las cualidades de este torpor.
Es un estado en dónde los reflejos se han hecho lentos, es decir, en dónde quizás la persona ha olvidado su capacidad de reaccionar al mal, a lo que va en contra del género humano, porque se ha acostumbrado a verlo tan frecuentemente, que piensa que es ya parte del paisaje ordinario de la vida.
A ello se une una disminución de su sensibilidad, no siente las situaciones de la sociedad líquida, como hechas a ellas, como hechas al cuerpo mística de Cristo. Cuando la forma de vivir nos aleja de la realidad, nuestra sensibilidad disminuye. Vivimos en nuestro mundo, preocupados por nuestras cosas, pequeñas o grandes, pensando que son las más importantes. Nos desconectamos de la realidad, de la cual nos hemos hechos completamente insensibles. No nos duele que muchas almas se pierdan por las consecuencias de la sociedad líquida. La invitación a la nueva evangelización tiene poca o nula repercusión en nosotros.
Muy unidas a estas características, se da el embotamiento de la mente que es la incapacidad de pensar en forma recta. La mente se encierra en un solo pensamiento, o en pocos pensamientos y de ahí que pierda su vigor característico para ser creativa en la solución de problemas.
Aprovechar los aspectos positivos de la sociedad tecnolíquida.
Quedarnos ante este espectáculo sería ser injustos con esta nueva sociedad. Si bien hemos constatado la emergencia de la situación, no por ello debemos ser alarmistas. Toda cultura tiene sus aspectos negativos y sus aspectos positivos. Una visión túnel que viera sólo los aspectos negativos sería tan nefasta como una visión errónea que es la de no ver los peligros de la sociedad tecnolíquida.
Esta nueva sociedad o cultura, por su misma evolución, nos presenta algunas características que requieren personas consagradas aptas para aprovecharlas y así dar una dirección evangelizadora. Algunas de esas situaciones han permanecido quizás escondidas por la rapidez con la que se mueve la época postmoderna pero que ahora somos capaces de identificar. Son puntos positivos para la labor evangelizadora y que de alguna manera se presentan muy adaptados a la vida consagrada. Seré sintético para no abundar en ellos, pues se presentan por sí mismos más que evidentes.
Una auténtica búsqueda de autenticidad en los afectos. Cuando ha iniciado la sociedad líquida, se presentaba fluida, sin tener agarraderas en dónde asirse. Los sentimientos, los afectos parecían lo único seguro, en una sociedad en la que el cambio era la orden del día. Por la misma fluidez estos sentimientos se presentan cambiantes, no estables. Sin embargo ahora nos damos cuentan cómo han erosionado la identidad del ser humano. Dejados al vaivén de la moda, ahora el hombre no sabe ya más quién es y lo que quiere en esta vida. Pero desde la profundidad de su ser está gritando por buscar si no una estabilidad en la vida, esto sería ya demasiado y aún no está preparado para ello, al ser consciente de los desastres creados en su identidad por seguir sin medida alguna y en forma desordenada cuantos sentimientos y afectos se presentan, pide por tanto la autenticidad de los afectos. Es una crítica al egoísmo exacerbado de nuestra época que sólo busca su propio interés sin buscar el de los demás. Es poner a prueba la autenticidad de las relaciones en un mundo demasiado ficticio en dónde las relaciones virtuales han dado paso a las relaciones reales, que sin embargo no han construido la felicidad verdadera en las personas.
Aquí, las personas consagradas tienen la palabra, especialmente con la vida fraterna en comunidad. Bien sabemos que la vida fraterna en comunidad, antes que una realidad sociológica, es un don de Dios.9 No se trata de olvidar las realidades humanas que conforman la vida fraterna en comunidad, se trata más bien de realzar el hecho de que como don de Dios, muchas de esas realidades nacen a partir de una visión de fe que da un cariz muy especial a esas relaciones. A partir de esa visión o cariz de fe es como las personas consagradas construyen sus relaciones en la comunidad, llegando a ser “expertos de la comunión”10. Las relaciones en una comunidad no son virtuales, sino reales, no se basan en el poder, sino en la justicia, el amor y la verdadera amistad. Nos buscan el interés propio, sino el interés común y muchas veces el interés del otro por encima del propio. Se busca aprovechar las relaciones fraternas para llevar a cabo un proyecto apostólico a favor del hombre. Todas estas características nos enseñan que estos hombres y mujeres consagrados pueden aprovechar muy bien la oportunidad que la sociedad tecnolíquida presenta, ya que ellos viven lo que la sociedad está pidiendo.
Reconocimiento de los otros para la convivencia. Atrapados en el egoísmo exasperado del que hablábamos en los renglones precedentes, ahora la sociedad postmoderna o tecnolíquida busca con afán una convivencia que permita el desarrollo de las personas. Las personas han olvidado a convivir, a perder el tiempo con el otro, a disfrutar el tiempo viendo crecer las relaciones individuales. Buscan recuperar el valor del otro que llama a una presencia como un don y no sólo como un objeto del que se puede aprovechar para un beneficio personal.
Ha llegado quizás el momento en que, paradójicamente se comienzan a dar cuenta lo necesario que son tener puntos fijos en una sociedad que los ha aborrecido, pero que sin los cuales no se puede seguir adelante. Si bien los conflictos bélicos son muestras de la falta del reconocimiento del otro como don, también las actuales crisis financieras y sobre todo políticas, están dejando al descubierto esta llaga que amenaza con llegar a un punto muerto o a la desaparición del género humano, como mencionábamos en el anterior capítulo.
Las personas consagradas enseñan o pueden enseñar al hombre tecnolíquido el valor de la persona humana por lo que es y no por lo que me produce en cualquier campo, ya sea afectivo, político, social o económico. Es aceptar al otro como lo que es y no como yo quisiera que fuere o por lo que me puede producir de beneficio. Nuevamente, la revisión de los puntos centrales de la vida fraterna en comunidad pueden ayudar al hombre tecnolíquido a salir de ese círculo vicioso al cual conlleva la apreciación del otro meramente como objeto de consumo. Visión que no trae nada de positivo para la supervivencia del género humano. Se llega nuevamente al aforismo del hombre como lobo del hombre (Thomas Hobbes).
El estilo del diálogo para habitar el mundo. Lo vemos con los jóvenes y con los no tan jóvenes. Se han vuelto experto en el diálogo cibernético. Habitan el mundo con un diálogo virtual del cual ya no saben prescindir. Basta analizar las estadísticas de las horas que pasan conectados al Internet, a las redes sociales. Si bien virtuales estas relaciones pueden ser el vehículo para re-iniciar la relación real, olvidada ya en muchas regiones del globo. La persona consagrada debe aprovechar aquellas pequeñas oportunidades en las que se dan las relaciones no virtuales, para demostrar que con esas relaciones se puede construir una vida más feliz y más estable que con las relaciones virtuales. Relaciones reales como las que se dan en los centros educativos, en las parroquias, en los momentos de distensión común. Saber retomar la práctica que tienen del diálogo virtual para volver a habitar el mundo del diálogo real. Las personas consagradas lo pueden enseñar, cuando ellas lo viven en sus comunidades y en sus lugares de apostolado.
Sed de espiritualidad y recorridos místicos. Curiosamente a lo que podría pensarse, y como una prueba de que el hombre tendrá siempre una sed del trascendente, producto de su naturaleza espiritual, la sociedad tecnolíquida siempre está en busca de nuevas realidades que de alguna manera puedan satisfacer esta necesidad del trascendente. Asistimos a una proliferación de sectas, de religiones self-made, de falsos profetas como llamó Benedicto XVI a Marcial Maciel11, debido quizás a la simbiosis de búsqueda por lo religioso y la debilidad psicológica por buscar lo perdurable, dejándose llevar por falsas esperanza o por resultados efímeros hechos a base del seguimiento de reglas infinitas y de prácticas pseudos-religiosas.
De nueva, la vida consagrada puede ofrecer a esta sociedad tecnolíquida un camino alternativo a tantas falsedades. Estableciendo las bases de una religión centrada en el trascendente, en el contacto personal con un Dios vivo y verdadero, se pueden aprovechar estas ansias de trascendente que tiene el habitante de la sociedad tecnolíquida, a condición que la persona consagrada sea un verdadero habitante del mundo espiritual y haya hecho, y continúe a hacer, la experiencia del espíritu. De lo contrario se podría convertir él mismo en un falso profeta o en un vendedor de técnicas espirituales. Es al encuentro personal con Dios al que debe de llevar la persona consagrada.
Vida consagrada, ¿nueva estrategia o nueva presencia? (Nuova profezia o nuova strategia)
Frente a estos males del mundo o a otros muchos que podemos resumir en la palabra relativismo o sociedad líquida, pero junto también con las oportunidades que nos presenta la sociedad tecnolíquida, nos viene a la mente la idea de recuperar terreno, de hacer algo, de salir de ese torpor que entenebrece nuestras mentes, debilita nuestras fuerzas y aniquila nuestras energías. Prontos a la lucha podemos pensar en nuevas estrategias.
Aquí está el error. Caeríamos nuevamente en lo que estamos combatiendo: un mundo hecho a base sólo del aspecto material, de eficiencia. Me viene a la mente la anécdota del Papa Francisco cuando era obispo auxiliar de Buenos Aires. Con poco tiempo a disposición para tomar el tren que lo debería llevar a dar unos ejercicios espirituales, pasa a hacer una visita a la Catedral, ante el Santísimo Sacramento. En el interior y ya con el tiempo más recortad se encuentra con un joven que debía estar enfermo mentalmente o medicado, le pide confesión. Mons. Bergoglio lo despacha diciendo que se siente y que espere a que llegue un sacerdote para que lo confiese. A punto de salir, le viene un gran remordimiento, retrocede y él mismo confiesa al joven. Llega a la estación del tren para darse cuenta que el tren está retrasado y lo toma sin ningún problema. Pero dejemos que él mismo nos cuenta la lección de este episodio: “Transitar la paciencia. ¿Qué quería decir con ese concepto? Por la velocidad con la que nos respondió, ya que casi no nos dejó terminar, y el énfasis
que puso, pudimos advertir que, sin saber, habíamos tocado un punto significativo para él. “Es un tema en el que caí en la cuenta con los años leyendo el libro de un autor italiano con un título muy sugestivo: Teología del "fallí mentó", o sea, teología del fracaso, donde se expone cómo Jesús entró en paciencia. En la experiencia del límite —añade—, en el diálogo con el límite, se fragua la paciencia. A veces la vida nos lleva, no a ‘hacer’, sino a ‘padecer’, soportando, sobrellevando (del griego
kypomoné) nuestras limitaciones y las de los demás. Transitar la paciencia —explica— es hacerse cargo de que lo que madura es el tiempo. Transitar la paciencia es dejar que el tiempo paute y amase nuestras vidas”.12
Por ello debemos cambiar registro, cambiar de estrategia. No son nuestras acciones las que van a cambiar el mundo. Eso sería entrar en el juego de la sociedad líquida, sería dejar que la mentalidad de la sociedad líquida, la mentalidad del eficientismo dirigiera nuestra vida, como muchas veces nos pasa en la vida consagrada. Tenemos grandes obras (cada vez más pequeñas a decir la verdad por falta de personal). Tenemos grandes proyectos (cada vez más costosos por falta de medios económicos). No, esa no es la forma adecuada de pensar.
Recuperar nuestra persona, nuestra identidad debe estar al centro de la verdadera estrategia (no me gusta ya usar más esta palabra) de lo que queremos hacer si es que queremos hacer algo para contrarrestar esta avalancha de la dictadura del relativismo.
Es en primer lugar contar con Dios, ni siquiera con nosotros mismos. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré? Cuando se alzaron contra mí los malvados para devorar mi carne, fueron ellos, mis adversarios y enemigos, los que tropezaron y cayeron. Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no temerá; aunque estalle una guerra contra mí, no perderé la confianza”. (Sal. 27, 1- 3). La confianza en Dios que todo lo puede debe ser la primer arma que recuperar en esta batalla que se nos presenta de dimensiones desequilibradas. Como David tenemos que persuadirnos que la fuerza nos viene de El. “David replicó al filisteo: «Tú avanzas contra mí armado de espada, lanza y jabalina, pero yo voy hacia ti en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de las huestes de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo el Señor te entregará en mis manos; yo te derrotaré, te cortaré la cabeza, y daré tu cadáver y los cadáveres del ejército filisteo a los pájaros del cielo y a los animales del campo. Así toda la tierra sabrá que hay un Dios para Israel. Y toda esta asamblea reconocerá que el Señor da la victoria sin espada ni lanza. Porque esta es una guerra del Señor, y él los entregará en nuestras manos»”.13 (1Sam. 17, 45 – 47).
Por tanto, las personas consagradas debemos recuperar nuestra identidad que no es sino el vivir con radicalidad nuestro seguimiento y semejanza con Cristo, a la manera que nuestro carisma nos ha enseñado. Recuperar por tanto la confianza en Dios, en nosotros mismos y en el apostolado, como nos recordaba Juan pablo II, al final de la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: “¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas”.14
Con esta confianza en Dios, la persona consagrada puede entonces recuperar su propia identidad. Una identidad que le viene de una especial presencia de Dios en sí misma. Y está presencia será esencial en la misión que le toca realizar.
Los males de nuestros tiempos que se decantan en la sociedad líquida, son manifestaciones diversas de una sola realidad, la de haber extirpado la presencia activa de Dios en el mundo. La forma de trabajo será la de vivir la presencia de Dios en un mundo que ha exportado Dios de este mundo. Y aquí las personas consagradas tienen un privilegio o una ventaja para vivir esa presencia de Dios en el mundo. Son personas que han recibido un carisma institucional, o un carisma colectivo de fundación, que en resumen, les permiten hacer una experiencia personal del espíritu, por lo que pueden vivir esa presencia de Dios en una forma muy particular. Presencia que de alguna forma debe dejarse ver en sus obras, palabras, acciones.
Me viene a la mente la comparación de la revolución feminista o mejor dicho del feminismo que el mundo líquido ha venido viviendo recientemente y del que ya está en vías de retorno o de asimilación. Allá por los años sesentas, cuando se comenzaba a dar la reivindicación de los derechos de la mujer, muchas feministas a ultranza pensaban que la única manera de equiparar a la mujer con el hombre, era precisamente proponer que la mujer hiciera las mismas cosas que el hombre. Fueron cayendo por tanto en una falacia, en una trampa. Si para lograr la igualación de los derechos, la mujer debe de ser mujer, entonces se pierde la identidad de la mujer y estamos ahora quizás peor de cuándo se empezó esa lucha por la equiparación de los derechos del hombre y de la mujer.
Algo semejante puede pasar con la vida consagrada y no me refiero sólo a la vida consagrada, también a los hombres consagrados. Con el impulso que recibió la vida consagrada en el Concilio Vaticano II, se pusieron en marcha muchos mecanismos e iniciativas para lograr el aggiornamento, la puesta en día de la vida consagrada. Algunos quisieron inserirse tanto en la vida del mundo, que terminaron por perder su propia identidad, como la mujer que por conseguir sus derechos renuncia a su propia feminidad, a su propio ser mujer. Así quizás pudo suceder con la vida consagrada. Quiso demostrar que estaba a la altura de los cambios del mundo, pero perdió su propia identidad, asemejándose en todo al mundo, haciendo lo que el mundo hace, dejando de hacer lo que a ella le debería de corresponder que era una identificación plena con Jesucristo a la manera que el carisma le habría indicado.
Una vez recuperada esta identidad, la vida consagrada está ya en posibilidad de dar una respuesta a la sociedad líquida. Valdría recordar en este espacio las palabras proféticas de Pablo VI sobre la recuperación de la propia identidad: “Queridos hijos e hijas en Cristo: la vida religiosa, para renovarse, debe adaptar sus formas accidentales a algunos cambios que atañen, con una rapidez y una amplitud crecientes, a las condiciones de toda existencia humana. Pero, ¿cómo llegar a eso, manteniendo las "formas estables de vida"15 reconocidas por la Iglesia, sino mediante una renovación de la auténtica e íntegra vocación de vuestros Institutos? Para un ser que vive, la adaptación a su ambiente no consiste en abandonar su verdadera identidad, sino más bien en robustecerse dentro de la vitalidad que le es propia. La profunda comprensión de las tendencias actuales y de las exigencias del mundo moderno debe hacer que vuestras fuentes broten con renovado vigor y frescura. Tal compromiso es exáltate en proporción a las dificultades”.16
Una renovada presencia en una sociedad sin consistencia.
Llegamos al final de nuestra exposición para dirigir una última palabra a la vida consagrada como antídoto a nuestra sociedad tecnolíquida.
Presencia de fantasma. Ya hemos dicho que más que estrategias debemos buscar nuevas presencias, comenzando de la propia. Me viene a la mente las palabras de Papa Francisco en la homilía de la misa crismal del 28 de marzo de 2013 en el que comenta cuál debe ser la identidad del sacerdote. Mutandis mutandi podemos tomar algunos de esos consejos para centrarnos en cuál debe ser la presencia renovada de la persona consagrada para esta sociedad sin consistencia.
El papa Francisco nos habla en primer lugar de salir de nosotros mismos. Quien se queda lamiéndose las propias heridas, lamentándose de la propia situación, nunca puede ser una presencia renovadora en la sociedad post-moderna. Lo he dicho varias veces y ahora lo repito: tal parece que la vida consagrada se ha convertido en un experto de los lamentos. Se lamenta de todo. Y este lamentarse origina un repliegue sobre sí mismo. “El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» –esto os pido: sed pastores con «olor a oveja», que eso se note–; en vez de ser pastores en medio al propio rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús.”17
El vivir replegado en los propios problemas genera una presencia de fantasma, pues lo único que se representa son los problemas, reales o verdaderos de la propia realidad. No se entra en contacto con la realidad de las personas, porque se está demasiado centrado en las propias preocupaciones. Lo vemos con las congregaciones religiosas, que a pesar de los múltiples problemas que las aquejan, dejando a un lado y buscando una solución apropiada a sus fuerzas y posibilidades, se lanzan a cumplir con la misión apostólica englobada en su propio carisma. Son congregaciones lanzadas al apostolado, es cierto, con sus propias limitaciones de personal, escasa formación o dificultades de carácter estructural. Pero se nota en ellas ese impulso apostólico capaz de transformar las realidades más sencillas. Son personas que viven en contacto con la realidad, que se dejan interpelar de la realidad, que viven en el mundo, pero que no son del mundo. Respiran y transpiran vida porque constantemente toman inspiración de su carisma para responder a los retos del mundo con los que entran diariamente en contacto. No realizan una función sino que buscan una unción, es decir, buscan invadir las realidades a las que están llamadas a transformar.
Y de esa manera se realiza la simbiosis: al transformar son transformadas. Buscando dar una solución a los problemas de la sociedad tecnolíquida, ellas mismas se han transformado.
La persona consagrada es la persona de la memoria. Uno de los aspectos más peligrosos de los que adolece la sociedad tecnolíquida y que ya analizamos es su falta de memoria histórica. Como sociedad fluida no tiene raíces, no tiene agarraderas en el pasado, pues piensa que todo siempre está por hacerse y que como no hay nada definitivo, no hay porque hacer caso del pasado, sino nunca se llegará al futuro al cual no es necesario pensar, porque siempre es cambiante. No hay nada que permanezca, todo debe cambiar en cualquier momento. De esta manera, la sociedad está expuesta al primer postor que llegue y que le presente un ideal, siempre disfrazado de la novedad del momento. Esta novedad bien puede ser la moda, el dinero, la política, el pasatiempo, la tecnología.
Es necesario saber presentar principios, bases, raíces, no como elementos inmóviles, sino como puntos a partir de los cuales se puede comprender la realidad y se puede vivir mejor esa realidad, en diálogo con el mundo cambiante. La persona consagrada es la persona de la memoria. No de una memoria anacrónica, sino de una memoria dinámica que lleva a vivir siempre la realidad. Se vive el pasado para entender el presente y proyectar el futuro. No en vano repetimos todos los días las palabras de Cristo en la última cena: “Haced esto en memoria mía.” Una memoria que nos permite entender la realidad.
El ser humano tiene la capacidad de mantener vivo el recuerdo del pasado por su naturaleza espiritual. El animal repite lo aprendido pero no es consciente del pasado, por su incapacidad de reflexión sobre sí mismo. Esta capacidad de mantener vivo el pasado fundamenta la posibilidad de transmitir aquellos aspectos esenciales para la supervivencia de la humanidad. No se trata de mecanismos repetidos sin conciencia como el ritual del apareamiento de los animales o las técnicas que usan para sobrevivir, como la cacería. En el caso del hombre estamos hablando del mantenimiento de formas de vida de instituciones que van más allá de un mero mecanicismo repetitivo. Por su naturaleza espiritual, el hombre necesariamente debe recordar aquellas realidades que le permiten vivir y ensanchar su espíritu.
Nace entonces la necesidad de transmitir aquello que es válido para un hombre y que el considera esencial para su felicidad. En nuestra sociedad líquida la transmisión viene reducida a la transmisión de meros conocimientos técnicos, de información y para ello cuenta con medios envidiables jamás antes imaginados. Pero para la transmisión de experiencias, de valores, de instituciones humanas no son necesarios todos esos medios tecnológicos, basta la palabra y el testimonio. La tradición en la transmisión se presenta entonces como la capacidad de reconocer el presente como algo significativo algo que da valor y peso a la vida, algo que determina el por qué de los afanes, las luchas y los esfuerzos. Encontramos entonces un significado, un espesor a la vida. Y al reconocer este valor a la vida, se transmite a la siguiente generación esto que se considera un valor. No se transmiten conocimientos, técnicas, sino más bien, se transmiten experiencias de vida. Entonces el pasado tiene un valor sólo si el futuro se ve como una misión. Se establece un puente entre el pasado y el futuro y ese puente consiste en la transmisión de experiencias de vida.
La persona consagrada está llamada a ser ese puente en la medida que hace de la experiencia de Cristo, una memoria como significado último de su vida. Y esta experiencia de Cristo o experiencia del espíritu se hace tomando como base la experiencia que el fundador tuvo de Cristo y que enseñó a sus discípulos. En la medida en que esa experiencia permanezca viva en la persona consagrada, porque la actualiza, es decir, porque la hace viva todos los días, en esa medida la persona consagrada puede enseñar a la sociedad tecnolíquida cuán necesario es el pasado para proyectarse al futuro construyéndolo en el presente.
Experta en las relaciones reales. La sociedad tecnolíquida, gracias a los modernos medios de comunicación ha permitido el acercamiento de las personas en tiempo real. Ahora, con un solo clic, podemos estar en el mismo lugar de los hechos. Podemos estar conectadas muchas personas para hablar, para intercambiar expresiones, para reunirnos y discutir diversos asuntos. Se unen nuestras mentes, pero, ¿qué tan unidos están nuestros corazones? La experiencia nos dice todo lo contrario. Podemos decirnos tantas cosas y no haber entrado plenamente en contacto con el corazón de las personas.
La persona tecnolíquida ha perdido la gramática de la verdadera relación interpersonal. Y pero aún, si es un nativo digital, no ha conocido esta gramática. Es experto en el manejo de mensajes por telefonía celular, maneja a la perfección todas las aplicaciones que le permite el ciberespacio para estar en contacto con el mundo entero, pero no ha aprendido la comunicación del corazón. Es incapaz de expresar sus sentimientos, tiene miedo de revelarse al como es. Cuanto más, trasluce las patologías de la dependencia en todas sus acepciones por carecer de una madurez afectiva que no ha aprendido desde la infancia.
Frente a esta carencia la persona consagrada se presenta como experta en las relaciones reales, verdaderas, del día. Es verdad, no todo es “vida y dulzura” en la vida de comunidad. Sabemos que hay desuniones, desencuentros y desencantos. Que se sufre, y mucho, tratando de hacer fraternidad. Pero es precisamente esa lucha, ese esfuerzo el que permite a las personas consagradas ser expertas de las relaciones reales. Las relaciones virtuales no revelan al hombre verdadero. Así como se inician fácilmente, pues basta un mensaje, una llamada telefónica, un clic en el androide o tablet, así basta también el oprimir un botón para cancelar una conversación, una amistad, un estado de ánimo. En las relaciones de comunidad no podemos cancelar, por más que quisiéramos, la presencia de una persona. Tratamos de ir más allá que el tener paciencia o soportar a esa persona. Tratamos de establecer puentes de relación con todas ellas, si bien algunas veces lo logramos y otras fracasamos. Pero es precisamente este realismo en las relaciones, este tratar una y otra vez, siempre con las mismas personas, a veces de distinto modo o incluso con el mismo modo, lo que nos permite estar siempre “en forma” para las relaciones.
Por ello, una persona consagrada, simplemente con su ejemplo cotidiano, puede enseñar tanto al hombre tecnolíquido a saber relacionarse con los demás. Si bien los estudios de psicología, de sociología o de cualquier otra ciencia humana pueden ayudar tanto en el establecimiento de relaciones reales sanas y duraderas, también es cierto que la experiencia de las personas consagradas sirve por sí sola como grande pedagoga de estas relaciones. Y más aún si esta persona consagrada es mujer. Posee un “sexto sentido” para las relaciones debida a su gran emotividad. Maestra de la intuición logra captar estados de ánimo que a veces escapan a cualquier persona. Por ello, más que el típico consejo de mejorar las relaciones fraternas en comunidad, yo invitaría a las personas consagradas a seguir viviendo la vida fraterna en comunidad real, con sus más y con sus menos, porque es la realidad la que hace capaz a las personas consagradas de enseñar lo que es una relación que nace del corazón y no una relación tecnolíquida, gobernada por la distancia emocional y la cercanía técnica.
La persona consagrada posee la fuente de la eterna juventud. Nuestra sociedad tecnolíquida ha lanzado al mundo entero la posibilidad de la inmortalidad. La técnica parece vencer a la muerte, a las enfermedades y a lo que parece ser la lacra de nuestros tiempos, a la vez. Nadie en la sociedad líquida piensa en envejecer. Lo vemos por todas partes. Abuelas que se visten como quinceañeras y quinceañeras que aparentan más años de los que tienen. Tal parece que el ideal es establecerse en los 18 – 25 años y no pasar de ahí. Muchos psicólogos han ya acuñado el término adulescencia, que pretende combinar la adolescencia con la juventud. Son los eternos adolescentes que llegando a una cierta edad, como el síndrome de Peter Pan, no quieren crecer, quieren permanecer eternamente jóvenes. El resultado es desastroso. La naturaleza no perdona, ni tampoco engaña. Las energías vitales son las que son y siguen el ritmo que la naturaleza, a través de las hormonas les imponen. Podrán darse curas artificiales, pero al final, se deben hacer las cuentas con la naturaleza. Nos encontramos entonces padres y madres de familia androides, es decir que comienzan a engendrar hijos cuando sus abuelos comenzaban a ser abuelos de sus padres. Es pretender tener el elixir de la vida. ¿Qué culpa tiene un hijo de haber sido engendrado por unos padres – abuelos? Lo mejor de la vida ellos ya lo han vivido, pretendiendo formarse una identidad que no ha pasado de ser una identidad adolescencial. El vigor, la fuerza, la energía y la creatividad han ido a parar detrás de una computadora, en un escritorio o, sin son afortunados en algún negocio creativo. Cuando inician la etapa de generar hijos, que deberían haber comenzado 15 o 20 años, sólo pueden ofrecer a los hijos las migajas de un vigor que se ha escapado con los años. Ya no será lo mismo para una mujer de 45 años hincarse y gatear con su hijito de tres años que corre por toda la casa pidiendo una atención que la mamá ya no puede darle… O del hijo que a los ocho años comienza a jugar fútbol y el papá que comienza a entrar en los cincuenta se encuentra cansado o eternamente luxado por la falta de flexibilidad de unos músculos que han entrado ya en la fase de la adultez madura.
La panorámica de la vida consagrada es completamente diversa. Si bien por el hecho de la cultura actual, los jóvenes ingresan a la vida consagrada a una edad mayor a la que la hicieron sus maestros de novicios, ofrecen de cualquier forma las energías de su vida, el vigor y la frescura a un ideal. Y se van consumiendo en ese ideal, adquiriendo paradójicamente mayor juventud, flexibilidad espiritual y vigor mental.
Un ideal por sí mismo es capaz de rejuvenecer a las personas, de darles un vigor inusitado. Tomemos como ejemplo el mismo hecho que mencionamos anteriormente de los adolescentes. Ellos han gastado su vida por un ideal humano y ese mismo ideal les ha hecho capaces de sacrificarse horas y horas delante de una computadora, de viajar miles de kilómetros para conseguir un cliente más para el negocio, de esforzarse y hacer méritos para lograr un ascenso en el escalafón laboral o un poco más de sueldo. Una persona consagrada también ha gastado los mejores años de su vida en un ideal, pero a diferencia de los casos anteriores, el ideal lo ha transformado en una persona más plena, más humana y más joven de espíritu. A pesar de encontrarse en el ocaso de su vida, espera siempre en el día de mañana porque tiene algo que ofrecer a ese ideal por el que ha dado la vida. No es de extrañarse entonces del hecho que la eutanasia está teniendo más apoyos en la sociedad tecnolíquida. Quien se ha educado y ha vivido por un ideal material, se ha convertido un poco en un ideal material. Quien se ha educado y ha vivido por un ideal espiritual se ha convertido un poco en ese ideal espiritual.
La persona consagrada basta que sea idéntica a sí misma para que pueda enseñar a la sociedad tecnolíquida que ella posee la fuente de la eterna primavera, en la medida en que se deja penetrar y guiar por el ideal al que ha dado desde su juventud y sus mejores años. Delante de Dios, como suelo decir en mis conferencias, ninguna persona consagrada tiene más de 25 años.
La seguridad que sólo Dios puede dar. Se desprende de la nota anterior. La sociedad tecnolíquida pretende asegurar todo… hasta la muerte. Guiada por la técnica como sustituta de la felicidad, obliga a la exactitud y al cumplimiento de todo, no dejando margen al error, o asegurándose que los errores estén ya comprendidos en el itinerario previsto. Fuera de esos márgenes de seguridad, todo se considera un fallo.
Las personalidades que genera esta sociedad tecnolíquida, además de ser poco espontáneas, son neuróticas, guiadas por un programa, un guía y un calendario al cual no saben imponerse y darles los tiempos humanos necesarios. Nos recuerdan la admonición de Cristo a los fariseos sobre el sábado. El sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. El hombre tecnolíquido ha invertido los términos de la ecuación de la vida. La vida es para el hombre y no el hombre para la vida. “Y agregó: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. De manera que el Hijo del hombre es dueño también del sábado»”. (Mc 2, 27 – 28). La vida por tanto se ofrece para que el hombre pueda disponer de ella, sin embargo tal parece que el hombre tecnolíquido se haya hecho esclavo de la vida. Quiere seguridades a toda costa, desde las más sencillas hasta la seguridad de la vida. Quiere sentirse dueño de la vida, pero es absorbido por la vida misma a quien rinde pleitesía como a un ídolo, o mejor dicho, en la vida encuentra ídolos a los cuales rinde culto, con el fin de tener seguridades en la misma vida. Quiere tener la seguridad de que todo marchará de acuerdo a lo planeado y no quiere dejar cabos sueltos por ningún lado. Se hace esclavo entonces de una terrible planificación a la que da la máxima importancia.
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